ARZOBISPO.
PROTECTOR contra las pestes y las epidemias.
Festividad: 10 de Abril.
Mediado el siglo X nació de una de las más nobles familias de Armenia el que más tarde debía edificar al Oriente y al Occidente con la santidad de su vida y asombrar al mundo entero con sus numerosos milagros.
Sus padres, Miguel y María —ricos en bienes terrenos, pero aun más en los de la gracia—, recibieron como un don del Señor al tierno infante y se apresuraron a purificarle en las aguas regeneradoras del Bautismo.
El pastor de la diócesis era un virtuoso prelado llamado Macario -nombre que en griego significa bienvenido- y a él fue presentado el niño. El patriarca quiso ser su padrino y le impuso su nombre. Siendo ya viejo y achacoso por los trabajos incesantes de un fecundo apostolado, pidió que le confiasen este niño apenas llegara a la edad de estudiar. Miguel y María aceptaron la proposición y regresaron a su morada gozosos, bendiciendo a Dios que así los consolaba en sus últimos días.
Los primeros años del joven Macario fueron humildes, inocentes y puros; se deslizaron en el seno de la familia y en los brazos maternales, donde bebió, en la doble fuente de las lecciones y ejemplos, el gusto a la piedad y a la virtud. Muy joven aún dejó a sus padres que le dieron su bendición y prudentes consejos.
Su padrino le recibió gozoso, y en poco tiempo, encantado de su dulzura y amabilidad, le tomó el cariño de padre. Los adelantos del discípulo fueron notables, particularmente en el estudio de las Sagradas Escrituras; pero lo que Dios amaba más en él eran su tierna y cándida piedad, su amor a la oración y su ardor en el rezo del Oficio divino. A ejemplo de su anciano maestro aplicábase sobre todo a la meditación de las cosas divinas. Los placeres del mundo le inspiraban un horror extraordinario y su sola ambición consistía en amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual movió a su tío a conferirle las sagradas órdenes, elevándole a la dignidad de sacerdote. Apenas se vio en el estado eclesiástico, fue modelo y ejemplar de toda la clerecía. Habiéndole encomendado negocios muy importantes, se portó en todos con tanta edificación y los desempeñó con tanto acierto, que le consideraban ya todos como digno sucesor de su ejemplar arzobispo.
Algunos hacen del joven Macario un monje basilio: ello es posible, ya que la orden de San Basilio, fundada hacia el 362, se extendió rápidamente por todo el Oriente y fue semillero de obispos y religiosos sabios y piadosos.
El santo anciano no cesaba de bendecir a Dios por haberle dado tal discípulo. De día en día se sentía aproximar a la tumba; pronto tendría que dejar su querido rebaño y quería escoger un digno sucesor. El joven Macario había crecido en edad y en santidad y sobre él recayó la elección del arzobispo. Por orden de éste congregose el pueblo en el templo; el discípulo, no sospechando nada, acompañó como de costumbre a su venerado maestro; reunidos todos los fieles esperaban en silencio que el pastor tomase la palabra. Hízolo en estos términos:
—Hermanos muy amados en Cristo; ha llegado para mí la hora de volver a Dios, de dejaros en esta tierra; sólo tengo un deseo al morir y es el de daros por pastor un digno ministro de Jesucristo. Vuestra elección es libre y no quiero ejercer con respecto a ella la menor sombra de presión. Con todo, permitid que os recomiende a quien a mi lado ha crecido…
No pudo terminar; el pueblo, que primero lloraba pensando en la separación de su padre, se consoló al pensar le sucedería su discípulo.
—Sí, dadnos a Macario por pastor —exclamaron con voz unánime—; sólo a él queremos.
No fue tan fácil lograr su consentimiento como lo había sido conseguir la aclamación de la clerecía y del pueblo. Cuanto más le deseaban los otros por arzobispo, más indigno se juzgaba él de aquella dignidad; pero, al fin, habiendo muerto el santo viejo, se vio precisado Macario a rendirse a las disposiciones del cielo. Fue consagrado y colocado en la silla arzobispal con universal aplauso.
Esta dignidad no le enorgulleció; siguió mostrándose sencillo y procurando por sus delicadas atenciones, su mansedumbre y su humildad hacer olvidar la alta dignidad a que le habían elevado y que tanto ofendía a su modestia.
«Dios, cuando creó el corazón del hombre—ha dicho Bossuet—, lo primero que en él puso fue la bondad.» Este es, en efecto, el carácter principal de Macario. Los pobres acudían a él confiadamente y nunca los despedía con las manos vacías; consolaba a los afligidos, curaba todos los dolores con el bálsamo de sus oraciones, apaciguaba las disputas y reconciliaba entre sí a los que antes se odiaban. Brillaban en él todas las virtudes, y se le daba como modelo de prelados.
Devorábale el celo de la casa de Dios. Gustaba de adornar con sus propias manos los templos consagrados al culto y no omitía nada para hacerlos menos indignos del Señor que habitaba en ellos. Predicador incansable, derramaba en las almas la semilla fecunda de la palabra divina, pintaba la virtud con los más seductores colores y hacía crecer en los corazones la caridad, la paz, y demás virtudes cristianas.
Aunque no negaba a su cuerpo el alimento necesario, bajo sus hábitos pontificales llevaba un áspero cilicio y descansaba sobre unas tablas las pocas horas que concedía al sueño. Pero necesitaríamos muy largo espacio, si quisiéramos enumerar las virtudes sacerdotales y pastorales que adornaron el alma de Macario haciendo de él un verdadero ministro de Jesucristo, es decir, la imagen viva de todas las virtudes. Diremos, sin embargo, que cuando rezaba, derramaba lágrimas con tanta abundancia que debía tener siempre a mano un pañuelo para enjugarlas.
La casa del piadoso arzobispo estaba abierta para todos, pero en particular para los enfermos; alimentábalos, procurábales leña para que se calentasen, los socorría con su pan y dinero. Cuanto más desgraciados eran más los amaba y se complacía en llamar a los leprosos «sus amigos». Entre ellos había uno más miserable y más afligido por tan cruel enfermedad, que buscaba desde hacía mucho tiempo un medio para poner fin a sus males; por último, se le ocurrió un feliz pensamiento. Un día, uno de ellos reparó que el santo arzobispo, después de haber derramado abundantes lágrimas ante un Crucifijo, se retiró a su palacio olvidándose de recoger el pañuelo, lo tomó el leproso y, mojado como estaba aún por las lágrimas del Santo, lo aplicó a su ulcerado cuerpo: la lepra desapareció al momento.
Cuantos recibían alguna cosa de manos de Macario, quedaban inmediata mente curados y hasta el agua con que se lavaba las manos tenía la virtud de curar toda clase de enfermedades.
La fama de las virtudes de Macario crecía cada día; las gentes de todas partes acudían a él. En medio de esa popularidad se creía cada vez más indigno. Aspiraba siempre a mayor santidad y desprendimiento de sí mismo. Cuando vio que en su ciudad arzobispal le veneraban como santo, comenzó a mirarse con tedio y con horror. Habiendo dado a los pobres todo lo que tenía, renunció a su dignidad pontifical e hizo nombrar sucesor suyo a Eleuterio, hombre piadoso y venerable. Luego abrazó la ruda profesión de peregrino y mendicante, llevando consigo a cuatro amigos, tan notables por su piedad como por el deseo de la perfección.
Libre ya de todo y hecho pobre voluntario a ejemplo de Jesucristo, lo abandonó todo. A pesar de las lágrimas de su querido rebaño, siguiendo la inspiración del cielo emprendió el viaje para visitar la tierra privilegiada donde el divino Maestro se revistió de nuestra carne y pasó su vida mortal. ¡Con cuánto amor besaba aquella tierra hollada por las plantas del Redentor! No desperdiciaba ningún recuerdo, ninguna circunstancia que pudiera despertar su amor y su agradecimiento.
Comenzó por Cafamaún, la primera ciudad que tuvo la dicha de oír la palabra del divino Maestro y a la que el Evangelista llama «la ciudad de Jesús». Luego pasó a Naim, donde fue resucitado el hijo de la viuda; a Caná, en donde se cambió el agua en vino; a Nazaret, en donde la Virgen María concibió a su divino Hijo y transcurrieron los primeros años del Salvador junto a María y José. Veneró también las cenizas de San Juan Bautista, de Eliseo y de Abdías y lloró los pecados de los hombres en la roca en que Amos lamentaba en otro tiempo los extravíos del pueblo de Israel. No podía alejarse del huerto de Getsemaní: parecíale ver aún a la Víctima divina bebiendo el cáliz de la amargura y sudando gotas de sangre por nuestros pecados. Por fin, dirigió sus pasos a Jerusalén, en donde esperaba morir de amor como su divino Modelo. Era el año 1006. Su fama le había precedido. El patriarca Juan salió a su encuentro y retúvole por algún tiempo en su casa; ¡qué feliz se sentía en aquella ciudad, perfumada aún con la sangre divina, y en la que fue vencido el infierno y rescatado el mundo!
El piadoso peregrino era la admiración tanto de los sarracenos como de los cristianos. A todos enseñaba la única verdadera Fe; a todos hablaba de Jesucristo con amor. Muchos se convirtieron; pero los que resistieron a la gracia, animados de odio violento, se apoderaron de él y le encerraron en la cárcel. Para hacer mofa de la doctrina que predicaba, le extendieron en tierra en forma de cruz, le sujetaron los pies y las manos con cuerdas y clavos y le pusieron sobre el pecho una gran piedra recalentada. Todo lo sufrió Macario con invencible constancia; pero Dios se contentó con el deseo del martirio.
En el calabozo, en donde por fin le echaron, se le apareció un ángel, cercado de luz resplandeciente, que le habló en estos términos:
—Levántate, Macario; levántate, servidor de Cristo, y ve a anunciar de nuevo la Palabra de Dios a tus perseguidores.
El mártir se levanta al momento, las cadenas que le sujetan se rompen, las puertas de la cárcel se abren ante él y aparece en medio de sus enemigos. Éstos, maravillados de ver lleno de vigor y de vida al que creían muerto, caen a sus pies, le piden perdón y le suplican que les administre el Bautismo. Apresúrase Macario a acceder a sus deseos, pero antes les habla del amor de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Salvador, y les enseña los misterios de nuestra Fe.
Pronto, como en Antioquía, las multitudes acuden presurosas para oír la palabra del siervo de Dios. Como un padre entre sus hijos, bendice, consuela, anima y absuelve. Una palabra suya, una oración, una ardiente jaculatoria de amor divino le bastan para curar todas las enfermedades que se presentan a su paso.
Un día, cuando nuestro Santo anunciaba la palabra de Dios, vio venir hacia él a un noble anciano sarraceno, sordo y mudo desde los nueve años; además tenía secos los dedos de la mano derecha. Movido a compasión, Macario hizo oración por él y al momento quedó completamente curado. Este milagro convirtió a gran número de infieles, que lloraban sus pecados y recibieron el Bautismo. Pero en medio de esta admiración universal, la humildad de Macario sufría y por esto buscó el Santo un lugar solitario donde pudiera entregarse a la penitencia.
Entretanto, en Antioquía se inquietaban por la prolongada ausencia del santo arzobispo. Ya no era el pastor el que buscaba inquieto las ovejas extraviadas, sino el rebaño el que lloraba la ausencia de su pastor. Los parientes de Macario enviaron en su busca emisarios con orden de traerle con súplicas o a la fuerza.
Dieron pronto con el Santo, porque, ¿quién no conocía de vista o de oídas en Tierra Santa al piadoso peregrino, al ilustre taumaturgo? Pero ni los ruegos ni las amenazas pudieron convencerle. En vano le hicieron ver los impacientes deseos de sus ovejas, las lágrimas de su familia, la inconsolable tristeza de sus amigos; todo fue inútil: el hombre de Dios no quiso seguir más que la inspiración de su Divino Maestro. Llegaron a emplear las amenazas y hasta la violencia; pero Dios, que desde lo alto del cielo velaba sobre su servidor, hirió de ceguera a los atrevidos que osaron tocarle para tomarlo y llevárselo. Éstos, reconociendo su culpa y humillados, no osaron quejarse; pero el santo arzobispo, olvidando la injuria que le habían hecho, hizo el signo de la cruz sobre sus ojos y los curó al instante. Díjoles entonces:
—Id ahora y decid al pueblo de Antioquía que no llore más a su pastor, que pronto dejará la tierra por las alegrías de la patria celestial, desde donde velará por él y le bendecirá.
Macario continuó su camino, bendiciendo a Dios, hablando de Cristo a cuantos veía y curando a los enfermos que a él se presentaban.
Un día encontró a varios cristianos que iban a Jerusalén llevando consigo a un pobre ciego. El santo peregrino se acercó a éste y le dijo:
—¿Adonde vas?
—A Jerusalén, si Dios quiere.
Macario se echó a llorar, pidiendo a Dios se apiadara de aquella pobre
criatura.
—Hermanos —dijo a los peregrinos—, invocad conmigo al Señor. Ya sabéis que ese Dios bondadoso se halla siempre en medio de los que se reúnen en su nombre. Cristo, luz verdadera, está, pues, en medio de nosotros y nadie puede tener los ojos cerrados mientras esta luz benéfica derrama sus rayos esplendorosos.
Arrodilláronse todos y ardiente oración brotó de su corazón; y los ojos del ciego se abrieron. Pero al mismo tiempo que la luz material, recibió éste en su alma las divinas luces de la gracia; lleno de amor y agradecimiento por Cristo, apresuró su viaje al Santo Sepulcro, y, como en otro tiempo San Juan, llegó el primero de todos sus compañeros.
El arzobispo prosiguió su camino por tierras áridas y bajo un sol ardiente. La sed devoraba a sus acompañantes, que no encontraban en el camino ni rastro de arroyo o fuente. Después de haber excavado en vano la tierra en diferentes sitios por ver si hallaban agua, se tendieron en la arena aguardando la muerte, lo cual visto por Macario y movido a compasión, les dijo:
—Hijos míos, nada puede faltar a los que temen a Dios y en Él confían. Los que están sedientos tendrán agua en abundancia y los que creen se saciarán en la fuentes de agua viva.
Hizo al mismo tiempo la señal de la cruz en la tierra con su crucifijo y el agua brotó al instante. Dios permitió que el manantial no se secase nunca para perpetuar en los siglos venideros el recuerdo de su piadoso servidor.
Animado por el deseo de visitar los lugares de Occidente embalsamados por la vida de muchos santos, Macario se embarcó, atravesó el Epiro, la Dalmacia y llegó hasta Baviera y de allí a Flandes, después de haber pasado por Maguncia, Colonia, Malinas, Cambrai y Tournai. Enumerar todos los milagros que hizo durante este largo viaje seria imposible. Parece que Dios se complacía en señalar cada una de sus jornadas con alguna nueva maravilla. En Baviera curó de un mal incurable a la esposa del señor Adalberto, que le hospedó en su casa; en Colonia devolvió la salud a su huésped, que sufría de lamparones; en Malinas apagó un violento incendio, que amenazaba a una iglesia vecina y tal vez a la población entera; en Maubeuge, en donde permaneció por algún tiempo, para rezar junto a las reliquias de Santa Aldegunda, un sirviente de su huésped, habiéndose burlado afrentosamente de la actitud respetuosa del dueño de la casa, quedó cubierto repentinamente de lepra; en Cambrai se abrieron ante él las puertas de la iglesia de Nuestra Señora, de la cual le había arrojado el sacristán; en Tournai apaciguó una revuelta tan imponente que no la habían podido dominar los soldados del conde Balduino.
Ya hacía mucho tiempo que el santo peregrino soportaba las fatigas de aquel largo y penoso viaje, cuando llegó al monasterio de San Bavón, en Gante, en el año 1011. Allí, como en todas partes, se extendió la fama de su santidad. Presentábanle numerosos enfermos y a todos los curaba. Un simple signo hecho con la mano bastaba —dice su biógrafo— para desatar la lengua a los paralíticos y devolver el oído a los sordos.
Sin embargo, abrumado por el peso de las dolencias y achaques, Macario sentía que el momento de trocar esta tierra de destierro por la patria verdadera se aproximaba, y hubiera deseado ver por última vez a su rebaño, que hacía tanto tiempo había dejado. Pero Dios no permitió que su siervo abandonase la ciudad que le había dado hospitalidad.
Acometido por una peligrosa enfermedad, el santo anciano curó después de una visión que tuvo de San Bavón, de San Landoaldo y otros varios santos. Cinco meses después, Macario se disponía a volver de nuevo a Armenia, cuando una peste terrible vino a desolar los Países Bajos. En Gante no bastaban los supervivientes para enterrar a los muertos. Ya toda esperanza humana de salvación parecía perdida, cuando, por inspiración del cielo, el pueblo acudió en tropel al sepulcro de los santos de la ciudad, conjurándoles que apaciguasen la cólera divina; organizáronse procesiones y se ordenó un ayuno público; ya sólo se confiaba en el socorro del Todopoderoso.
Al tercer día el azote continuaba sus estragos, y sin embargo Macario estaba más alegre que de costumbre. Esto provenía de que Dios le había hablado en el fondo del corazón, manifestándole que le escogía para expiar los crímenes de los pecadores y ser víctima por sus culpas: precisamente era eso lo que Macario había deseado siempre. Entretanto él, con gran extrañeza de todos, parecía no participar de los males de sus hermanos. Pero cesó el asombro cuando, herido por el azote, predijo el santo anciano a los religiosos, anegados en llanto, que iba a morir; pero que él sería el último arrebatado por la peste. A petición suya lo llevaron a la iglesia de Nuestra Señora, donde señaló con su báculo el lugar de su sepultura; después, habiendo dado al pueblo la última bendición, fue transportado a su celda, desde donde su hermosa alma, escoltada por una multitud de espíritus bien aventurados, voló al cielo. Era el 10 de abril de 1012.
Grande fue el duelo en Flandes al saberse la muerte de Macario. De todas partes acudieron las gentes para venerar sus reliquias, y los milagros se multiplicaron y siguen multiplicándose aun hoy día en su tumba. Continúa siendo invocado, juntamente con otros santos, particularmente con San Roque, como patrono especial contra la peste y las epidemias.
Su nombre consta en el Martirologio romano el 10 de abril, con este elogio: «Célebre por sus virtudes y por sus milagros.» Desde largo tiempo, la iglesia catedral de Gante celebra su fiesta en ese día.
Oración:
Bienaventurado San Macario, con el fin de huir de los honores peregrinaste a Jerusalén. Capturado por los moros, lograste escapar a Flandes donde moriste gloriosamente cuidando a los enfermos de la peste. Tenías siempre a mano un pañuelo, para secarte las lágrimas que te hacían derramar los pecados de tu pueblo. Hoy te invocamos para que nuevamente vuelvas a derramar tus lágrimas por nuestros pecados y nos libres de esta peste que estamos sufriendo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.