Continuando con el examen de los reparos que uno de nuestros lectores oponía a nuestro anterior post relativo a la economía social de mercado, recordemos que se vierten una serie de “anatemas” contra ella, tanto desde un punto de vista teórico, como desde la perspectiva histórica de su ejecutoria de gobierno.

Por lo que respecta al marco teórico o doctrinal, se rechazan en bloque los planteamientos de la economía social de mercado como mezcla antinatural de liberalismo y socialismo, cuyos primeros principios son execrables y falsos.
Y aquí viene la cuestión central que se ventila en todo este debate: la economía moderna, entendido este calificativo en un sentido técnico, de state-of-the-art, no en un sentido axiológico de valores, ¿es algo que hay que rechazar por principio y en bloque? ¿qué concepción es esa de la Tradición? ¡No se puede vivir de las rentas, ni siquiera de la gloriosa Escuela de Salamanca¡ ¿Qué no harían sus sabios y santos doctores si hubieran tenido a su disposición los instrumentos técnicos, los desarrollos de ciencia aplicada con que nosotros contamos?

“…¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los Países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil? La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sea más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado» o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa. (…). El fracaso del sistema comunista en tantos Países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas del mercado” (Centesimus annus, n. 42).
El Magisterio de la Iglesia, por boca del Papa Francisco sigue alertando sobre este mismo peligro: “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante” (Evangelii Gaudium, n. 54).
Partiendo de estas premisas, ¿merece reprobación in toto toda la ciencia y la praxis económicas contemporáneas “por ser contrarias al principio de libre desarrollo de los cuerpos intermedios y al Derecho Natural”, como afirma nuestro lector? Sobre este punto, escribe Carlos Alberto Sacheri en uno de los artículos recogidos en su magnífico libro «El orden natural»:

«En sentido estricto, se denomina economía capitalista a “aquella economía en la cual los que aportan los medios de producción y los que aportan su trabajo para la realización común de la actividad económica, son generalmente personas distintas” (Quadragesimo Anno, n. 100). Esto implica asimilar la economía capitalista al régimen del asalariado. En términos generales, puede decirse que la economía anterior al siglo XVII no era “capitalista”, en cuanto que los medios de producción o capital estaban en las mismas manos que ejecutaban los trabajos. Los talleres o empresas familiares, los artesanos, los pequeños comerciantes, son ejemplos de economía no-capitalista. En la actualidad, lo que predomina es la distinción del sector capital y del sector trabajo, lo que configura una economía capitalista, según se ha dicho.

Pero existe otro sentido, muy difundido, de capitalismo. Por él se designa un proceso histórico determinado, el cual debería llamarse capitalismo liberal. Podemos caracterizarlo con palabras de Pablo VI: «Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad [la revolución industrial], ha sido construido un sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este liberalismo sin freno, que conduce a la dictadura, justamente fue denunciado por Pío XI como generador de “el imperialismo internacional del dinero”. No hay mejor manera de reprobar tal abuso que recordando solemnemente una vez más que la economía está al servicio del hombre” (Populorum Progressio, n. 26)».

El texto citado sintetiza claramente la realidad de los dos últimos siglos: al sistema capitalista se agregó la ideología del liberalismo económ ico (ver cap. 12). Como surge claramente de su lectura, Pablo VI se refiere al liberalismo a secas, sin emplear el término capitalismo salvo para hacer la distinción siguiente: “Pero si es verdad que un cierto capitalismo ha sido la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas fraticidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto que se atribuyera a la industrialización misma los males que son debidos al nefasto sistema que la acompaña. Por el contrario, es justo reconocer la aportación irremplazable de la organización del trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo” (id., n. 261).

Del texto resulta manifiesta la distinción arriba realizada entre el sistema capitalista (división capital-trabajo) y el liberalismo económico que, de hecho pero no de derecho, lo acompañó históricamente. Esto explica por qué la Iglesia ha condenado siempre con tanto énfasis al liberalismo mientras que no ha condenado nunca al capitalismo. Mientras el liberalismo ha sido el responsable del caos socioeconómico que dio lugar a la “cuestión social”, el sistema capitalista es un tipo de economía ‘que ha aumentado en forma extraordinaria la producción de bienes y servicios’».
“La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí («Octogesima adveniens», nn. 2-5). Para este objetivo, la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual -…- reconoce la «positividad» del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio» («Laborem exercens» n. 15), al ejercitar su inteligencia y libertad” (Centesimus annus, n. 43).

“Estas consideraciones generales se reflejan también sobre el papel del Estado en el sector de la economía. La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente. La falta de seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o puramente especulativas, es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el orden económico” (Centesimus annus, n. 48).

No hay que olvidar que cuando el Santo Padre ejerce su Magisterio, no sólo lo hace como Maestro Supremo de la Fe, sino también como Intérprete Auténtico del Derecho Natural. El mercado, la economía basada en el mercado, no es un orden espontáneo, como ha postulado siempre el liberalismo doctrinario, sino un orden regulado. En ausencia de regulación, lo que emerge no es una economía libre, sino la proliferación de las prácticas colusorias, el abuso de las posiciones de dominio y toda la amplia panoplia de conductas anticompetitivas. Por tanto, para que pueda darse una economía de mercado que sirva eficazmente al bien común, hay que definir claramente las reglas del juego y tiene que existir una autoridad firme que las haga cumplir y respetar. En este sentido, una de las condiciones necesarias para que todos puedan participar en los beneficios de una economía de mercado es la existencia de una moneda estable, en su triple función de unidad de cuenta, medio de pago y depósito de valor. Y el marco alemán ha sido desde la última posguerra europea el paradigma de sistema monetario estable. No en vano, toda la arquitectura del euro se ha levantado en torno a la moneda alemana. Y en Alemania, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, no ha habido devaluaciones competitivas del marco. Después de la muerte del general Franco y hasta la entrada de nuestro país en el euro pueden contar ustedes las devaluaciones de la peseta que llevaron a cabo las autoridades españolas. Yo no voy a perder el tiempo discutiendo si la política monetaria alemana ha sido o no la mejor y una referencia, me atrevería a decir que casi mundial, durante décadas. Me limitaré a señalar que ya pueden imaginarse de donde viene la inspiración de tan exitosa ejecutoria, del mismo tipo de personas que empezaron a ponerla en práctica.

¿Y qué podemos decir del grave problema del desempleo? Cuando hay que reconstruir un país y su economía desde cero, desde luego que es difícil lograr un nivel de ocupación asimilable a lo que con no mucha precisión se designa por “pleno empleo”. Pero afirmar que las cifras de paro en la RFA durante los años 1948, 1949 y 1950 eran el resultado de las medidas económicas de Erhard resulta sencillamente inaceptable.

Además de las condiciones de partida, a las que acabamos de aludir, hay que tener en cuenta lo que los matemáticos llaman “condiciones de entorno”, a saber, la República Federal de Alemania se constituyó el 23 de mayo de 1949. Hasta entonces, Alemania es un territorio ocupado, y las autoridades son básicamente las de ocupación. Erhard comienza a colaborar con el “Estado” de Bizonia (resultante de la unificación de las zonas de ocupación británica y estadounidense), que poco tiempo después será Trizonia (con la incorporación de la zona francesa). De la parte ocupada por los soviéticos creo que no hace falta dar más explicaciones, basta con saber que, desde luego, no iban a facilitar las cosas a nadie que no fuese fiel devoto del comunismo marxista ortodoxo. No discuto los datos estadísticos, pero ¿se da usted cuenta de lo que supone ese volumen de paro en la economía alemana, con el país ocupado, dividido, devastado y con la población total que quedaba con vida tras el final de la guerra? Y, sobre todo, ¿se da usted cuenta de que a costa de grandes sacrificios, pero a través de una política económica y financiera rigurosa esas cifras de paro fueron absorbidas en un plazo irrisorio de tiempo? Es cierto que España alcanzó un nivel de desarrollo considerable, como nunca antes en su historia, pocos años después, a costa también de enormes sacrificios, sin contar con las ayudas con que contó Alemania, pero también gracias al buen hacer de técnicos y economistas capaces, competentes. El caso es que cuando los españoles de aquella época decidían emigrar en busca de oportunidades, iban mayoritariamente a… Alemania. Ya comentamos en el post anterior que los artífices del Plan de Estabilización de 1959 fueron técnicos y economistas que escucharon a Eucken, y también a Hayek, por cierto, pero la sintonía se estableció con el primero.

¿Cómo se soluciona el problema del desempleo? ¿A golpe de decreto? Es un tópico de los manuales de Economía en todas las Universidades del mundo, pero no por eso deja de ser cierto. La ausencia total de desempleo involuntario sólo se ha dado históricamente en las sociedades esclavistas de la Antigüedad y… en los modernos Estados totalitarios, al menos oficialmente en este último caso.

“Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad. El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos, sin estructurar rígidamente la economía y sofocar la libre iniciativa de los individuos. Lo cual, sin embargo, no significa que el Estado no tenga ninguna competencia en este ámbito, como han afirmado quienes propugnan la ausencia de reglas en la esfera económica. Es más, el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis” (Centesimus annus, íb.).

Centrándonos en la coyuntura, en la situación que tenemos en frente, en los desafíos concretos de nuestro tiempo, puede parecer que, al menos en España, el peligro no amenaza tanto desde la perspectiva liberal como desde la estatista. Para evitar los excesos del laissez faire, se postula una intervención presuntamente benévola de un Estado benefactor, un Estado de bienestar. ¿Cuáles son la auténtica justificación, el alcance y los límites de la intervención correctiva y supletoria del Estado?:

“El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer «funciones de suplencia» en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de empresas, y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.

En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención, que ha llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el «Estado del Bienestar». Esta evolución se ha dado en algunos Estados para responder de manera más adecuada a muchas necesidades y carencias tratando de remediar formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana. No obstante, no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial». Deficiencias y abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el «principio de subsidiariedad». Una estructura social no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales con miras al bien común (Quadragesimo Anno, 184-186).

Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conocer mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está más próximo a ellas o quien está cerca del necesitado” (Centesimus annus, íb.).

¿Cuál es el mensaje final de estos dos posts? Dejémonos de condenas genéricas so capa de liberalismo o socialismo de las actuaciones enjuiciadas. Seamos rigurosos, empleemos las herramientas técnicas avanzadas que emplea cualquier jurista o cualquier economista competente para enjuiciar una determinada decisión política, medida legislativa o simple estado social de las cosas. Sobre todo, estudiemos, analicemos, investiguemos y, finalmente, propongamos, promovamos,… seamos capaces de contribuir en positivo a un nuevo orden social de justicia. Siempre en pos de lo que el profesor D’Ors definía como “un nuevo pluralismo, no medieval, sino atómico”. El libre desarrollo de los cuerpos intermedios sigue siendo un imperativo, pero corresponde a las generaciones actuales promover las concretas condiciones que lo hagan posible, aquí y ahora. No vale, repetimos, intentar vivir de las rentas de los doctores de nuestro Siglo de Oro. Ellos esperan que continuemos su labor, y es deber moral nuestro el hacerlo lo mejor que podamos y sepamos.

Javier Amo Prieto