La victimología moderna considera que existen ciertos casos de las llamadas “víctimas ideales” que son aquellas cuya victimización es totalmente aleatoria, sin que el sujeto pueda intervenir de forma consciente o inconsciente por acción u omisión en el acto delictivo que sufre. Son ejemplos de este tipo de victimas aquellos que se encontraban en un lugar y en un momento desafortunados y que por puro azar se cruzan en el camino del delincuente o las victimas indiscriminadas como, por ejemplo, las víctimas del terrorismo.
En otras ocasiones, la víctima puede tener cierto papel en el delito porque, por no haber tomado ciertas precauciones elementales, ha facilitado que el delito se cometa. Es lo que se conoce como “victimas infungibles”. Esto no significa en absoluto que estas víctimas sean responsables o culpables de serlo, pero es innegable que ciertas actitudes del individuo hacen más probable que se convierta en víctima de un delito.
Imaginemos que yo deseo dejar la puerta de mi casa abierta. Probablemente pasarán muchas personas a quienes les resultará curiosa mi actitud; otras, quizá, sentirán lástima por mí, al adivinar mis posibilidades de sufrir un delito; pero bastará con que un día pase alguien predispuesto a robar para que, a la vista de las facilidades que le ofrezco, decida intentarlo y, muy probablemente, lo logre. Y yo tengo todo el derecho legal del mundo a dejar mi puerta abierta y a que, a pesar de ello, no entre nadie en mi casa, y si alguien me roba sólo él es culpable del delito que ha cometido pero, a pesar de todo, yo sufriré el delito y, probablemente, lo hubiese evitado con tan solo cerrar la puerta.
Todo esto viene a colación de una canción feminista de origen chileno, pero que se ha extendido por muchos lugares, y que dice “Y la culpa no era mía, ni donde estaba ni cómo vestía. El violador eras tú”. Obviando las consideraciones morales (para mí muy importantes), ciertamente una mujer puede tener derecho legal a vestir provocativa y a estar en el lugar que quiera, incluidos los lugares tradicionalmente considerados como “de riesgo” y a la hora que desee. Y probablemente se cruzará a muchos hombres que le miren con curiosidad o incluso atracción, y otros sentirán lástima por ella por el riesgo que asume o por su triste alma desviada, pero bastará con que un día se cruce a un desequilibrado mental predispuesto a agredirla sexualmente para que ocurra lo indeseado. Y la culpa será solo del agresor pero, a pesar de ello, será la mujer quien sufra toda la vida las consecuencias de tal situación. Entonces ¿no hubiese sido mejor evitarlo?
Al fin y al cabo ¿no es siempre mejor dejar la puerta cerrada?
C. R. Gómez