El peor musical de Saura, Jota, en su afán por desnaturalizar la genuina jota aragonesa, centra todos sus esfuerzos en la burda secularización de ésta, privándola de cualquier sentido religioso. Un filme infecto, profundamente infiltrado por las directrices de la progresía cultural aragonesa, y que debe alinearse entre lo peor de la filmografía del maestro oscense.
La decadencia de la fórmula del musical minimalista sauriano ya se hacía patente en Salomé (2002) e Iberia (2005), y decaía hasta el puro agotamiento en Fados (2007), Flamenco, flamenco (2010) y Zonda, folclore argentino (2015), unos filmes semi-documentales, es verdad, progresivamente esteticistas y epidérmicos, reiterativos y cansinos, virtualmente supeditados a la iluminación. El oscense, impasible ante este turismo cultural de poca monta en el que parece sentirse muy cómodo, nos entrega ahora Jota, seguramente la cota más baja del ciclo.
Los títulos de crédito arrancan con una retahíla de entidades e instituciones patrocinadoras y colaboradoras: algo habitual en el cine del último Saura. Ante tan inflado desfile de logotipos y nombres, uno no puede preguntarse sino ¿qué cantidad de dinero habrá aportado cada cual, por ejemplo el gigante Balay? Traída aquí, la cuestión resulta un tanto inane tratándose de una crítica de cine. Por lo demás, poco debería importarnos conociendo el coste total estimado de la producción: un millón y medio de euros. Una cifra “normal” en este tipo de producciones “culturales”. Más pertinente resultaría saber hasta qué punto dichas instituciones u organismos patrocinadores y colaboradores (p. ej. Gobierno de Aragón, Heraldo, Aragón Televisión, etc.) han podido mediatizar con su aportación pecuniaria el contenido y la dirección (no ya estética, sino ideológica) del filme.
Pues Jota, de Saura, no es tanto un musical vero e proprio sobre la jota aragonesa en su acepción más pura y diáfana, como un panfleto político encubierto (progresista-izquierdista para más señas), cuya única finalidad no parece otra que la de “reescribir” la esencia y naturaleza de la jota aragonesa, apropiándose de este modo del patrimonio popular de un pueblo -cómo no, a manos de una oligarquía intelectual de “asesores” dispuesta a decir qué vale y qué no vale-.
Hay dos serias razones para afirmar esta opinión, en absoluto descabellada: la omisión en el filme del elemento referencial/convergente por antonomasia de la jota aragonesa: la Virgen del Pilar (pregunta: ¿es concebible una aproximación consecuente a la jota aragonesa sin una sola referencia a Ella, su suprema inspiradora?); y la penosa y ridícula (de puro demagógica) secuencia-homenaje a José Antonio Labordeta, tan chirriante y sectaria como fuera de lugar, por mucho que con ella Saura parezca hacer un guiño a otra secuencia bien parecida de un filme suyo de los últimos días del franquismo: La prima Angélica (1973).
Jota, en su afán por desnaturalizar la genuina jota aragonesa, centra todos sus esfuerzos en la burda secularización de ésta, privándola de cualesquiera sentido religioso. De este modo, la jota queda empequeñecida, trivializada, reducida a su mínima expresión (no tanto artística como espiritual). Pues el gran error de Saura es pretender abordar la jota como si de un cadáver a resucitar se tratara. Él no filma, meramente disecciona (y muy mal) sobre una fría mesa de autopsias, un cuerpo totalmente extraño a su visión del hecho musical. Pretendiendo “dignificar” la jota aragonesa, la degrada. Pretendiendo recurrir a “lo mejor”, la fosiliza en un elitismo anti-popular ajeno a ella (la jota) en lo que la mantiene viva a través de las generaciones.
La relativa supresión del traje regional, reducido a su mínima expresión, es bien sintomática de esta elección. El mayúsculo error de Saura es vincular “lo propio de la jota aragonesa”, lo folclórico-tradicional en sí mismo, con el kitsch. Incurre el cineasta de este modo en otra clase de kitsch, mucho más grosero: el de su propia época. Esa estética de la desnudez “entre bastidores”, esos pantalones tejanos, toda esa sarta de vulgaridades cotidianas, privan al espectáculo de cualquier sentimiento profundo, limitando contra todo pronóstico su verdadero alcance universal. A diferencia del flamenco, Saura no ama la jota: se diría (aunque sea mucho decir) que ni siquiera la conoce. Con tan dudosos mimbres, gran osadía es pretender así exportarla al extranjero.
La estructura de tan amorfo filme es algo arbitraria y hasta dislocada. La puesta en escena es rutinaria, poco imaginativa, harto inferior a la vertida por el cineasta en previos musicales suyos (nos hallamos en las antípodas de Iberia, una década anterior). Ya con la clase de jota inicial (tras un previo texto explicativo que nada consigue aclarar, en el que advertimos una errata, como ocurre con el nombre del compositor galo Saint-Saëns) se percibe la impotencia de Saura ante el material que tiene entre manos: planificación austera y minimalismo, o lo que es lo mismo: reducir el cinematógrafo a teatro filmado, cediendo el peso del discurso a la sempiterna iluminación (en esta vacía secuencia inicial, de un blanco digno de un tanatorio).
Luego está la “tiranía” coreográfica de Miguel Ángel Berna, que atraviesa el filme de parte a parte. Con independencia de sus muchos méritos, ¿es legítimo depositar el peso de toda la función coreográfica en Berna? Así visto, pues, más que de “Jota, de Saura”, habría que hablar de una “Jota, según Berna”.
Tras la jota de Ansó, filmada sin especial gracia (todo queda reducido, como decimos, a la iluminación, aunque aquí se hagan concesiones al vestuario), el filme da paso a un plano secuencia en el que se encadenan las jotas de Calanda, Andorra, Albalate y Zaragoza. Cuatro manifestaciones cardinales de la jota aragonesa que el cineasta despacha sin cortes, tal vez con prisa por pasar a otra cosa menos “académica”. Ni que decir tiene que tales jotas, despojadas de sus característicos vestidos y con un decorado horrendo como fondo, pierden buena parte de su fuerza implícita.
La inclusión del famoso Fandango de Boccherini, en una versión demasiado rapsódica, huele a relleno, lo mismo que los tres homenajes (a Imperio Argentina, a Labordeta y a Paco Rabal), totalmente prescindibles, y en los que no cuesta trabajo entrever la necesidad de llenar los metros de película para llegar a una duración normalizada (95 minutos).
El homenaje a Imperio Argentina es el más pertinente, pues permite a Saura rescatar una emotiva secuencia de la legendaria Nobleza baturra (1935) de Florián Rey, en la que Imperio canta una de las jotas más populares de la cinta. Por desgracia, Saura inmediatamente descalifica este filme (y su enfoque de la jota) al añadir a dicho homenaje un anexo tan impertinente como gratuito, consistente en el “comentario” de una “especialista” deconstruyendo por la vía de una explicación tan maliciosa como ideologizada las maneras del baile en su vertiente técnica. ¿Era necesario tan pretencioso añadido?
El homenaje a Paco Rabal, uno de los actores fetiche del cine franquista, consiste en la proyección sobre los paneles a los que Saura nos tiene acostumbrados de una secuencia de un previo filme del director oscense, Goya en Burdeos (1999), en el que vemos al actor murciano bailando una jota bajo la iluminación de Vittorio Storaro. Qué sentido o pertinencia pueda tener este relleno es asunto que escapa a nuestra comprensión. Mejor, creemos, hubiera sido dedicar dicho homenaje a alguna figura emblemática de la jota aragonesa, todavía viva, como José Iranzo Bielsa, el Pastor de Andorra, hoy centenario. Hubiera sido sin duda un homenaje más razonable y justificado.
El momento más discutible (por no decir bochornoso) de toda la cinta lo constituye, sin duda alguna, el irrisorio homenaje a José Antonio Labordeta. Esta secuencia, en su tosca y rancia entidad, invalida por así decir la cinta como obra artística pura, hundiéndola en la triste condición de panfleto izquierdista para su público incondicional. Para la filmación de este homenaje, ubicado en el ecuador de la cinta, Saura recurre a unos elementos iconográficos reducidos a la condición de meras señas de identidad de una España “gris” y “siniestra”, “felizmente ya pasada”, como pretenden hacer ver al público que fue la España de Franco: el retrato enmarcado del Generalísimo, un crucifijo, una pizarra con las primeras nociones del latín, el cura maestro ante unos niños en su pupitre, silenciosos como estatuas aterrorizadas. Como para rematar esta seudo-crítica de baja estofa, irrumpe la voz de Labordeta con una de sus magras canciones, mientras sobre las paredes del aula/paneles comienzan a surgir imágenes de archivo de la Guerra Civil, en las que Saura no tiene reparo alguno en mostrar a niños muertos, presuntamente asesinados por el fuego del bando sublevado.
Ante tamaña patochada guerra-civilista de andar por casa, al espectador atento no le costará trabajo entrever la mano de algún gerifalte del Gobierno de Aragón (en 2016 en manos del PSOE y la CHA, tan adicta a Labordeta), intentando aplicar la maniquea “Ley de Memoria Histórica” de Rodríguez Zapatero en el filme. La cuestión es: ¿qué pinta tamaño “pegote” en mitad del metraje? ¿Qué querrá decirnos Saura con esta caricatura patética? ¿Es tal vez un intento de desvincular la jota del franquismo? A tenor del resultado, mejor hubiera hecho el maestro oscense en suprimir del montaje definitivo esta majadería abyecta (que en mucho nos recuerda al grotesco final de aquel pintoresco bodrio firmado por Saura quince años antes, Buñuel y la mesa del rey Salomón, donde a los sones del primer tiempo de la Cuarta Sinfonía de Brahms, el espectador podía “recrearse” en la contemplación de imágenes de archivo de, en efecto, pareja intención).
El resto no consigue animar el interés del conjunto. El pasaje de “La Tarántula”, más vistoso, termina por fastidiar por su falta de progresión e imaginación, tanto coreográfica como de puesta en escena; la cámara permanece más bien estática, el resto del trabajo lo desempeña el montaje. La novedad de este número reside en el dibujo de unas arañas sobre los paneles. Este motivo merece comentario, pues anticipa un regreso a lo barroco, una ruptura con el pleno minimalismo practicado por Saura desde Sevillanas (1992). En otros números, confirmando esta tesis, serán los dibujos del propio Saura los que animen los paneles en blanco: es como si el cineasta, cansado de su austeridad, cediera a la tentación figurativa, incluyendo para hipotético regocijo de la mirada atenta del espectador alguna de sus mediocrísimas pinturas rápidas, por si acaso bastante abstractas, para que quede claro que Saura es muy moderno.
Frente a la corrección de la jota cantada, los guiños a la música instrumental de salón tienen su presencia en las jotas de Tárrega y Sarasate. Descuella la segunda, con una desmelenada interpretación al violín del showman-virtuoso Ara Malikian, flanqueado por un conjunto bien integrado. Una sensación de divulgación espuria de la jota, de internacionalismo modernista, late bajo estos minutos de solemne pomposidad.
Otras pinceladas, como las dedicadas a la jota mudéjar, gallega o flamenca, no son sino testimoniales visiones alternativas que, más que integrarse en un conjunto determinado, dispersan en su eclecticismo el potencial interés de un enfoque tan superficial como caprichoso. Sin necesidad de caer en infundados prejuicios, sobre la jota moderna correremos un tupido velo.
El cierre del filme es abrupto y precipitado: el número sobre la Fiesta del Pueblo no consigue ni ser festivo ni acoger al pueblo. Será la cámara, una vez más, la que alejándose progresivamente del jolgorio vuelva sus ojos arriba, a los focos, para que quede bien claro que es la iluminación la dueña y señora de este espectáculo artificioso y desubicado.
José Antonio Bielsa Arbiol