No confundamos el oro con el oropel

 

…o lo que es lo mismo, la velocidad con el tocino

Con la que está cayendo en la llamada Casa Real española, alguno puede pensar que quienes, de acuerdo con nuestra tradición política patria, seguimos defendiendo la monarquía como la mejor forma de gobierno para España, una de dos, o somos unos cínicos o somos sencillamente estúpidos o ignorantes. Pues bien, estas breves líneas tratan de demostrar la falsedad de ambas afirmaciones.

Algunos hemos llegado a la convicción monárquica desde muy lejos, ante todo porque la única “monarquía” que conocíamos es la que oficialmente existía en España, y esto nos causaba una natural repugnancia. La cuestión es: ¿cómo una realidad política así ha podido contar entre sus defensores a algunos de los mejores hombres de España? La respuesta es sencilla: esos hombres defendían la auténtica, la verdadera monarquía. Lo que hemos conocido en España a partir del último cuarto del siglo pasado no tiene nada que ver con la genuina institución monárquica, sino que constituye una suplantación, un fraude histórico de proporciones colosales en la historia de España.

Lo que ha ocurrido en los últimos años, meses, es que el acuerdo tácito, de conveniencia, entre ciertos grupos políticos se ha disuelto como un azucarillo en un vaso de agua. Eso pone de relieve, una vez más, dos evidencias empíricas que no por teóricamente conocidas por todos dejan de ser significativas: primera, la palabra empeñada entre pillos y grupos de pillos –por no usar otro término más contundente – no tiene ningún valor; y segunda, estos pactos entre pillos se basan en que cada uno de ellos, individualmente, piensa que puede aprovecharse de los demás, y de hecho en algún momento les parece que lo han conseguido, pero su alegría caduca rápidamente cuando constata que los demás también se han aprovechado de él. El sedicente monarca se apoyó en la izquierda, aparentemente moderadita, y cuando la izquierda, ese centro-izquierda biempensante de Informe Semanal, ya lo ha amortizado completamente, la otra izquierda, la moradita, se lo quiere quitar de encima, porque la izquierda ya es de hecho la dueña y señora de toda España, y lo es por voluntad del Jefe del Estado, y a lo que parece todavía lo va a ser más con sus sucesores.

La llamada monarquía parlamentaria, y quienes la han protagonizado en España, constituyen la antítesis de la monarquía tradicional, templada o moderada, porque lejos de ser un poder arraigado en el pueblo, en la nación histórica, se han limitado a ser los peones de otras potencias extranjeras, imponiendo fielmente las decisiones y diseños políticos que estas le han dictado. Esto pasó con temas como el del Sahara, como hemos podido confirmar con la reciente desclasificación de documentos del Departamento de Estado del Gobierno de los EEUU, y esto pasó a un nivel más doméstico, si se quiere, con la democracia prêt-à-porter que, digan lo que digan, nos han impostado y hemos aceptado, y que en modo alguno “nos hemos dado”.

Hace relativamente poco tiempo que se esfumó, como por ensalmo, toda la leyenda áurea en torno al 23 F, y al final fue por lo mismo, es decir, porque en esa coyuntura, como en muchas otras, lo que estaba en juego no eran las libertades del pueblo, se diga lo que se diga, sino la pervivencia del sistema, pero no de cualquier sistema, sino precisamente de este sistema. El Jefe del Estado se apoyó en la casta política para dar una fachada de respetabilidad a la defección patente de los deberes que le imponía su presunta realeza, y ahora su idolatrada izquierda lo desecha, porque ya no le resulta útil, un tonto útil que diría LENIN, sino un lastre, destruyéndole como persona, al más puro estilo marxista, inundando sus terminales mediáticas con las mismas vilezas que ha venido ocultando celosamente durante décadas.

En cuanto a sus sucesores en el cargo, el panorama no es desgraciadamente más alentador, puesto que no han hecho sino avanzar decididamente en la línea de la desnaturalización de la institución, y porque, en definitiva, forma parte, y parte importante, decisiva quizá, de la llamada Familia Real una persona que la está hundiendo a marchas forzadas, que ni es imparcial, por hechos concluyentes, ni trata de comportarse con la mínima imparcialidad. No olvidemos que algunos personajes conspicuos que ahora son los que levantan la piqueta con más furia contra la monarquía parlamentaria fueron invitados a cenar privadamente por parte de esa misma persona en las dependencias de La Zarzuela, aun antes de ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados.

Si alguien quiere saber qué es en realidad la monarquía tradicional española, la monarquía de verdad, no puede fijarse en lo que constituye su antítesis más evidente. Lo realmente opuesto a la verdadera monarquía no es la república, sobre la que enseguida diremos algo, sino esta que llaman monarquía parlamentaria, en cuanto institución pseudopolítica esencialmente corrupta y corruptora.

La monarquía que nuestros mayores crearon y que cabe seguir defendiendo para el mejor servicio de España, para el bien común de nuestro pueblo, no se reduce a un rey, a la presencia en la cúspide de la organización del Estado de un personaje ataviado con uniforme militar, entorchados, que irrumpe siempre en escena al son de clarines y trompetas. Eso no es y no ha sido nunca la auténtica monarquía. Eso representa, a lo sumo, la triste y mísera figura de los “reyes de anillo”, ya denostados por el padre Mariana en su célebre tratado De rege et de regis institutione.

La monarquía tradicional, moderada o templada, es un concepto, una realidad histórica que se ha dado y que puede volver a darse, a la altura de nuestro tiempo, sobre la base de unos presupuestos muy claros: “Se dicen monarquías moderadas o templadas, o limitadas, aquellas que son contenidas dentro de la esfera gubernativa que las corresponde, y en los límites de un gobierno recto y prudente, por instituciones y elementos orgánicos sociales, y no solo por la virtud del imperante y por las demás restricciones procedentes de otros órganos del Estado central o protárquico. La monarquía templada es lo contrario de monarquía absolutista tanto en el respecto de la indebida ingerencia en otras esferas gubernativas como de la falta de los elementos moderadores…” (Tratado de Derecho Político según los principios de la Filosofía y el Derecho Cristianos, Enrique GIL y ROBLES).

La Monarquía no es sólo un Rey, es un sistema completo. Presupone al Rey como institución social encarnada en una persona, pero no como institución única. Desde la concepción del Rey como señor natural hasta la concepción del Rey como órgano de la sociedad nacional erigido para ejercer una función específica de autoridad discurre todo un proceso histórico de evolución, de continuidad perfectiva. El Rey no es el único órgano al que se atribuyen todas las funciones de la autoridad soberana, entendida como suprema auctoritas de una determinada comunidad nacional, sino el órgano que tiene la función específica de promulgar leyes, es decir, de investir de fuerza obligatoria a las disposiciones elaboradas conforme a determinados procedimientos con intervención de las Cortes, los Consejos y los Tribunales de Justicia.

El Rey en sus Consejos, el pueblo en sus estados, en las Cortes. Una exigencia ineludible para el establecimiento de un orden político justo es la separación neta entre gobierno y representación. Si la autoridad se origina por la necesidad que tiene la sociedad de un principio inteligente que conozca las necesidades sociales, que sepa atenderlas aplicando los medios convenientes para la realización del bien común, y de una fuerza propulsora que impulse a las voluntades a cooperar libremente a la consecución de este fin social, tendremos como resultado cinco órganos para realizar cinco funciones del único principio de autoridad: las Cortes, los Consejos, los Departamentos ejecutivos de la Administración Pública, el Rey y los Jueces. El principio de autoridad soberana no se localiza solamente en el Rey, sino en todos los órganos necesarios para las funciones de la autoridad. En las Cortes reside la autoridad para la representación social, en los Consejos la autoridad para el asesoramiento del Rey y de su Gobierno, en los Departamentos ejecutivos la autoridad para administrar en un área funcional determinada, en el Rey la autoridad para promulgar las leyes y en los Jueces la autoridad para impartir justicia en su nombre, dictando sentencias.

La autoridad soberana está determinada por la necesidad de atender al fin social de la Nación, sin que pueda invadir las esferas de autoridad propias de otras sociedades infrasoberanas: las personalidades históricas o regiones, los municipios y otras de entidades de base territorial; los sindicatos y asociaciones profesionales, etc.

Esta es la política natural, fundada en la naturaleza de las cosas y libre, por tanto, de la esclavitud de los partisanismos de uno u otro signo impuestos por la corrección política imperante. Es, sobre todo, una autoridad personal, no arbitraria o despótica, sino localizada visiblemente en centros de decisión identificables y responsables. Y es, o está llamada a ser, por eso mismo, legítima, es decir, una autoridad que da razón en todo momento de la justicia de sus actos ante la auténtica representación social.

Por lo que se refiere a la república, no podemos sino remitirnos, una y otra vez, a los conceptos expuestos por Pierre GAXOTTE en su célebre artículo titulado La buena República . Por supuesto que, en abstracto, una república puede dar lugar a un gobierno legítimo. Sin embargo, a estas alturas, a nadie se le oculta lo que es la república en España. No ha sido jamás un régimen orgánico, siempre se ha impuesto por el poder oligárquico de los partidos y facciones políticas, por las intrigas de naciones rivales o en cualquier cosa depositarias de intereses espurios, nunca como consecuencia de un proceso genuinamente popular. Y en España, probablemente más que en ningún otro sitio, siempre ha tenido y tendrá un determinado color, un hedor inconfundible, el del odio y la violencia política. Desengáñense los ingenuos biempensantes: los defensores de la república en España no pretenden cositas como las que pensaban ALCALÁ ZAMORA o más recientemente GARCÍA TREVIJANO, repúblicas clásicas o senatoriales que diría XENIUS. La república en España ha tenido y tiene aún hoy un aroma inconfundible a socialismo, a comunismo, a anarquismo y a cantonalismo etnicista. No ha existido otra república en España, y no va a empezar a existir a partir de ahora, entre otras cosas porque fuera de esas coordenadas ideológicas, fuera de su inspiración más o menos mediata o inmediata, no tiene partidarios, ni muchos ni pocos.

Javier Amo Prieto

Javier Amo Prieto