Por el Prof. Javier Barraycoa
Periodistas compulsivamente mentirosos
Ahondando en las contradicciones de nuestra época, constatamos que, en un mundo cada vez más relativista, los medios se afanan en transmitir confianza y sensación de certeza. Los códigos éticos llenan las páginas de los libros de estilo de los medios. Los “valores democráticos” y la “objetividad” insertan los discursos profesionales mientras que la propia democracia y los medios se afanan en demostrar que todo es relativo. En contraste con la realidad, lejos quedan las bonitas declaraciones de principios como la del Wall Street Journal: “Creemos que los hechos son hechos, creemos por tanto que es posible llegar a la verdad colocando un hecho sobre otro hecho, como en la construcción de las Catedrales”. Desde los años 80 del siglo XX, hemos visto aparecer un fenómeno desconocido hasta entonces en el mundo de la información: el periodista capaz de, simplemente, inventarse un reportaje.
Los medios han visto incrementar escandalosamente los casos de falsos reportajes. No hablamos de una preocupante tendencia que ya denunciaba Ignacio Ramonet: “Cada vez con más frecuencia, hay periodistas que no dudan en manipular una noticia para dotarla de una fuerza, un aspecto espectacular o una conclusión que tal vez no tendría de otro modo, falsear un reportaje travestizando algunos de sus elementos, o representando como realidad una situación que procede de la imaginación del periodista, de sus suposiciones o de observaciones no contrastadas”. No sólo estamos ante el desarrollo de sutiles técnicas de manipulación mediática, sino ante la exabrupta aparición del periodista compulsivamente mentiroso.
La retahíla de recientes casos fraudulentos en el mundo del periodismo es interminable. En 1981, Janet Cooke, periodista del Washington Post, ganó el premio Pulitzer con un reportaje que después se supo falso. Se trataba del pequeño Jimmy, sistemáticamente drogado por el amante de su madre y convertido a los ocho años en un drogodependiente. En realidad Jimmy nunca existió. Durante la Guerra del Golfo, entre 1990 y 1991, el falso reportaje más célebre fue el de una enfermera kuwaití que relataba cómo los soldados iraquíes habían entrado en una maternidad para arrancar a los niños de las incubadoras arrojando a la calle a los muertos. El reportaje era falso. La enfermera era la hija del embajador de Kuwait en Washington y, evidentemente, ni era enfermera ni había pisado Kuwait desde hacía años. De ese conflicto tenemos también uno de los casos de manipulación mediática que debería incluirse en los manuales de periodismo. Poco antes de iniciarse la invasión de Kuwait por parte de las fuerzas multinacionales, una noticia recorrió los telediarios de todo el mundo. El Ejército iraquí había inundado las playas con petróleo para evitar una invasión por mar. La escena que acompañaba la noticia era un pájaro embadurnado de petróleo. La opinión pública occidental, hasta entonces reticente a la intervención, se manifestó a favor en todas las encuestas. El argumento “ecológico” había podido más que los argumentos de la clase política occidental. Con el tiempo se supo que esa ave no era de la zona. La imagen correspondía al derrame provocado por el Exon Valdés en las costas canadienses.
En 1998, Stephen Glass publicaba un sensacional reportaje en el The New Republic. Se trataba de la vida de un hacker superdotado, Ian Restil, que había sido detenido por entrar en los ordenadores de la empresa Jukt Electronics. Por fin, había sido contratado por la misma empresa. Pero ni Ian Restil, ni Jukt Electronics habían existido jamás. Otro de sus reportajes inventados versaba sobre cómo las reuniones de un seminario de jóvenes conservadores derivaban en una bacanal de sexo y drogas. Así, cientos de reportajes sorprendentes (e inventados) lograron reportarle una fama que se acabó de golpe al descubrirse sus fraudes.
En Alemania el periodista de televisión Michael Born, ha sido reconocido culpable de haber falsificado total o parcialmente una veintena de reportajes. Uno de sus trabajos más famosos fue el de una entrevista con un combatiente kurdo. Durante el reportaje, el terrorista dirigía al periodista por peligrosas sendas hasta llegar a una cueva donde se celebraba la entrevista. Todo era falso. El reportaje se filmó en Grecia, la gruta se hallaba en la residencia de un amigo suizo y los “terroristas kurdos” eran albaneses disfrazados. Otras obras maestras del fraude fueron reportajes sobre una sección alemana del Ku Klux Klan, sobre el trabajo de niños explotados en el tercer mundo o sobre supuestos terroristas que enviaban cartas-bomba. Born llegó a ser condenado a cuatro años de prisión. En su defensa Born arguyó que las redacciones y todo el sistema de información televisada empujan a los periodistas a la exageración y a la mentira.
El periodista, mal que le pese, sigue siendo un ser humano con sus miserias y ambiciones. Lo que ha cambiado en las últimas décadas es nuestra propia cultura. Todo el sistema valorativo imperante es un canto al triunfo económico y social del individuo; un canto a la cultura del ahora y del no esperar. Los jóvenes que algún día serán periodistas ya no son educados en la paciencia, en la exigencia y el reconocimiento de estructuras y autoridades. Inmediatez, satisfacción inmediata y éxito es el “cosmos simbólico” en el que han desarrollado su infancia y adolescencia. La invención de reportajes se convierte en el atajo para lograr unos objetivos que los jóvenes periodistas no están dispuestos ni a renunciar, ni a esperar demasiado. Ello explica reportajes como el de Patricia Smith, del Boston Globe, en los que relataba la unión de una familia rica y otra pobre, en la desgracia común de tener sendos hijos con cáncer. El reportaje era fruto de su imaginación y la periodista fue despedida. O, en el colmo del atrevimiento, lo que llevó a los periodistas franceses Régis Faucon y Patrick Poivre a “crear” una falsa entrevista con Fidel Castro. Aprovecharon los extractos de una conferencia de prensa y “montaron” la entrevista.
En 2003, Jayson Blair, periodista del The New York Times, presentaba su dimisión. La culpa era el reportaje de sobre un soldado tejano perdido en Irak. El periodista se había autoplagiado, copiando partes enteras de otro artículo publicado anteriormente. Pero eso no era lo más grave. En cuatro años, Blair había escrito 700 artículos y reportajes. En los últimos meses antes de su dimisión, le habían publicado 73 escritos, de los cuales la mitad eran falsos. Este “intrépido” periodista era capaz de firmar un reportaje redactado en un lejano país y, al día siguiente, firmar otro teóricamente escrito desde la otra punta del planeta.
Más preocupante que la aparición de este fenómeno del periodista mentiroso, lo encontramos en una tendencia más sutil, pero no menos contundente. Nos referimos a la capacidad desarrollada por los periodistas de generar una autocensura, muchas veces inconsciente, muchas veces intuitiva. El periodista, uno de los animales más aptos para la supervivencia, ha desarrollado un fino olfato sobre lo que se puede decir y lo que se debe callar; sobre qué opiniones le privarán de la nómina y qué afirmaciones le grajearán amistades. La cacareada “objetividad” acaba subordinada a los intereses crematísticos. Así, Furio Colombo, en su obra Últimas noticias sobre el periodismo, advierte que “el trabajo periodístico está estrictamente presidido por el código de la corrección política. Es el famoso código no escrito del comportamiento nacido en la Universidad para garantizar el respeto a los sexos y a las minorías. Este código, aplicado al periodismo, crea un tipo impalpable de censura, atentamente vigilado por el difícil diálogo con la opinión pública”. La autocensura sistemática de los periodistas se transmite a la sociedad, y ésta queda desarbolada para pensar e interpretar la realidad.