Es una de las tumbas más hermosas de la escultura italiana del Quattrocento, en la que ya se detecta aparatosa la irrupción del clasicismo pagano como réplica a la gran tradición de la escultura católica. Signo de los tiempos.
Entre 1973 y 1975, el nombre de Juan Luis Buñuel (1934-2017) generó ciertas expectativas entre la crítica cinematográfica gracias a la aparición, sucesiva, de tres largos “llamativos” como unos fuegos de artificio: Cita con la muerte alegre (1973), La mujer con botas rojas (1974) y Leonor (1975).
Otro hecho, más bien accidental, resaltaba la personalidad de esta incipiente promesa: el firmante de aquellas piezas afectadas y pretenciosas era hijo del mismísimo don Luis Buñuel, el denominado “genio de Calanda”. Apuntalada la continuidad del rizoma genético, se preguntaron algunos, ¿perpetuaría acaso el nuevo valor la genialidad del progenitor?
La pregunta previamente formulada resultaría hoy risible si el nombre de Juan Luis Buñuel evocara en la memoria de algún cinéfilo recuerdo alguno. Mas el finado Juan Luis es un completo desconocido, incluso para los más incombustibles arqueólogos del cinema. Hará unos años, en nuestra breve entrada escrita para un proyecto de diccionario de directores de cine que quedó en nada, resumimos su biografía en estos términos:
“Director de cine francés. Iniciado en el cine de la mano de su padre, Luis Buñuel, como ayudante de dirección de algunos de los filmes de éste, como ‘La joven’ (1960) o ‘Viridiana’ (1961), y de algunos otros de Louis Malle, pronto afrontaría la dirección, logrando su primer trabajo importante con el cortometraje ‘Calanda’ (1966), impresionante documental sobre la Semana Santa de Calanda (Teruel), pueblo natal de su padre, que debe contarse entre lo mejor de su producción. Los comienzos de los años 70 suponen su gran momento como director, con la realización de tres largometrajes. ‘Cita con la muerte alegre’ (1973), el primero de ellos, es el mejor apreciado por crítica y público, consiguiendo en el Festival de Cine de Sitges la medalla de oro al mejor director; pero ni ‘La mujer con botas rojas’ (1974) ni ‘Leonor’ (1975), obras desiguales y olvidadas en las que la influencia del padre es notoria, consiguen prolongar su nombradía como director, lo que le llevará a refugiarse a continuación en la televisión, como bien ponen de manifiesto sus trabajos posteriores, circunscritos a este ámbito”.
Es un texto timorato, que intenta “salvar del fuego” lo mejor de su artífice. Y lo mejor que Juan Luis filmó en toda su vida no fue otra cosa que esa Calanda de 1966 que el texto tanto enfatiza. [Ni que decir tiene que Calanda, villa natal del padre del realizador, se ofrecía más pronto que tarde a un trabajo de estas características].
Pero apuntemos algo más, ni que sea brevemente, sobre la obra de este realizador sin numen cuya mayor desgracia de cara a la galería (¡paradojas de la vida!) no fue otra que la de ser hijo de un genio auténtico.
Si algo caracteriza la filmografía de Juan Luis Buñuel es su innegable inconsistencia. Un atento estudio de su puesta en escena confirma la irritante torpeza del realizador por imponerse como “autor”. El ejemplo paradigmático de todo esto es Leonor, o de cómo una película de vampiros que hubiera merecido la dirección de un Mario Bava, en manos de Buñuel Jr. deviene vergonzante ejercicio de auto-justificación autoral. El desprecio por el género terrorífico (ausencia de atmósfera, enfatización en la luminosidad del día) y el perpetuo chantaje cultural (presencia de Liv Ullmann incluida) afloran a lo largo de un metraje cansino e invertebrado, falto del menor aliento narrativo. Era previsible: en sus días de presunto apogeo, Juan Luis Buñuel nunca se consideró un funcional artesano, sino un AUTOR “con voz propia”. Cometió el error de sobrevalorar sus aptitudes, en verdad limitadas. De haber apuntado más bajo, quizá hubiera logrado hacerse un hueco en la industria a largo plazo.
Es comprensible que tras este fiasco, Juan Luis no reincidiera en el cine de distribución normalizada. Atrapado entre la televisión y el vídeo, se hundiría lentamente en un ostracismo comercial que en nada habría de recordar los años postreros de su genial padre.
Su obra maestra, como ya hemos dejado claro, es su segundo corto: Calanda supone una pieza sin grandes pretensiones, similar en espíritu a otro documental del padre, el alucinado Tierra sin pan (1932). Pero si aquel viaje a las Hurdes retrataba una realidad sublimada por un surrealismo combativo (lo que terminaba por hacer de la pieza un “falso documental” en toda regla), Juan Luis, mucho menos imaginativo que su padre, se contenta con filmar lo que ve (casi a la manera de un Jean Rouch): así, en Calanda, de algún modo, antropología y cine directo se dan la mano.
No obstante, el corto no es tan simple como a primera vista podría parecer. A lo largo de sus 21 minutos de duración, su clásica estructura acusa tres partes claramente diferenciadas, a saber:
1) Prólogo: tras los títulos de crédito, el objeto “Calanda” es presentado al público en su dimensión social, cultural y económica. Lo que vemos son unas pinceladas ilustrativas de escasa fuerza, cuya única razón de ser es preparar el cuerpo del filme.
2) Cuerpo: en el que se desarrolla todo lo relacionado con la Semana Santa de Calanda: oficios, procesiones, el momento clave de “Romper la Hora”; sin hacer omisiones a lo pintoresco, allí donde la observación y el gusto por lo costumbrista irrumpen. Cohesionadas estas dos vertientes (la Global-Universal, por un lado, y la Anecdótica-Particular, por el otro), lo filmado adquiere un sabor muy especial.
3) Coda: la coda, breve como un suspiro, cierra de modo abrupto el documental, informando sobre la prohibición de tocar el tambor más allá de la hora fijada…
Lo que en su rústica simplicidad difunde esta Calanda es una tremenda autenticidad. El arraigo a la Tradición y lo castizo, la Fuerza suprema del Catolicismo Romano a través del Acto (que el autor, por momentos, se diría intenta parodiar -la aparición de los vehículos en plena tamborrada-… aunque en ningún momento lo consiga), llenan de vida las imágenes de un documento único y excepcional.
Como para confirmar lo dicho, cuatro décadas después Juan Luis Buñuel volvería a la carga con una nueva entrega sobre el mismo asunto, bajo el título de Calanda, 40 años después (2007). Nada que ver con la pieza anterior (de la que rescata varios planos). El resultado es muy mediocre, pésimo, ni siquiera televisivo en su factura. Mal montada y peor filmada, carece del menor encanto. Visualmente nula, trivial en el contenido y adocenada en la exposición, ratifica a partes iguales una hipotética degradación de la Semana Santa de Calanda y el mal oficio de Juan Luis Buñuel tras la cámara (y ante ella, en cuanto participa como principal actor-narrador…). Lo que sí resulta evidente es que durante el rodaje de esta innecesaria segunda entrega don Luis Buñuel no se paseó por entre el equipo. Ni su espíritu asistió a su hijo, más perdido que nunca.
ADENDA: destacar en Calanda la presencia/aparición de mi abuelo José Arbiol Sanz, entonces organizador de las procesiones calandinas.
José Antonio Bielsa Arbiol