Es una evidencia que el Gobierno de Sánchez está utilizando la crisis del coronavirus para obtener el mayor rédito político en términos de poder puro y desnudo. Ya antes había quedado claro que este Gobierno pretendía compensar la precariedad de su mayoría parlamentaria con una ocupación masiva de los resortes del poder: véanse gestos como el nombramiento de la ex ministra de Justicia como Fiscal General del Estado, el control férreo sobre el poder legislativo o el afianzamiento de la hegemonía en los principales medios de comunicación, que iban muy claramente en ese sentido. Ahora la gran crisis le ha dado la oportunidad de estrechar el lazo.
Los hechos son muy elocuentes:
Primero: la declaración del estado de alarma, supuesto constitucional plenamente justificado por la emergencia sanitaria, pero que el Gobierno ha interpretado de manera amplia para atribuirse la potestad de intervenir, requisar, limitar y prohibir hasta un punto nunca antes visto.
Segundo: aprovechando la declaración del estado de alarma, el líder de la pata comunista del Gobierno, el vicepresidente Iglesias, aventura la idea de nacionalizar los servicios sanitarios privados.
Tercero: el decreto del estado de alarma, de manera completamente intempestiva, modifica la ley de los servicios de seguridad, el CNI, para introducir en su cúpula al vicepresidente Iglesias y al hombre de confianza de Sánchez, Iván Redondo.
Cuatro: acto seguido, el Gobierno procede a la supresión de facto de cualquier control parlamentario y centraliza toda la acción legislativa en la presidenta del Congreso.
Quinto: el 19 de marzo se publica la Orden SND/261/2020 que viene a poner en manos del ministro de Justicia toda la actividad judicial, al margen de los órganos específicamente judiciales.
Atención a los pasos: reforzamiento extremo del poder ejecutivo, neutralización del poder legislativo, reducción del poder judicial. ¿Realmente el estado de alarma exigía todo eso? La respuesta es no. Este Gobierno, al cobijo del estado de alarma, ha emprendido una peligrosa senda autoritaria. La pregunta es por qué, con qué fin.
En una circunstancia como la que estamos viviendo, nadie discute la necesidad de centralizar los resortes del Estado en aras de la eficacia: bien está dar autoridad al Ejecutivo si eso sirve para reducir los efectos de la pandemia. Ahora bien, en España se dan dos circunstancias completamente singulares, que no concurren en ningún otro país europeo y que despiertan una inevitable inquietud. Una es que en el Consejo de Ministros se sienta un partido como Podemos, que múltiples veces ha manifestado su nulo aprecio por la “democracia burguesa” y cuyo modelo, abiertamente proclamado, es el socialismo bolivariano. La otra es que la mayoría gubernamental se sustenta sobre fuerzas separatistas que no han ocultado su deseo de desgarrar el Estado y destruir el tejido nacional, incluso violentamente. De unos y otros, comunistas y separatistas, sólo puede esperarse –y sería estúpido esperar lo contrario- que utilicen cualquier pretexto para llevar a cabo su propósito, que en ambos casos es la cancelación del modelo de Estado vigente y su sustitución por otra cosa. Ante tal paisaje, ¿pueden ponerse los resortes del Estado en manos tan poco seguras?
Cómo se da un golpe de Estado
Un golpe de Estado es, ante todo, una operación técnica de control de los resortes del poder al margen de los cauces convencionales. No es preciso que sea violento, aunque ocasionalmente pueda concurrir violencia. Un golpe no es una insurrección, una sublevación, una asonada ni una revolución. O no tiene por qué serlo. Un golpe puede ser, simplemente, una maniobra burocrática de manipulación de los cauces legales.
Lo que define al golpe de Estado es, precisamente ese carácter “técnico”: el Estado es una máquina con sus palancas ejecutivas, legislativas, judiciales, económicas y mediáticas, y el golpe consiste en hacerse con el control de ellas en parte o por entero. Eso lo vio muy bien Curzio Malaparte en su clásico Técnicas del golpe de Estado cuando señaló el 18 Brumario de Napoleón Bonaparte como el primer golpe de Estado moderno: en noviembre de 1799, un general, con un mínimo uso de la fuerza, se hace nombrar cónsul por el Consejo de los Ancianos, es decir, por el legítimo poder legislativo. No se derribó a un Estado para construir otro de nuevo cuño, sino que se produjo un cambio radical de poder dentro del propio Estado, con los instrumentos ya establecidos. Tales instrumentos no tienen por qué ser los institucionales, sino que también pueden ser los estrictamente materiales: cuando Trotski dirigió el golpe revolucionario de 1917 –bien lo señala Malaparte-, no se dirigió a la Duma, ya inservible, sino a las centrales eléctricas, las estaciones de ferrocarril y los puestos de correos.
El golpe siempre viene en una situación de excepción. En el caso de Bonaparte, la situación excepcional vino servida por la conspiración de los jacobinos contra el Gobierno. Algo parecido invocó Hitler para la “noche de los cuchillos largos”, en la que purgó a fondo su propio movimiento. La situación excepcional, en la que el poder queda colgando del vacío, es siempre propicia para estimular las ambiciones. Esa situación puede venir sola, al hilo de acontecimientos imprevistos –por ejemplo, una grave crisis sanitaria-, o puede ser provocada mediante una estrategia revolucionaria de desestabilización. En uno u otro caso, lo determinante es la aparición de una fuerza que se muestra dispuesta a cabalgar la situación excepcional para imponerse sobre cualquier adversario. Porque es verdad que en última instancia, como decía Carl Schmitt, soberano es quien decide en el estado de excepción. En condiciones normales de convivencia pacífica podemos hacer retórica con fórmulas como la de “soberanía popular”, pero el hecho es que soberano, en el sentido estrictamente etimológico del término, sólo es quien demuestra estar por encima de los demás, que eso quiere decir superanus. Y nada mejor que un estado de excepción para ponerlo a prueba.
Hoy, en un sistema complejo como es el nuestro, resulta poco imaginable un golpe al antiguo estilo, con ocupación de infraestructuras o neutralización de instituciones. Sin embargo, es perfectamente factible un golpe de Boletín Oficial que haga todas esas cosas de manera aséptica amparándose, por ejemplo, en una catástrofe natural o en un estado de alarma sanitaria, es decir, en una situación excepcional. Teóricamente, en nuestro ordenamiento jurídico, el poder ejecutivo no puede decretar tales estados sin pasar por el aval parlamentario, pero todos sabemos que el poder legislativo, en España, no es otra cosa que una prolongación de los partidos políticos y, por esa vía, del poder ejecutivo. Si además reducimos el Parlamento a cero, como acaba de hacer nuestro Gobierno, entonces estamos a un paso del golpe. Al menos, técnicamente hablando.
La situación es la que es: tenemos un poder ejecutivo que se ha arrogado funciones extremas y que ha emasculado literalmente a los otros dos poderes. La situación de excepción que ha propiciado el decreto de alarma permite ahora mismo al Gobierno hacer lo que le venga en gana. Tenemos las libertades de circulación y reunión suspendidas por razones sanitarias e intervenidas por las fuerzas de seguridad, y la libertad de expresión, confinada en la selva virtual de Internet. Habría que remontarse a los años cuarenta, en una situación de posguerra civil, para hallar un precedente de semejante acumulación de poder. Y hay que estar atentos a los próximos pasos, porque el estado de alarma va a prorrogarse quince días más y esto parece lejos de amainar.
José Javier Esparza
Publicado en rebelionenlagranja.com el 23/03/2020