REY y MÁRTIR.
Festividad: 13 de Abril.
Como todo el Imperio Romano, Hispania supo aprovechar la paz que en el año 313 dio a la Iglesia el edicto de Constantino; pero para nuestra Patria esa paz sólo debía durar un centenar de años. En el siglo V los vándalos y los visigodos invadieron sucesivamente a la Península y la devastaron. Esos bárbaros, que eran herejes arrianos y negaban, por lo tanto, la divinidad de Jesucristo, fueron para los católicos más crueles que lo habían sido los mismos paganos, quienes podían alegar como disculpa el deseo natural de no dejarse suplantar por la nueva religión, y el amor a la propia vida; pero los conquistadores arrianos obedecían a la feroz pasión de esclavizar a la vez los espíritus y los cuerpos.
Por espacio de casi dos siglos, durante la dominación visigoda, reinó la persecución en el país en estado casi endémico y la verdadera Fe se vio molestada y perseguida como nunca lo había sido durante las persecuciones de los emperadores romanos. Gran milagro, sin duda, que el odio sectario de los conquistadores no lograse vencer la constancia de los católicos y que España toda no se viese arrastrada a una apostasía general. La herejía no logró sino aumentar el número de mártires, y uno de los últimos episodios de esa atroz persecución es el que vamos a referir. El héroe y el protagonista es el joven Rey San Hermenegildo.
Había muerto en el año 567 el Rey de los visigodos Atanagildo y los grandes del Reino eligieron en su lugar a sus dos hermanos Liuva y Leovigildo. Seis años después quedó Leovigildo único posesor del trono. Este príncipe, uno de los más gloriosos de la monarquía visigoda en lo político, había casado con Teodosia, hermana de San Leandro y de San Isidoro, obispos de Sevilla, y de ella tuvo dos hijos: Hermenegildo, que nació hacia el año 555, y Recaredo. Casado con una católica y cuñado de dos obispos católicos, jamás había mostrado Leovigildo hostilidad hacia la verdadera Fe.
Tuvo cuidado de que sus hijos recibiesen el bautismo de los arrianos, pero no por eso se opuso a que fuesen enviados a la escuela episcopal que San Leandro había fundado en Sevilla. Este santo prelado, al adoptar una línea de conducta que en nuestros días siguen los misioneros católicos en los países paganos civilizados, no se propuso directamente la conversión de sus sobrinos, sino solamente inculcarles alta y respetuosa idea de la Fe católica y disipar de su espíritu las prevenciones que para ella pudieran abrigar los dos jóvenes. Hermenegildo y Recaredo eran, pues, arrianos cuando se separaron de su tío y maestro para regresar al lado de su padre a Toledo, pero llevaban en el fondo de su alma excelentes disposiciones respecto al catolicismo. El porvenir debía demostrar la benéfica influencia que sobre los dos príncipes ejerció su educación primera.
Cuando Leovigildo subió al trono, viudo ya de Teodosia desde hacía varios años, casó en segundas nupcias con Gosvinda, viuda de su hermano Atanagildo. Esta desalmada mujer era furibunda arriana; desde los primeros días de su matrimonio con el nuevo Rey le determinó a proseguir la persecución contra los católicos, y vio plenamente cumplidos sus perversos propósitos. Según San Gregorio turonense, esa persecución fue horrible. Los verdaderos fieles vieron confiscados sus bienes, fueron arrojados a los más inmundos calabozos, flagelados, desterrados, asesinados o condenados a morir de hambre. El historiador de los francos atribuye a Gosvinda la responsabilidad de todos esos horrores y añade: «Dios la castigó de una manera ejemplar. Ella que había hecho arrancar los ojos a tantos católicos, quedó ciega y sus ojos cubiertos de una espesa catarata.» Concíbese que semejante monstruo no retrocediera ante ningún obstáculo para saciar su rabia contra los discípulos de Jesucristo, y que con tal de verla satisfecha no vacilara en sembrar la discordia en el seno de su propia familia.
Había llegado Hermenegildo a la edad de casarse, y su padre pensó pedir para él la mano de una princesa de la familia real de los francos. Dirigiose a Sigeberto I, Rey de Austrasia, casado con Brunequilda, hija de Atanagildo y de Gosvinda. Tenía Sigeberto una hija llamada Ingunda, pariente, por lo tanto, de Leovigildo y de Hermenegildo, en segundo y tercer grado, respectivamente. Aunque sólo contaba doce o trece años, circunstancia que no implicaba dificultad en aquella época, en ella puso los ojos el Rey de los visigodos. En consecuencia, envió una embajada a la corte de Austrasia que acogió favorablemente la demanda de Leovigildo. Poco después, Ingunda, acompañada de una brillante escolta, partió para Toledo, adonde llegó durante el año 579.
Fue acogida con grandes honores. Gosvinda se mostró en extremo satisfecha de conocer a su nieta y Hermenegildo se felicitó de haber hallado una esposa cuyas bellas prendas le presagiaban largos años de felicidad. Ingunda concibió en seguida el más tierno y vivo afecto hacia su esposo y su joven corazón se abrió a las más halagüeñas esperanzas. Había contado sin el sectarismo de una hereje, o —como dice un historiador— sin la envidia ridícula de una vieja contra una niña graciosa y encantadora.
Apenas celebrado el matrimonio, se impuso Gosvinda la obligación de convertir al arrianismo a la princesa Ingunda y hacerla bautizar nuevamente según el rito de los herejes. Al principio se sirvió de todos los medios de persuasión con gran acopio de alabanzas y caricias. Ingunda permaneció inquebrantable y resistió a todas las insinuaciones, contentándose con decir: «Me basta haber sido bautizada una vez y regenerada en nombre de la Santísima Trinidad en la que adoro a las tres Personas iguales en un todo. Esa es la creencia de mi alma y no me apartaré de ella jamás».
Exasperada cierto día por tan invencible firmeza, Gosvinda no pudo contenerse más, se precipitó sobre su nuera y nieta, la agarró por los cabellos, la arrojó al suelo y la pisoteó hasta que el cuerpo de la infortunada princesa quedó cubierto de sangre. La hizo después desnudar y meterla en una piscina llena de agua para darle por fuerza un bautismo sacrílego.
Ese acto de salvajismo determinó a Leovigildo a tomar medidas radicales. Disgustado ante semejantes escenas, el Rey envió a su hijo y a su nuera a la Bética. Según San Gregorio, queriendo Leovigildo asegurar el trono a sus descendientes, lo compartió con sus dos hijos y dio al mayor la Bética, con Sevilla por capital.
Sean cualesquiera las razones, el caso es que Hermenegildo e Ingunda se marcharon de Toledo y se instalaron en Sevilla en el año 580. Los primeros meses pasados en la capital de la Bética fueron para los dos esposos los más felices de su matrimonio. Algo faltaba, sin embargo, para que la dicha de Ingunda fuese completa: Hermenegildo continuaba siendo arriano. Todo su afán fue, pues, lograr la conversión de su esposo. Acudió primero a la oración y luego, con la mayor discreción, pero con tenaz perseverancia, trató frecuentemente con Hermenegildo de este negocio y logró que le prometiese al fin reflexionar seriamente sobre ello.
Hermenegildo recordaba con encanto los años que pasó en la escuela de su tío San Leandro y volvió a ponerse nuevamente bajo la dirección de tan sabio y santo prelado, el cual con honda satisfacción cuidó de instruirle en la Fe católica. Pronto se halló dispuesto para el bautismo católico. La ceremonia se hizo con la mayor pompa, y el propio San Leandro actuó de celebrante. Inmediatamente después le administró la confirmación y le impuso el nombre de Juan, aunque la historia ha conservado el de Hermenegildo. En recuerdo de hecho tan memorable, el joven príncipe hizo acuñar monedas de oro con su efigie y las palabras de San Pablo: Hereticum hominem devita: Apártate del hereje.
La conversión de Hermenegildo fue completa y colmó de gozo a Ingunda, que tan perfectamente había realizado la palabra del Apóstol: «El esposo infiel es conquistado para Dios y santificado por la esposa fiel.» Los católicos de las Españas se sintieron grandemente animados y reconfortados con tan fausto acontecimiento, y se formó un partido numeroso que, a las órdenes de Hermenegildo, estuvo preparado para resistir las persecuciones de Leovigildo. Pero los designios de Dios no son como los de los hombres, y la hora señalada por la Providencia para dar la paz a los católicos de las Españas y convertir a la nación visigoda no había sonado todavía. No por las armas, sino por la sangre de un mártir debía ser rescatado aquel pueblo que tenía que llamarse católico por antonomasia.
Al saber la conversión de su hijo mayor se llenó Leovigildo de violenta cólera. Convocó en Toledo un concilio de obispos arrianos para devolver -según decía— a la doctrina arriana su prístina pureza y, excitado por Gosvinda, redobló sus rigores contra los católicos. Ordenó al mismo tiempo a Hermenegildo que se presentara inmediatamente en Toledo. Conocedor de los excesos de su padre contra los católicos y temiendo con razón por su propia vida, el joven príncipe permaneció en Sevilla y se preparó a la defensa en caso de ataque.
Los griegos de Bizancio, que anteriormente habían cedido Hispania a los bárbaros, volvieron a ella llamados por Atanagildo para que le ayudaran a combatir contra Agila, cuya tiranía provocó la rebelión de sus súbditos. Quedáronse después en las Españas y se establecieron fuertemente en las principales ciudades del litoral mediterráneo de la provincia Cartaginense. En las críticas circunstancias en que se hallaba, no vaciló Hermenegildo en seguir el ejemplo de su tío y entabló negociaciones con el representante del emperador para ganar su apoyo en caso de guerra.
La conducta de Hermenegildo en ese trance ha sido duramente condenada por algunos historiadores modernos, enemigos de la Iglesia; pero tiene fácil explicación y justificación con sólo atenerse a la mentalidad de aquella época. De los historiadores contemporáneos ninguno reprocha tal proceder al joven príncipe, porque la alianza con los griegos no fue llamamiento a los extranjeros contra la Patria, ya que los emperadores de Oriente podían ser considerados, por lo menos nominalmente, como los señores feudales de los Reyes visigodos. Por otra parte, la guerra que se originó no fue la lucha del hijo rebelde contra su padre, sino la de un partido vejado y oprimido contra el injusto y tiránico opresor. Y, por último, no fue precisamente Hermenegildo quien rompió las hostilidades, sino Leovigildo, limitándose aquél y sus partidarios a atender a su propia y legítima defensa.
Del brevísimo reinado de Hermenegildo, sólo nos quedan algunas monedas con su efigie y esta leyenda: Omnes nobis obediant: Que todos nos obedezcan, y una curiosa inscripción cuya traducción es la siguiente: «Jesucristo. En el nombre del Señor. En el segundo año del reinado de nuestro señor el Rey Hermenegildo, a quien hace perseguir su padre el señor Rey Leovigildo, en la ciudad de Sevilla, por el duque Aion». Por tanto, fue en el año 582 cuando salió a campaña Leovigildo.
Éste encargó a Aion, uno de sus generales, el mando de las tropas que debían atacar a Hermenegildo, y él se dirigió a Mérida, se apoderó de ella y de Cáceres, y obligó a Miro, Rey de los suevos, que avanzaba en socorro de Hermenegildo, a retroceder a sus tierras. Después, por treinta mil reales de oro compró a los griegos, los cuales huyeron en lo más fuerte de la pelea y contribuyeron así a la derrota de los católicos. Finalmente apareció Leovigildo ante Sevilla. Tras dos años de sitio se rindió la ciudad, ya reducida al último extremo y casi por completo destruida.
Logró Hermenegildo huir hasta Córdoba y se refugió en una iglesia. Antes de salir de Sevilla pudo organizar la huida de su esposa y del hijo que hacía poco le había dado.
Por el hecho de refugiarse en una iglesia, el príncipe vencido daba a entender que renunciaba a proseguir la lucha y quería evitar a su padre el horror de llegar a mayores extremos con su persona, porque —decía— es un crimen para un padre matar a su hijo, como lo es para un hijo atentar a la vida de su padre. En aquella época las iglesias gozaban del derecho de asilo y ese privilegio raras veces era violado. Por irritado que estuviese Leovigildo y por muy bárbaro que fuese no se atrevió a violar aquel asilo y acudió a la astucia para apoderarse de la persona de su hijo: al efecto le envió a Recaredo, su hijo menor.
Era Recaredo de carácter franco y leal y se hallaba muy lejos de sospechar la perfidia de su padre, por lo que aceptó contentísimo la misión que le confiaba. En cuanto vio a su hermano corrió a él, le abrazó tiernamente y le dijo:
—Vengo para llevarte a nuestro padre; prostérnate ante él y ponte en sus manos: te lo perdonará todo y te conservará todos tus poderes y dignidades. Pero Hermenegildo, desconfiando con fundamento de tan halagüeñas promesas, prefirió seguir los consejos de la prudencia y se negó a abandonar aquel asilo.
—No —contestó—; yo no puedo presentarme a nuestro padre; prefiero le ruegues que venga él y me diga lo que desea de mí.
Cuando Recaredo le comunicó la respuesta de Hermenegildo, como tenía decidido empeño en apoderarse de la persona de su hijo, se resignó Leovigildo y marchó a Córdoba. En cuanto Hermenegildo vio a su padre, corrió hacia él y se echó a sus pies. Leovigildo le levantó, le abrazó con ternura perfectamente simulada, le infundió confianza y, con palabras cariñosas, le llevó al campamento de los visigodos. Pero en cuanto llegaron a él cambió la escena totalmente: aquél padre indigno se quitó la máscara y abrumó a su hijo con las más sangrientas injurias, tratándole de ingrato, parricida, criminal y reprochándole el haber hecho alianza con los griegos y el haber enviado a su mujer y a su hijo a la corte de Constantinopla.
—Si he tratado con los griegos —replicó Hermenegildo— ha sido para defender mi vida y, si he confiado mi esposa y mi hijo al emperador, ha sido únicamente para librarlos de los peligros que pudieran correr.
Nada quiso oír Leovigildo y, faltando a la palabra empeñada, hizo despojar al infortunado Hermenegildo de sus vestiduras reales, le privó de todos sus bienes y le envió a Valencia.
Los últimos días de San Hermenegildo, o sea, el tiempo transcurrido desde su destierro hasta su muerte, se hallan envueltos en cierta obscuridad. Según un historiador contemporáneo, se escapó de Valencia, renovó las hostilidades y fue vencido y hecho prisionero en los alrededores de Tarragona. Ningún otro cronista de la época relata esos hechos de tanta importancia y ese silencio permite suponer que por orden de su padre fue conducido de Valencia a Tarragona.
De todos modos, en la primavera del año 585 se hallaba en una prisión de Tarragona. ¡Qué cambio, se había operado en él! Ya no es el joven príncipe a quien hemos visto luchar para defender su corona y su vida; está en un obscuro calabozo, cargado de pesadas cadenas y voluntariamente vestido con áspero cilicio.
Ha comprendido que su corazón no estaba hecho para apegarse a un reino terrestre, y ha sentido desprecio tanto más profundo de los vanos honores de este mundo cuanto más dura ha sido la prueba de su fragilidad. En adelante sus pensamientos y sus deseos se dirigirán únicamente hacia la patria celestial; pasa los días en oración y se prepara para la muerte que ciertamente le espera.
Porque después de una entrevista con su padre en la que éste puso en juego todos los medios para arrancarle una apostasía, recibió la visita de un ángel y el mensajero celeste le predijo su próximo martirio.
La gran solemnidad de la Pascua se hallaba próxima y, queriendo recibir Hermenegildo los sacramentos de Penitencia y Eucaristía, pidió la asistencia de un sacerdote católico. Pero tan legítima petición no fue atendida. En la víspera o tal vez por la mañana del día mismo de Pascua, recibió el cautivo en su celda la visita de un obispo arriano para proponerle la comunión sacrílega.
—Si aceptáis —le decía el obispo—, todo lo olvidará vuestro padre, os perdonará y os pondrá otra vez en el trono, de lo contrario está firmada vuestra sentencia de muerte.
Rechazó Hermenegildo con desdén aquellos ofrecimientos inaceptables para su conciencia recta y reprochó al prelado hereje el indigno papel a que se había prestado.
Cuando se retiró el obispo, arrojose Hermenegildo en brazos de la divina misericordia, imploró el perdón de sus pecados y encomendó los suyos a la bondad del Señor, rogó por sus perseguidores y esperó al verdugo. Aquella misma tarde penetró en la cárcel, mandado por Leovigildo, el soldado Sisberto y de un hachazo le cortó la cabeza. Era el 13 de abril del año 585.
Algunos escritores han querido privar a Hermenegildo del titulo de mártir. Según ellos, su muerte fue el castigo de su sublevación política contra su padre. Admitamos que el joven monarca fuese encarcelado por motivos políticos, aunque ciertamente las providencias tomadas por Leovigildo contra su hijo más parecían inspiradas en el odio a la Fe católica; pero no deja de ser cierto que ya en la cárcel quisieron hacerle apostatar de la Fe católica y que sólo ante su negativa constante se resolvió Leovigildo a dictar la sentencia de muerte. Además, todos los contemporáneos opinan de ese modo y el mismo Dios se encargó de manifestar con prodigios la santidad de su siervo.
Pero el prodigio más extraordinario y más cierto fue el cambio casi repentino que se operó en el corazón de Leovigildo. Poco después de la muerte de su hijo sintió profundamente su extremada crueldad y reconoció la verdad de la Fe católica, aunque no tuvo valor para abjurar públicamente del arrianismo. Habiendo enfermado gravemente llamó al arzobispo de Sevilla, San Leandro, su cuñado, para recomendarle que velase por su hijo Recaredo que debía sucederle. Y poco después murió.
En aquellos últimos momentos, ¿fue el arrepentimiento de Leovigildo suficiente para asegurar su salvación eterna? Sólo Dios lo sabe; pero nos inclinamos a creer piadosamente que el hijo mártir obtuvo del Señor aquella suprema gracia para su padre.
Desde que subió al trono Recaredo siguió los consejos de su tío San Leandro y gobernó con prudencia sus Estados. De allí a poco abjuró de la herejía arriana y se convirtió al catolicismo; su conversión trajo la de todo el pueblo visigodo. «Ese cambio maravilloso —dice el Papa San Gregorio Magno, amigo íntimo de San Leandro— no se hubiera realizado en modo alguno si Hermenegildo no hubiese derramado su sangre por la verdad».
El cuerpo del santo mártir se conserva en Sevilla, excepto la cabeza que fue llevada a Zaragoza cuando los moros se adueñaron de la Bética. También se veneran algunas reliquias en el monasterio de El Escorial, en el colegio de los Jesuitas de Sevilla, en Ávila y en Plasencia. En el siglo XVI el Papa Sixto V concedió el oficio del Santo para toda España y, en el siglo siguiente, el Papa Urbano VIII lo extendió a toda la Iglesia.
Las Españas han considerado siempre a San Hermenegildo como uno de sus mayores protectores.
Oración:
De las Españas, Hermenegildo, eres esplendor por tu cetro real, por de mártir la palma; ésta te la ganó de Jesús el amor, que entre sus almos mártires colocó tu alma.
¡Cuán grande es tu paciencia en las tribulaciones para ser fiel a Dios en todas tus promesas!
Nada que te halague jamás tú te propones, y reprimes cauto tus pasiones aviesas.
Del vicio los estímulos que en ti asoman ¡con cuánta prontitud y afán tú los persigues; y con pasos y sentimientos que los doman de la pura verdad la senda siempre sigues!
Nada puede tu padre en ti con sus caricias, nada el ocio fatal de vida regalada; el oro y los diamantes tú no los codicias, y la sed de reinar en ti no puede nada.
Hacerte vacilar no logran las espadas, ni tampoco el furor del verdugo terrible; a las glorias del mundo tan codiciadas prefieres tú la gloria eterna, inmarcesible.
Reinando ya feliz protégenos clemente, y acoge con amor nuestras humildes preces mientras que cantamos con ánimo ferviente la palma singular que tanto tú mereces.
Gloria eterna al Padre, de todo Creador; gloria eterna al Hijo, de todos Redentor; al Espíritu gloria todos tributemos; gloria a los tres sin fin, sin fin todos cantemos. Amén.