Transcribimos a continuación la entrevista, publicada en adelantelafe.com el 29 de abril , a Mn. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Santa María de Astaná (Kazajstán). En la misma pone de manifiesto la falta de criterio evangélico a la hora de tomar las decisiones para enfrentarse a la pandemia.
Entrevista:
Diane Montagna: Excelencia, ¿qué impresión tiene en general de la manera en que está reaccionando la Iglesia a la epidemia de coronavirus?
Mi impresión general es que la gran mayoría de los obispos ha reaccionado con precipitación y pánico al prohibir toda Misa pública, y lo que es más incomprensible, cerrando los templos. Los obispos que han obrado así han reaccionado más como burócratas que como pastores. Al centrarse de forma casi exclusiva en las medidas higiénicas han perdido la perspectiva sobrenatural y quitado la prioridad al bien eterno de las almas.
La diócesis de Roma se ha apresurado a suspender todas las misas públicas accediendo a las directrices del Gobierno. Por todo el mundo, los prelados han tomado medidas por el estilo. En cambio, los obispos de Polonia han pedido que se celebren más misas para que se congreguen menos fieles en cada ocasión. ¿Qué opina de la decisión de suspender las misas públicas para impedir la propagación del virus?
Mientras los supermercados sigan abiertos y accesibles y pueda utilizarse el transporte público, no hay razón verosímil para prohibir que se asista a la Santa Misa en una iglesia. En los templos se pueden garantizar las mismas e incluso mejores medidas higiénicas preventivas, y tomarse otras medidas parecidas. Por ejemplo, antes de cada Misa se podrían desinfectar los bancos y las puertas, y todo el mundo podría desinfectarse las manos al entrar. Podría limitarse el número de asistentes y aumentar la frecuencia de las misas. John Magufuli, presidente de Tanzania, nos da un ejemplo magnífico de lo que es tener una perspectiva sobrenatural de las cosas en tiempo de epidemia. Magufuli, que es católico practicante, dijo el pasado día 22 (domingo de Laetare) en la catedral de San Pablo en Dodoma, capital del país: «A mis correligionarios cristianos, e incluso a los musulmanes, les insisto: no tengan miedo, no dejen de congregarse para alabar y glorificar a Dios. Por esa razón, nuestro Gobierno ha decidido no cerrar las iglesias y mezquitas. Al contrario, deben estar abiertas en todo momento para que se pueda acudir a Dios en busca de refugio. En los templos se puede buscar verdadera sanación, porque allí habita el Dios verdadero. No tengan miedo de alabar a Dios y buscar su rostro en la iglesia».
Y de la Eucaristía, Magufuli expresó estas alentadoras palabras: «El coronavirus no puede sobrevivir en el Cuerpo eucarístico de Cristo, no tarda en consumirse . Por eso, no he tenido el más mínimo miedo al comulgar, porque sé que Jesús está en la Eucaristía; no corro peligro. Es hora de edificar nuestra fe en Dios».
¿Le parece una actitud responsable que un sacerdote celebre una Misa privada con unos pocos fieles presentes, tomando las debidas precauciones?
Lo es, y además meritoria. Sería un verdadero acto pastoral, siempre y cuando el sacerdote tomara las debidas precauciones, claro.
Los sacerdotes se ven en un aprieto. Algunos buenos sacerdotes son objeto de críticas por obedecer las directrices impuestas por sus obispos de suspender las misas públicas (aunque siguen celebrando privadas). Otros se ingenian maneras de confesar sin comprometer la salud de los fieles. ¿Qué aconsejaría a los sacerdotes que para que puedan sacar el mejor fruto de su ministerio en estos momentos?
Los sacerdotes deben tener presente que por encima de todo son pastores de almas inmortales. Deben ser imitadores de Cristo, que dijo: «El buen pastor pone su vida por las ovejas. Mas el mercenario, el que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, viendo venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa; porque es mercenario y no tiene interés en las ovejas. Yo soy el pastor bueno, y conozco las mías, y las mías me conocen» (Jn. 10, 11-14). Si un sacerdote observa de modo razonable y juicioso todas las medidas higiénicas, no está obligado a obedecer las directrices de su obispo o de las autoridades suspendiendo la Misa para los fieles. Tales directrices son meras normas humanas; pero la ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas. En una situación así, los sacerdotes tienen que ingeniárselas mucho a fin de facilitar a los fieles, aunque sea un grupo pequeño, la celebración de la Santa Misa y la recepción de los sacramentos. Ésa ha sido siempre la conducta pastoral de todos los sacerdotes confesores y mártires en tiempos de persecución.
¿Hay casos en que sea legítimo desobedecer a las autoridades, y en concreto a las eclesiásticas, por parte de los sacerdotes (por ejemplo, si le dicen que no vaya a visitar a los enfermos y moribundos?
Si las autoridades eclesiásticas le prohíben a un sacerdote visitar a los enfermos y moribundos, no puede obedecer. Semejante prohibición es un abuso de autoridad. Cristo no confirió a los obispos autoridad para prohibir que se visitara a los enfermos y agonizantes. El verdadero sacerdote hace todo lo que está en sus manos para visitar a un moribundo. Muchos sacerdotes lo han hecho aun a riesgo de su vida, ya fuera en caso de persecución o de epidemias. Se han dado numerosos ejemplos en la historia de la Iglesia. Por ejemplo, San Carlos Borromeo dio la Sagrada Comunión en la lengua y con sus propias manos a personas que estaban muriendo de peste. En nuestros tiempos hemos conocido ejemplos conmovedores y edificantes, en particular en la región de Bérgamo, al norte de Italia, de sacerdotes que se contagiaron y murieron por cuidar de enfermos aquejados de coronavirus. Hace unos día falleció en ese mismo país un sacerdote de 72 años que padecía la enfermedad, y renunció al respirador –sin el cual no podía sobrevivir– para dárselo a un paciente más joven. No visitar a los enfermos y moribundos es una actitud más propia de asalariados que de buenos pastores.
Vuestra Excelencia pasó los primeros años de su vida en la Iglesia clandestina de la Unión Soviética. ¿Qué aconsejaría a los fieles que no pueden asistir a Misa, y en algunos casos ni siquiera adorar al Santísimo Sacramento por haberse cerrado las iglesias de su diócesis?
Animaría a esos fieles a hacer actos frecuentes de Comunión espiritual. Podrían leer las lecturas del propio y el ordinario de la Misa de cada día y meditar en ellas. Podrían enviar a sus santos ángeles custodios a adorar a Jesús en el Tabernáculo de parte de ellos. Podrían unirse espiritualmente a todos los cristianos encarcelados por su fe, a todos los cristianos enfermos impedidos de ir a Misa, a todos los cristianos que mueren privados de los sacramentos. Dios colmará de gracias esta época de privación temporal de la Santa Misa y el Santísimo Sacramento.
Hace poco la Santa Sede anunció que las celebraciones litúrgicas de Semana Santa y Pascua tendrán lugar sin los fieles presentes. Más tarde especificó que se están estudiando maneras de participar que tengan en cuenta las medidas de seguridad destinadas a impedir la propagación del coronavirus. ¿Qué le parece esta decisión?
En vista de las estrictas prohibiciones de reuniones multitudinarias impuestas por las autoridades italianas, se entiende que el Papa no pueda celebrar los oficios de Semana Santa ante una numerosa congregación de fieles. A mí me parece que podría celebrarlos con toda dignidad y sin abreviarlos, por ejemplo en la Capilla Sixtina (como era costumbre de los pontífices antes del Concilio) con la participación del clero (cardenales, sacerdotes, etc.) y un grupo selecto de fieles que hubiesen tomado previamente las oportunas medidas de higiene. No parece lógico prohibir la bendición del fuego, la del agua y los bautismos en la Vigilia Pascual, como si con esos actos pudiera propagarse virus. El sentido común y la perspectiva sobrenatural han sido superados por un miedo casi patológico.
Excelencia, ¿qué revela la actitud de las autoridades eclesiásticas ante el coronavirus del estado de la Iglesia, y en particular de la jerarquía?
La pérdida de perspectiva espiritual es sintomática. En las últimas décadas, muchos miembros de la jerarquía han estado metidos más que nada en asuntos seculares, mundanos y temporales, y con ello han perdido de vista las realidades sobrenaturales y eternas. Se les ha nublado la vista con el polvo de ocupaciones mundanas, como dijo en una ocasión San Gregorio Magno (V. Regula pastoralis II, 7). Su manera de reaccionar ante la epidemia ha puesto de manifiesto que dan más importancia a los cuerpos mortales que a las almas inmortales de los hombres, olvidando las palabras de Nuestro Señor: «¿De qué servirá al hombre ganar el mundo entero, y perder su vida?» (Mc. 8,36). Los mismos prelados que ahora tratan de impedir (a veces con medidas desproporcionadas) que se contagie el cuerpo de sus feligreses con un virus material, permiten como si tal cosa que los tóxico virus de enseñanzas y prácticas heréticas se esparzan entre su grey.
Hace poco el cardenal Vincent Nichols dijo que cuando pase la epidemia habrá un hambre renovada de la Eucaristía. ¿Está de acuerdo?
Espero que esas palabras se cumplan en el caso de muchos católicos. Es una experiencia común entre los hombres que la privación prolongada de una realidad importante avive el ansia de ella. Ése es el caso de todos los creen de verdad en la Eucaristía y la aman. Una experiencia así también ayuda a reflexionar más a fondo en el sentido y valor de la Sagrada Eucaristía. Es posible que los católicos que estaban tan acostumbrados al Santísimo que les parecía algo de todos los días experimenten una conversión espiritual y se den cuenta a partir de ahora de que la Sagrada Eucaristía es algo extraordinario y sublime.
El pasado domingo 15 de marzo el papa Francisco acudió a rezar ante la imagen de la Virgen Salus Populi Romani en la basílica de Santa María la Mayor y ante el cristo milagroso de la iglesia de San Marcelo en el Corso. ¿Cree que es importante que los obispos y cardenales realicen actos similares de culto público para poner fin a la epidemia?
El ejemplo del papa Francisco puede animar a muchos prelados a celebrar actos públicos parecidos de fe y oración y a dar muestras concretas de penitencia implorando a Dios que detenga la plaga. Se podría recomendar que los obispos y sacerdotes recorriesen con frecuencia las calles de sus ciudades portando al Santísimo Sacramento en la custodia acompañados por un número reducido de sacerdotes o fieles (uno, dos o tres), dependiendo de las normas que hayan establecido las autoridades civiles. Esas procesiones eucarísticas transmitirían a los fieles y al resto de la ciudadanía el consuelo y la alegría de saber que no están solos en las situaciones difíciles. Que el Señor está verdaderamente con ellos, que la Iglesia es una madre que nunca se ha olvidado de sus hijos ni los ha abandonado. Se podría iniciar una cadena mundial de custodias que llevaran a Jesús-Eucaristía por las calles de todo el planeta. Esas miniprocesiones eucarísticas, aunque el obispo o sacerdote saliera solo llevando al Señor, impetrarán gracias de sanación y conversión física y espiritual.
La epidemia de coronavirus estalló en China poco después del Sínodo para la Amazonía. Algunos periodistas están convencidos de que se trata de un castigo divino por los actos realizados con el ídolo de la Pachamama en el Vaticano, mientras que para otros es un castigo por el acuerdo entre China y el Vaticano. ¿Cree que alguna de las dos opiniones es correcta?
En mi opinión, la epidemia del coronavirus es sin duda una intervención divina para castigar y purificar al mundo pecador, y también a la Iglesia. No debemos olvidar que Nuestro Señor Jesucristo veía las catástrofes físicas como castigos de Dios. Leemos, por ejemplo, lo siguiente: «En aquel momento llegaron algunas personas a traerle la noticia de esos galileos cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios. Y respondiendoles dilo: “¿Pensáis que estos galileos fueron los más pecadores de todos los galileos, porque han sufrido estas cosas? Os digo que de ninguna manera, sino que todos pereceréis igualmente si no os arrepentís. O bien aquellos dieciocho, sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que de ninguna manera sino que todos pereceréis igualmente si no os convertís”» (Lc.13, 1-5).
El culto de que fue objeto el ídolo pagano de la Pachamama al interior del Vaticano con el aval del Papa fue sin duda un grave pecado de infidelidad al Primer Mandamiento del Decálogo, una abominación. Todo intento de restar importancia a ese acto de veneración se derrumba por el peso de la prueba y de la razón. Yo diría que esos actos idolátricos fueron la culminación de una serie de infidelidades en lo que se refiere a guardar el sagrado depósito de la Fe por parte de muchos miembros de los grados más altos de la jerarquía en las últimas décadas. No tengo certeza absoluta de que el brote del coronavirus haya sido castigo de Dios por lo de la Pachamama en el Vaticano, pero no tiene nada de rebuscado entenderlo así. Ya en los primeros tiempos de la Iglesia, Cristo reprendió a los obispos (ángeles) de las iglesias de Pérgamo y Tiatira por su tolerancia de la idolatría y el adulterio. La figura de Jezabel, que sedujo a la iglesia con la idolatría y la fornicación (V. Ap. 2,20) se podría entender también cómo un símbolo del mundo actual con el que juguetean muchos que ocupan altos cargos en la Iglesia.
Estas palabras de Cristo siguen igual de válidas hoy: «He aquí que a ella la arrojo en cama, y a los que adulteren con ella, (los arrojo) en grande tribulación, si no se arrepienten de las obras de ella. Castigaré a sus hijos con la muerte, y conocerán todas las Iglesias que Yo soy el que escudriño entrañas y corazones; y retribuiré a cada uno de vosotros conforme a vuestras obras» (Apoc. 2,22-23). Cristo amenazó con castigos ý exhortó a las iglesias a arrepentirse: «Tengo contra ti algunas pocas cosas, por cuanto tienes allí a quienes han abrazado la doctrina […]para que comiesen de los sacrificios de los ídolos y cometiesen fornicación. Arrepiéntete, pues; que si no, vengo a ti presto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca» (Apoc. 2, 14-16). Estoy convencido de que Cristo les diría lo mismo al papa Francisco y a los otros obispos que consintieron el culto idolátrico a la Pachamama y avalan implícitamente las relaciones sexuales fuera de un matrimonio válido al permitir que los divorciados que se han vuelto a casar reciban la Sagrada Comunión.
Vuestra Excelencia ha citado los Evangelios y el Apocalipsis. ¿La manera en que Dios dealt sus hijos en el Antiguo Testamento nos ayuda a entender en alguna medida la situación actual?
A mi modo de ver, la situación que ha creado la epidemia de coronavirus en el seno de la Iglesia es muy singular: se han prohibido las misas públicas en casi todo el mundo. Hasta cierto punto es equivalente a la prohibición del culto cristiano en todo el Imperio Romano durante los tres primeros siglos. Ahora bien, esta situación actual no tiene precedentes, porque en nuestro caso la prohibición del culto público fue decretada por obispos católicos, antes incluso de que las autoridades civiles dictaran disposiciones en ese sentido.
En cierta forma, la situación actual se puede comparar con el cese del sacrificio en el templo de Jerusalén mientras el Pueblo Escogido de Dios soportó la Cautividad de Babilonia. En la Biblia los castigos divinos se consideraban una gracia, como vemos en estos versículos: «Feliz el hombre a quien Dios corrige. No desprecies la corrección del Omnipotente. Él hace la llaga, y la venda; Él hiere y sana con sus manos» (Job 5,17-18). «Yo reprendo y castigo a todos los que amo. Ten, pues, ardor y conviértete» (Apoc.3,19). La única reacción que cabe en tribulaciones, catástrofes, epidemias y situaciones por el estilo –todas ellas instrumentos en manos de la Divina Providencia para despertar a los hombres del sueño del pecado y la indiferencia hacia los mandamientos de Dios y la vida eterna– es la penitencia y una sincera conversión a Dios. En la siguiente oración, el profeta Daniel da a los fieles de todos los tiempos un ejemplo de cuál debe ser su verdadera actitud y de cómo deben desempeñarse y rezar en tiempos difíciles: «Todo Israel ha traspasado tu Ley y se ha apartado para no oír tu voz […] Inclina, Dios mío, tu oído y escucha; abre tus ojos y mira nuestras ruinas, y a la ciudad, sobre la cual ha sido invocado tu Nombre pues derramamos nuestros ruegos ante tu rostro, confiando, no en nuestras justicias, sino en tus grandes misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Perdona, Señor! ¡Presta atención, Señor, y obra! ¡No tardes, por amor de Ti, oh Dios mío!, porque sobre tu ciudad y tu pueblo ha sido invocado tu Nombre» (Dan. 9,11; 18-19).
San Roberto Belarmino escribió: «Son señales ciertas de la venida del Anticristo […] la última y mayor de las persecuciones, y la cesación del completa del sacrificio público» (La profecía de Daniel, p.37-38). ¿Cree que hablaba de lo que sucede ahora? ¿Es éste el comienzo del gran castigo predicho en el libro del Apocalipsis?
La situación que estamos viviendo nos brinda fundamentos más que razonables para pensar que nos hallamos a las puertas de los tiempos apocalípticos, que comprenderán castigos divinos. Nuestro Señor aludió a la profecía de Daniel: «Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo –el que lee, entiéndalo– …». Dice el Apocalipsis que la Iglesia tendrá que huir por un tiempo al desierto (V. Apoc.12,14). La interrupción casi general del Sacrificio público de la Misa se podría interpretar como una huida a un desierto espiritual. Lo lamentable de esta situación es que muchos integrantes de la jerarquía católica no se dan cuenta de que la situación que vivimos es de tribulación. No la ven como un castigo divino, es decir, como una visita de Dios en el sentido bíblico. Estas palabras del Señor se aplican a muchos sacerdotes en medio de la epidemia física y espiritual que atravesamos: «No conociste el tiempo en que has sido visitada» (Lc.19,44). Este fuego que arde para prueba (cf.1 Pe. 4,12) tienen que tomárselo en serio el Papa y los prelados a fin de que dirijan a toda la Iglesia a una profunda conversión. En caso contrario, se podrá aplicar a esta situación la moraleja de la historia que contaba Sören Kierkegaard: «En un teatro, se produjo un incendio entre bastidores. El payaso salió al escenario para advertir a los espectadores. Éstos creyeron que se trataba de un chiste, y aplaudieron. Lo repitió, y los aplausos fueron más atronadores. Yo creo que será así como acabe el mundo: en medio del aplauso general de los genios a los que le parece una broma».
¿Cuál es el sentido más profundo de todo esto, Excelencia?
Esto de que se hayan interrumpido la Santa Misa y la Sagrada Comunión sacramental es tan grave y tan inaudito que es posible discernir un sentido más profundo detrás de ello. Se ha producido a los cincuenta años de la introducción de la Comunión en la mano (1969) y de la reforma radical del rito de la Misa (1969/1970), que tiene elementos protestatizantes (las oraciones del Ofertorio) y una forma de celebración horizontal e instructiva (momentos en que se permite improvisar, celebración en círculo cerrado y cara a los feligreses). La práctica de recibir la Comunión en la mano desde hace cincuenta años ha traído consigo una profanación –en unos casos intencional y en otros no– del Cuerpo eucarístico de Cristo a unos niveles nunca vistos. Durante más de cincuenta años, el Cuerpo de Cristo ha sido (en la mayoría de los casos intencionadamente) pisoteado por sacerdotes y laicos en las iglesias católicas del mundo entero. El robo de hostias consagradas se ha incrementado igualmente a un ritmo alarmante. El gesto de tomar la Comunión en la propia mano, y con los propios dedos, se parece más que nunca a lo que se hace al comer el alimento mundano. A no pocos católicos, la costumbre de recibir la Comunión en la mano les ha disminuido la fe en la Presencia Real, en la transustanciación y en el carácter sublime de la Hostia consagrada. Con el tiempo, la presencia eucarística de Cristo se ha convertido de modo inconsciente para esos fieles en una especie de pan bendito o simbólico. Ahora ha intervenido el Señor privando a casi todos los fieles de asistir a la Santa Misa y recibir sacramentalmente la Sagrada Comunión.
Justos y pecadores están soportando juntos esta tribulación, ya que en el misterio de la Iglesia están unidos entre sí como miembros de un mismo cuerpo. «Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros» (1 Cor. 12,26). El Papa y los obispos podrían entender la interrupción actual de la Santa Misa pública y la Sagrada Comunión como una reprensión de Dios por los cincuenta años que llevamos de profanaciones y trivializaciones de la Eucaristía, y al mismo tiempo como una exhortación misericordiosa a una auténtica conversión eucarística de toda la Iglesia. Ojalá el Espíritu Santo conmueva al Sumo Pontífice y a los prelados y los inspire a decretar normas litúrgicas concretas para que el culto eucarístico de toda la Iglesia se purifique y vuelva a orientarse al Señor.
Se podría proponer que el Papa realizara en Roma junto los cardenales y los obispos un acto público de reparación por los pecados contra la Sagrada Eucaristía y por los actos de culto de las estatuillas de la Pachamama. En cuanto termine la actual tribulación, el Papa debería decretar unas normas litúrgicas con las que invitara a toda la Iglesia a dirigirse nuevamente al Señor en la manera de celebrar; dicho de otro modo: que el celebrante y los fieles miren en la misma dirección durante la Misa. El Sumo Pontífice debería igualmente prohibir la comunión en la mano, porque la Iglesia no puede seguir tratando impunemente al Santísimo en la Hostia consagrada de una forma tan minimalista y peligrosa.
La siguiente oración de Azarías en el horno de fuego, que rezan los sacerdotes durante el Ofertorio, podría inspirar al Papa y a los obispos para tomar medidas concretas a fin de hacer reparación y restablecer la gloria del Sacrificio Eucarístico y de Jesús Eucaristía: «Recíbenos Tú, contritos de corazón, y con espíritu humillado. Como el holocausto de los carneros y toros, y los millares de gordos corderos. Así sea hoy nuestro sacrificio delante de Ti, para que te sea acepto; pues jamás quedan confundidos los que en Ti confían. Te seguimos ahora de todo corazón, y te tememos, y buscamos tu rostro. No quieras confundirnos; haz con nosotros según la mansedumbre tuya, y según tu grandísima misericordia. Líbranos con tus prodigios, y glorifica, oh Señor, tu Nombre» (Dan.3, 39-43).
(Artículo original. Traducido por Bruno de la Inmaculada)