Por el Prof. Javier Barraycoa

 

La generación de un lenguaje degenerado

George Orwell señalaba en Politics and the English Language la capacidad de la clase dirigente inglesa para, a través del lenguaje, transformar la comprensión de la realidad sin necesidad de alterar la propia realidad. El propio Orwell, en su novela 1984, expresó en la Neolengua la versión literaria de este mecanismo de dominación. Querer transformar una lengua, de forma de comunicación a instrumento de dominación, sólo puede realizarse violentando el propio lenguaje.

Cuando la Izquierda abandonó al proletariado, en cuanto clase oprimida, descubrió en la mujer un nuevo sujeto de liberación. Por eso, se inició una lucha contra la discriminación lingüística de “género”. Este afán liberador se centró, en la lengua inglesa, contra todas las palabras que llevan el prefijo o el afijo man (hombre). El argumento es sencillo, aunque absurdo desde la perspectiva lingüística: las palabras compuestas con el man presupondrían “género” masculino y por tanto discriminación hacia la mujer. Por tanto, utilizar el término Mankind (humanidad) implicaría discriminar a las mujeres por no incluirlas en la palabra Mankind. Igualmente, la palabra Chairman (presidente) es considerada como “machista” (según algunos presupondría pensar que las mujeres no pueden alcanzar la presidencia) y, por ello, debería ser sustituida por neologismos como Chairperson (persona-silla). El gobierno australiano, contagiado por este ambiente, ha redactado un libro de estilo de las publicaciones oficiales. Sorprendentemente, se prohíbe el uso de palabras como sportsmanship (deportividad), workman (obrero), craftsman (artesano). El “crimen” de estas palabras consiste en contener el “discriminador” man. Se propone en dicho libro de estilo, la sustitución de statesman (estadista) por el artificioso statesperson (persona-estado). Para los defensores de la corrección política no caben argumentos lingüísticos de peso, tal y como que la palabra man es neutro y se refiere tanto a hombres como mujeres. Tampoco valen argumentos contra la invención de absurdos neologismos. Para los entusiastas de la neolengua, es preferible violentar el lenguaje que aceptar “discriminaciones” lingüísticas. Así, recientemente, un diccionario inglés inventaba la palabra womyn para sustituir a woman (mujer). Casey Miller, una de las primeras lingüistas autoproclamada  no sexista, se quejaba de los “defectos” del inglés pues prácticamente la totalidad de los nombres neutros quedan designados con la forma masculina.

En lengua castellana este fenómeno “discriminador” no se produce, pero ello no ha impedido elaborar una doctrina de la corrección política aplicada al castellano. Se han inventado –e impuesto- fórmulas para no usar el neutro, v. gr., la presentación de las cartas: “Queridos/as amigos/as”. Usando argumentos sólo válidos para lenguas como el inglés, nos hacen creer que el castellano también es “machista”. Sin embargo, en la lengua castellana los sustantivos neutros derivados del latín se distribuyeron aleatoriamente entre forma masculina y femenina. El neutro latino del nominativo y acusativo plural, al terminar en “a”, llevó a que muchas palabras en castellano terminasen en “a” (forma femenina) cuando se refieren a lo colectivo, y en “o” (forma masculina) cuando se refieren a lo singular; por ejemplo: leña-leño, banca-banco, etc. Pero este argumento lingüístico no es válido para los que prefieren que los criterios políticos se impongan sobre las evoluciones espontáneas de las lenguas. Algún radical e inconformista, ha propuesto que las fórmulas genéricas con forma masculina, tal y como “queridos amigos”, sea sustituida por un nuevo e inventado neutro: “querides amigues”. Otros más inteligentes, como el profesor y lingüista Álvaro García Meseguer, denuncian lo que denominan “salto semántico”. Se debe, según este lingüista, evitar el uso del genérico con forma masculina (por ejemplo, hombre) pues: “se fomenta así en el subconsciente el fenómeno de identificación de la parte con el todo, el varón con la persona; y como secuela se produce la ocultación de la mujer”. Ante este argumento, políticos y periodistas bajan la cabeza y no se les ocurre despreciar la corrección política no sea que alguien les acuse de “discriminadores”. La espiral del silencio se pone en marcha. Para mayor abundancia de ejemplos sólo hay que leer los libros de estilo de diversos medios de comunicación y comprobar que de la corrección política se ha hecho una doctrina y una obligación para los profesionales de los medios de comunicación.

En Estados Unidos, a las cuestiones de género se sumaron rápidamente las raciales. Con el fin de acabar lingüísticamente con el racismo, se impuso a la población norteamericana la sustitución del término gente de color, propio del lenguaje blanco cortés, por el de negroes. Pronto el negroes fue utilizado despectivamente y se propuso llamarles blacks. Asimismo el término blacks pronto fue usado como insulto. Para combatir el racismo, se propuso transformarlo en personas de color, para culminar con el actual afroamericano. Consecuencia de esta corrección es que una parte de los americanos blancos, en voz baja, se refieren a las gentes de color como niggers (negro en sentido despectivo). Y para sorpresa de los más liberales, en los barrios marginales, los negros vuelven a llamarse a sí mismos blacks, como un término identitario y diferenciador. Puestos a redimir razas, también les ha tocado el turno a los indios. Éstos han pasado a llamarse nativos americanos. Por último, el blanco norteamericano pasa a llamarse caucásico americano. Llegando al delirio intelectual, en la Universidad de California se han hecho campañas contra frases como “a nip in the air” (fresco en el aire), pues el término nip es el despectivo de nipón; o contra el uso del término chink (grieta) pues coincide con el despectivo de chino. Periodistas e intelectuales españoles, auténticos esclavos intelectuales de la cultura norteamericana, han iniciado su particular campaña contra frases como: “trabajar como un negro”, “hacer una judiada” o “pasar más hambre que un gitano” o “llorar como una mujer”. Todas ellas se consideran despectivas hacia otros colectivos.

La lógica de esta neolengua es imparable. Los movimientos pro homosexuales, para evitar una criminalización por parte de la sociedad, impusieron el uso de la palabra gay frente a otras expresiones más populares. Nuevamente estos cambios lingüísticos son artificiales cayendo en verdaderas aberraciones semánticas. El término gay ha sido rescatado del argot criminal del siglo XVII y designa la persona que se dedica a “prostituirse o vivir del cuento”. Hoy, sin embargo, el término se utiliza como una expresión políticamente correcta. En nuestra cultura se ha impuesto el término “homofóbico” como despectivo hacia los que rechazan a los homosexuales. Pero la palabra “homofobia”, originalmente, se refería a un transtorno patológico sufrido por una obsesión hacia la propia homosexualidad, fruto de reprimir el terror a ser homosexual. Actualmente se utiliza contra todo aquél que ponga reparos a la homosexualidad. Estas deformaciones del lenguaje, evidentemente, no causan la más mínima transformación de la realidad. En Estados Unidos, durante la Administración Carter, se decidió denominar a los paralíticos como “disminuidos físicos”, suponiendo que así se eliminaba la discriminación. El cambio de nombre no les concedió mayor capacidad de movimiento. Como siempre, esta terminología impuesta artificialmente, pronto queda desfasada. Ahora los medios y los políticos evitan el término “disminuido” para sustituirlo por “discapacitado”.

 

Javier Barraycoa