Hemos de devolver a los conceptos su sentido estricto si queremos entendernos, sea en el orden filosófico científico o en el sobrenatural.
La “auctoritas” latina deriva más de este último orden religioso que del romano militar.
En el Antiguo y Nuevo Testamento, la autoridad divina siempre se manifiesta como una facultad moral de conducción de todos los acontecimientos bíblicos hacia un bien que redunde en beneficio del bien común del pueblo elegido y al fin, para la realización de los providenciales planes divinos en beneficio de la Humanidad.
La quintaesencia de esta visión autoritaria la plasma el apóstol San Pablo en su carta a los Romanos (13, 1-6): “Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen sobre sí la condenación. Porque los magistrados, no son de temer para los que obren el bien, sino para los que obran el mal… Pero si haces mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra el mal. Es preciso someterse no solo por temor del castigo, sino por conciencia”.
Con respecto al fin de la sociedad, los gobernantes, pues, se han de ordenar al bien común de todos los ciudadanos, sin subordinar jamás el interés general a los fines particulares del propio grupo político o de alguno de sus componentes.
Definida así la “auctoritas”, es la facultad moral de mandar o promulgar leyes a favor del bien común de la sociedad, que en todo caso, trasciende los intereses personales de quien los ostentara.
La autoridad es para servir, no para servirse, y la consecuencia lógica es que libertad y autoridad no se contradicen, se necesitan.
Identificar autoridad con tiranía no pasa de ser una deformación del sentido sagrado de la autoridad, siempre conducente al progreso material y al fin último sobrenatural de la sociedad.
Confundir autoridad con tiranía es aspirar nada más que a una libertad sin Dios, por desenfreno de la voluntad conducente a la anarquía.
Quiénes llaman dictador a un gobernante responsable, no son sino los que no pueden hacer su propia dictadura delictiva.
No puede haber verdadera libertad sin el respaldo y la protección de un Gobierno con conciencia para dar protección a las personas honradas, que dejarían de serlo convertidas a la ley del más fuerte, como único recurso de supervivencia del engaño y del todos contra todos.
La ausencia de autoridad es el poder coactivo, pero, aun así, será parcial y favorecerá el libertinaje.
¿Dónde está la autoridad y el amor a la verdadera Patria, entendida como bien común de todos y cada uno de sus miembros, cuando hasta les avergüenza usar el término patria, renegando de su historia y sus grandezas…? No puedo creer en una Patria libre sin una autoridad firme.
¿Diálogo como solución…?
¿Solución de qué clase de problemas…?
Porque es hasta posible inventarse problemas para fines inconfesables que desembocan en anarquías o desmantelamiento de regiones y de naciones que se pierden en eternas discusiones absurdas, discutiendo hasta lo evidente, como si a base de discutir y dilatar la sanción punitiva se borrase la historia, la cultura, las fronteras y las obligaciones de justicias más elementales de la unidad indivisible, la solidaridad intranacional y los deberes de justicia que trae la subordinación a un orden constitucional legalmente establecido.
¿Dónde está, pues, el problema…?
El diálogo solo sirve para cuestiones mercantiles o convencionales no definidas aún, pero cuando todo está claro, discutir solo puede ser el medio de alargar problemas fantasiosos y justificar la nómina, el prestigio, la vanidad personalista o la chulería irracional.
¿Solución? No al diálogo, sino a la AUTORIDAD DE JUSTICIA.
Todo lo demás, solo huele a plutocracia… sin “l”.
J. Calvo