Por el Prof. Javier Barraycoa
La liberación animal y la extinción del hombre
Peter Singer, junto a Paola Cavalieri (directora de la revista Etica & Animali), ha escrito últimamente La liberación animal. Si la teología de la liberación pretendía redimir a las clases más humildes, esta nueva religión ecológica pretende liberar a los animales de la opresión del hombre. Otra obra de los mismos autores, más radical si cabe, es The Great Ape Project. Equality beyond Humanity (El proyecto del gran mono. Igualdad con la Humanidad). En ella se defiende la tesis de que la dignidad de los monos, simios y gorilas sean asumidos en la Declaración de los Derechos del Hombre. El argumento usado es contundente: muchas veces estos simios demuestran una inteligencia superior a la de los hombres.
El problema de estos disonantes proyectos, que ya acceden a la ONU bajo forma de documentos y peticiones, es el nivel argumentativo. En la obra anteriormente mencionada podemos leer: «Los chimpancés, los perros, los cerdos y los miembros adultos de muchas especies superan con mucho a un niño que tenga dañado el cerebro, desde el punto de vista de su capacidad, que podría considerarse razonablemente como algo que da valor a la vida, ya que incluso con los cuidados más intensivos algunos niños con deficiencias graves no podrán alcanzar nunca la inteligencia de un perro». Singer y Cavalieri denuncian que frecuentemente se hable de los derechos de los minusválidos y de los disminuidos psíquicos y sin embargo no se contemple que el “coeficiente intelectual” de un simio o de un perro es superior al del disminuido psíquico. Los animales deben tener más derechos que los disminuidos. Evidentemente, en obras de este tipo, no faltan buenas palabras afirmando, a diestra y siniestra, que no se pretende rebajar la dignidad del hombre sino elevar la del animal. Pero ahí quedan los argumentos y las palabras.
Este “elevar” la dignidad de los animales no es nuevo y casi siempre se ha saldado con la desintegración de la dignidad humana. No podemos olvidar que desde la Ilustración, hasta nuestros días, han sido pensados proyectos para engendrar «subhombres». En el siglo XVIII, un tal Zimmerman había propuesto inseminar prostitutas de París con semen de orangutanes para configurar una nueva fuerza de trabajo obrero. Igualmente, Vacher de Lapougue (1845-1936) había propuesto la inseminación de orangutanes con semen humano para también engendrar obreros dóciles y robustos. En pleno siglo XX, Stalin soñó algo parecido, pero para crear un ejército invencible y barato. Envió a Ilya Ivanov en 1926 a África para estudiar qué tipo de simios podría cruzar con humanos. Tras un rotundo fracaso viajó al Instituto Pasteur donde intentó fecundar tres hembras de chimpancé con seres humanos. Un nuevo fracaso le llevó a la ciudad de Sokhumi (Kazajastan) donde definitivamente abandonó el proyecto. Por aquellas fechas, el famoso psicólogo Gordon Gallup, de la Universidad de Albany, aseguró haber conseguido la extraña hibridación, pero que el embrión había sido destruido.
Una de las obsesiones de Singer, y de otros partidarios de la Deep ecology, es el Código de Nuremberg. Este código ético surgió a raíz de la Segunda Guerra Mundial por el horror que causaron los experimentos nazis con seres humanos. En el artículo 3 se prohíbe la terapia experimental con personas siempre que no se haya experimentado primero con animales. La ciencia farmacológica y médica ha avanzado notablemente aplicando esta normativa. Sin embargo, el Código de Nuremberg no parece justo a los ecologistas radicales y piden su anulación ya que lo consideran una humillación para los animales. En ningún momento admiten que la supresión del artículo 3 condenaría a muerte a millones de hombres que no podrían beneficiarse de nuevos medicamentos.
Si por salvar el Planeta hay que dejar morir a millones de personas, la Deep Ecology acepta el precio. Rachel Carsno, por ejemplo, en su obra La primavera silenciosa, aboga por el abandono total del uso de insecticidas, especialmente en los países en vías de desarrollo. Lo que no se dice en este tipo de libros es que gracias a los insecticidas en países como Sri Lanka se pudo acabar con la malaria. En África el inicial descenso de la malaria dio paso a un nuevo incremento de esta mortal enfermedad. Organismos internacionales prohibieron que los Estados africanos fumigaran con el odiado DDT. Esta prohibición es especialmente estricta en los parques naturales (actualmente un 8% del territorio africano está protegido, incluyendo el mosquito que transmite la malaria). Más radicales fueron las declaraciones del fundador del WWF (World Wildlife Found), Felipe de Edimburgo: “En mi próxima reencarnación quiero ser virus mortal en el Tercer Mundo”. Este “filántropo” abogaba por una drástica reducción de la humanidad a tan solo 1.000 millones de personas. La conclusión es contundente: habría que suprimir a más de 5.000 millones de hombres. No estamos ante excentricidades, sino ante una verdadera filosofía. Greenpeace, por ejemplo, denunció a Estados Unidos por el envío de 26.000 toneladas de maíz a Zambia. Ante una hambruna el Gobierno norteamericano había decidido enviar maíz transgénico. Ante las presiones ecologistas ante la ONU, el alimento quedó almacenado poniendo en peligro la vida de 2,5 millones de personas.