Acabábamos preguntándonos en el primer capítulo de este artículo sobre la vertiente económica de la geopolítica alemana en la Unión Europea cual es la previa palanca de poderío económico que Alemania usa como instrumento de presión en la evolución institucional del continente. Si el origen último del Derecho, su raíz primigenia, ha sido siempre la fuerza parece conveniente sondear el origen económico de la rentabilidad institucional germana.
El factor fundamental de la previa ventaja económica alemana en la vida institucional de la Unión Europea es el euro como moneda única y, en general, la política monetaria de la Unión europea. En el diseño y desenvolvimiento posterior de la Unión Económica y Monetaria oficializada en 1992 con el Tratado de Maastricht podemos observar las expectativas, las contradicciones, las consecuencias y, en fin, los límites de una estrategia -la alemana- que piensa su destino como un destino puramente nacional, inalcanzable no obstante sin el concurso del resto de las naciones europeas. Cómo disponer de la masa crítica del continente europeo sin fundirse con él. Cómo liderar un conjunto de países al mismo tiempo que se les debilita con el propósito, una vez debilitados, de reorganizar sus recursos y rentabilizarlos en provecho propio. Estas paradojas imposibles de la fantasia alemana parecieron no entorpecer la ventaja creciente del coloso económico teutón durante la primera etapa de vigencia del euro entre 2000 y 2010; etapa en la que el daño provocado por la moneda única no alcanzaba todavía grandes dimensiones, pero han ido desvelándose progresivamente hasta desembocar en un conflicto político descarnado cuando las crisis financiera de 2008 y la actual post COVID-19 han empeorado sustancialmente lo que ya era un lento languidecer de la economía europea. Una parte importante de los que trajeron el euro y de aquellos que analizaron su llegada saludándola con entusiasmo han reconocido posteriormente que su diseño fue erróneo y desequilibrado y que sus taras pueden ser letales para la integración europea…, añadiendo a renglón seguido que se trata de una institución irreversible y que su desaparición traería males mayores todavía. Esta es la clase política y periodística europea que nos gobierna y nos informa.
El efecto demoledor del parón económico actual provocado por el COVID-19 no representa sino un tramo más de la pendiente contínua de decadencia económica por la que toda Europa se desliza desde que el proceso de integración europea dejó de tener una impronta social; es decir desde que el capitalismo se hizo financiero y la globalización se conjuga en clave ideológica globalista. Ahora bien, este último episodio crítico para la economía europea puede ser quizá el que se lleve por delante el euro, la Europa de Maastricht y con ello el miope proyecto de hegemonía alemana en Europa. Veamos primero como se declina la dominación económica alemana y al tiempo consideremos sus consecuencias y riesgos, para la propia Alemania y todo el conjunto europeo.
Partamos recordando que una moneda única en la Europa de los años noventa no podía concebirse en buena lógica sino como uno de los pilares de un conjunto institucional más amplio de carácter federal, pues una moneda única y excluyente de todas la anteriores ha de representar políticamente el valor de una economía única, unificada, o al menos suficientemente integrada. Ya Bodino consideraba en Los seis libros de la República la emisión de moneda como uno de los cuatro rasgos distintivos de la soberanía del estado, junto con la capacidad de hacer las leyes, impartir justicia y decidir la paz y la guerra. Una moneda única, impuesta por igual en un territorio determinado ha de venir inserta en el interior de una política económica global y coherente. Si ese territorio, como era y es el caso de la Unión Europea, está integrado por estados diferentes con economías de diferente naturaleza, tamaño y valor la aplicación de un único patrón o canon monetario arrojará también de manera lógica resultados diferentes, beneficiando a unos estados y perjudicando a otros. Los estados con economías cuyo valor se aproxima al valor convencional de cambio fijado para la moneda única se beneficiarán de esa adecuación y además podrán integrarse progresivamente. Los estados con economías cuyo valor sobre todo es inferior al valor de cambio de la moneda única se verán perjudicados y lejos de integrarse con el grupo de países privilegiados se empobrecerán y se verán sometidos políticamente de modo progresivo. El establecimiento de una moneda única en un territorio amplio y heterogéneo sólo tendrá sentido como una de las piezas de un diseño de conjunto, donde se dé por sentado un elemento político de solidaridad y redistribución de la riqueza que equilibre las desigualdades y desajustes que pueda causar su aplicación.
Este factor de corrección en términos justicia económica puede darse cuando hay un elemento de identidad nacional previa, o bien cuando se suscribe por razones de afinidad un pacto de confianza para edificar una federación política. Si los efectos disfuncionales de la aplicación de una moneda única se corrigen puede afirmarse que se está cohesionando o incluso unificando políticamente el territorio. En caso contrario se agravan de modo innecesario las desigualdades económicas y se siembra sin remedio la discordia. En los años anteriores a la implantación del euro como moneda única parecieron ignorarse todos los análisis en torno al concepto de zonas monetaria óptimas de Robert Mundell, de los que se deducía sin dificultad los riesgos de desintegración económica y política que podía implicar la introducción de una política monetaria caracterizada por la uniformidad a sistemas productivos, financieros y laborales no armonizados previamente.
Durante los años ochenta el sistema monetario europeo anterior a la entrada en vigor de la moneda única tuvo un carácter confederal. El ecu era una moneda común, no una moneda única, y operaba como una cesta monetaria donde los valores de referencia dentro de una banda fluctuante tenían en cuenta el valor de las diferentes monedas en un sistema de proporcionalidad económica. Pero el euro sí es una moneda única y resulta estar adaptada básicamente a las necesidades de la economía alemana. Hablamos en particular de la competitividad exterior, y de un tipo de cambio que refleja de modo relativamente fiel el valor de su economía. Decimos relativamente fiel porque el euro está ligeramente subevaluado en relación a la fortaleza, la productividad y competitividad del sistema productivo germano, y es esto lo que favorece sus exportaciones. Al estar sólo ligeramente subevaluado se mantienen bajo control las importaciones y se sigue garantizando un fuerte poder de compra en las inversiones en el extranjero. Es cierto que los enormes excedentes comerciales alemanes se deben también a la cantidad y calidad de sus producciones para la exportación pero es indiscutible que el valor de la moneda única se mueve siempre entre parámetros aproximadamente ventajosos. Para el resto de las economías sin embargo, incluida Francia, el euro es caro, está sobreevaluado y las consecuencias son las inversas de las que acabamos de describir para el caso alemán.
Con anterioridad a la entrada en vigor del euro las diferentes economías europeas siempre tuvieron una variable natural de ajuste a través del tipo de cambio. Cuando por diversas circunstancias el sector industrial de un país afrontaba una pérdida de productividad o la disfunción cualquier otro parámetro que resultase peligroso para su competitividad, la devaluación competitiva de la moneda nacional permitía impulsar las exportaciones y evitar la destrucción del tejido productivo, además de mantener bajo control las importaciones y fomentar la innovación en los sectores aún no ocupados por la producción nacional. La llamada devaluación externa tomaba la moneda como variable de ajuste económico con resultados relativamente inocuos. Miremos como ejemplo el caso italiano, por ser uno de los más claros, y por ser Italia el estado miembro de la Unión europea donde la destrucción del tejido industrial operada por el euro amenaza con hacer saltar la moneda única antes que en ningún otro lugar.
Como es sabido, todo el gran norte de Italia ha concentrado tradicionalmente una producción industrial de gran envergadura en términos cuantitativos y de gran excelencia en términos cualitativos, con producciones de todo tipo: maquinaria ligera, electrodomésticos, motocicletas, automóviles, etc. Se trata de una geografía humana de gran diligencia, laboriosidad y capacidad inventiva. Sin embargo su competitividad sufría tres tipos de lastres: 1) un déficit organizativo, digamos de tipo antropológico, que disminuía la productividad empresarial, 2) un estado mal fundamentado políticamente, sobredimensionado material y competencialmente, costoso, escasamente eficaz, poblado por una clase política extractiva bastante corrompida y, 3) finalmente, el peso considerable de las transferencias de riqueza que todo el sur del país requería para mantener niveles aceptables de homogeneidad nacional.
Los márgenes financieros que estos lastres hacían perder a las empresas del norte de la península podían compensarse con las ventajas que proporciona un mayor tamaño a cualquier país; entre ellas una mayor demanda interna en el mercado nacional y un reforzamiento de la potencia geopolítica en general. Una nación y un estado más poblado y más grande, decisivo en el Mediterráneo, era preferible a la aventura en solitario de una hipotética Italia del Norte independiente. Entremezclada la identidad italiana y su voluntad de vivir juntos de razones prácticas y sentimientos familiares las cosas marchaban bien en general, y el instrumento de la devaluación competitiva de la moneda era un instrumento de extraordinaria importancia en esa dirección. Se trataba en suma con la devaluación de asumir una pérdida de valor de la moneda nacional para mantener la rentabilidad de las empresas italianas frente a las empresas alemanas. De este modo, en el espacio de cincuenta años el marco alemán pasó de cambiarse por 100 liras a cambiarse por 1000 liras. La lira perdió diez veces su valor, pero la producción industrial italiana se mantuvo fuerte y en constante aumento, siendo prácticamente la misma que la alemana en todo el periodo. Las empresas del norte italiano llegaron a representar de este modo una feroz competencia para Alemania hasta el punto de que en algunas fases del periodo 1945-2000 sus exportaciones fueron superiores a las alemanas. Ambos sistemas productivos nacionales crecían sin conflictos mayores. Se trataba de sistemas convergentes, y los sistemas convergentes son estables. La variable de ajuste era el tipo de cambio monetario, muy superior a la quiebra empresarial y al paro. Porque de esto último se trata precísamente con el euro.
A partir de la entrada en vigor del euro en el año 2000 el establecimiento de un sistema de moneda única para todas las economías de la zona euro impide un ajuste a través del tipo de cambio; el mecanismo de la devaluación competitiva externa queda bloqueado. La variable de ajuste entre economías diferentes pasa a ser el beneficio de las empresas, que se convirte rápidamente en pérdidas en un mercado muy dinámico cada vez más internacionalizado y por ello dependiente de la exportación. Una vez que los beneficios empresariales se hunden la secuencia es ineluctable: cierre de empresas, destrucción del tejido productivo, paro, descenso de la demanda interna, reducción de la recaudación fiscal y del gasto social en un contexto sin embargo de mayor necesidad social. Es lo que se venido en llamar una devaluación interna, es decir, un empobrecimiento generalizado para intentar salvar la competitividad de una economía en proceso de degradación, que produce cada vez menos cosas, menos innovadoras y de menor valor añadido. Una economía por tanto que tendrá que ir abandonando la industria para concentrarse en los servicios y en el sector primario, pudiendo competir solamente en mano de obra intensiva a bajo precio. ¿Nos suena esto en España?
Hoy las cifras muestran con toda claridad que la producción industrial italiana ha descendido al nivel de 1975; el resultado global es la desaparición de aproximadamente el 40% de su industria. El euro ha asestado un golpe mortal a la industria italiana. Las mismas causas desembocan en los mismos resultados en Francia y en España, otras dos naciones europeas que llegaron a poseer sectores industriales muy potentes, de alto valor añadido, y que ahora languidecen por no poder adaptarse con su moneda nacional a los avatares de la vida económica manteniendo su idiosincrasia productiva. Ya no es posible la relativamente inofensiva devaluación externa sino únicamente la muy agresiva devaluación interna.
Durante la crisis de 2008 las víctimas del colapso financiero fueron aquellos que no pudieron devolver sus préstamos o seguir obteniéndolos. Hoy, iniciándose la crisis post COVID las víctimas serán, están siendo ya, todos aquellos operadores económicos cuyos ahorros no pueden resistir un parón de tres meses y aquellos que, aún habiéndolo resistido, tendrán que enfrentarse a una reducción drástica de la facturación considerando que sus márgenes de beneficio eran ya muy bajos antes del confinamiento general, cuando la recesión en 2019 ya aparecía en el horizonte. La psicología de una crisis se caracteriza por la inhibición del consumo y una reducción en cadena de la demanda general. El euro será para decenas de miles de autónomos y PYME en media Europa el verdugo enmascarado de su ruina.
Después de haber visto en los párrafos anteriores como la implantación de la moneda única en un conjunto de economías bastante heterogéneas no podía, en ausencia de medidas correctoras, sino provocar decrepitud económica podemos entender mejor por qué la única manera de concebir con honestidad intelectual y coherencia política una moneda única en los años noventa era haber ordenado globalmente la economía del continente de modo federal. Si las etimologías de federación nos dirigen a conceptos como fe, confianza, pacto y tratado, parece claro que sólo la confianza en un pacto económico europeo que integrase en una visión de conjunto todas las vertientes de la economía podía reequilibrar con solidaridad política los desajustes que en muchos países iba a causar el euro y así garantizar la cohesión económica y social europea como resultado final.
¿En qué podía traducirse esta visión cooperativa de tipo federal? En lo que en la teoría y la historia económica de los estados nación europeos ha sido un lugar común: toda economía política ha de integrar de modo coherente al menos tres elementos: moneda, fiscalidad y presupuesto. El poder político que implanta y administra una moneda en un territorio determinado ha de hacerse cargo también de una política fiscal y presupuestaria para ese territorio de tal modo que se armonice el funcionamiento de estos tres elementos atendiendo a sus efectos. Una moneda única europea requiere impuestos europeos y un presupuesto europeo de una magnitud y alcance equivalentes al efecto económico de la moneda en cuestión. Cualquier orientación económica que se pretenda global y razonable ha de tener en cuenta el efecto que la moneda genera en un territorio económico vasto y heterogéneo y compensar a las regiones económicas que se ven perjudicadas, reequilibrando las condiciones de partida de la estructura económica y de la competitividad empresarial. Los instrumentos son los impuestos y el presupuesto. Con los primeros se obtienen recursos sobre todo de las regiones privilegiadas por la moneda única. Con el segundo se distribuyen dichos recursos favoreciendo la vitalidad económica y la igualdad de oportunidades de las regiones perjudicadas por la moneda única. Pudiera ocurrir que el grado de integración económica entre los diferentes territorios llegara a aconsejar una división del trabajo en la que algunas regiones se centren por su gran competitividad en actividades que anteriormente se desarrollaban en todos los territorios cuando eran unidades económicas independientes. Y que por el bien del conjunto otras regiones abandonen esas mismas producciones si no encuentran salida en el mercado interior o el internacional por no aportar gran valor añadido -si éste fuera el caso- pasando a desarrollar prioritariamente otras actividades igualmente rentables pero de diferente naturaleza. Entonces, las transferencias fiscales y presupuestarias serían igualmente necesarias, en este caso para establecimiento de un nuevo modelo productivo y no para el mantenimiento de una misma actividad en todas las regiones cuando ya no resulte provechosa para el conjunto. Esto en caso extremo. Pero en modo alguno debería tratarse de subvenciones a fondo perdido para subsidiar territorios enteros a perpetuidad, como disimuladamente se ha hecho con algunos fondos europeos durante décadas. La presencia de auténticos factores de corrección fiscal y presupuestaria no es necesariamente una panacea. Su ausencia, sin embargo, conduce al desastre económico. De esta ausencia de factores de corrección hablamos cuando evocamos el diseño del euro.
Lo que ocurrió en la Europa de los noventa, en contra de todo sentido económico, es que la correlación de fuerzas, incluyendo las prioridades estadounidenses, no se tradujo en los tratados europeos que diseñaron el paso de las Comunidades europeas a la Unión europea en una visión económica de conjunto coherente y justa. En la Unión europea de la moneda única, la política monetaria es una competencia europea pero la política económica y presupuestaria ha permanecido como una competencia nacional de los estados miembros. Desde entonces, como hemos explicado, el euro está destruyendo una parte del tejido industrial europeo dejando a su paso un rastro de paro, precariedad y numerosos agravios políticos.
¿Como pudo diseñarse la Unión Económica y Monetaria de modo tan absurdo? Se sabe a dia de hoy que el proyecto de moneda única fue en origen un proyecto francés. En 1989 Alemania estaba a punto de lograr finalmente su reunificación. La crónica oficiosa de ese momento de la historia europea nos cuenta que el pánico francés a una Alemania mucho más fuerte todavía alumbró como antídoto la idea de una moneda única. Una política monetaria europea condicionaría la libertad de movimientos alemana sometiéndola a las decisiones colectivas del conjunto de los estados miembros. Controlando y limitando en la medida de lo posible el poderío económico alemán Francia intentaría consagrar su liderazgo político. En efecto, pasado el trauma inicial de una reunificación necesariamente lenta y cara para la Alemania del oeste, muchos temían que una redoblada potencia económica alemana hiciese del marco alemán, a pesar del instrumento de las devaluaciones competitivas contra la divisa alemana, una moneda no dominante, que ya lo era, sino una moneda imperial en Europa. Por otro lado había un temor específico de carácter geopolítico: una Alemania reunificada podía volver a tener a medio plazo deseos de hegemonía política y por qué no militar.
El pacto que Francia puso sobre la mesa fue, parece ser, la reunificación alemana a cambio del abandono de la soberanía monetaria alemana, fundiéndola en una soberanía monetaria europea con una moneda única como competencia de la naciente Unión europea. Francia no vetaría la reunificación (no está claro cómo hubiera podido hacerlo habiendo dado el placet Estados Unidos) si Alemania se comprometía definitivamente a compartir su destino. Conseguir una Alemania europea y evitar una Europa alemana, pacíficamente alemana, pero alemana al fin y al cabo. Maniatar al gigante teutón, someter su impulso en las instituciones comunitarias, cargar la locomotora económica alemana con las tablas de la ley europea, y mantener de este modo en Paris el timón de la nave a nivel continental.
Si se me permite una nota personal, nunca entendí la lógica ni la supuesta inteligencia de esta operación táctica francesa, si es que efectivamente se produjo como las fuentes mejor informadas de Europa aseguran. Lo cierto es que si fue así, la respuesta alemana fue clara. La Alemania reunificada aceptaría abandonar el marco para pasar al euro como moneda única siempre que el diseño concreto de la moneda tuviera en cuenta de modo significativo sus intereses de política económica y monetaria. Así se acordó y la moneda única europea es desde entonces un marco alemán ligeramente devaluado; es decir conforme a la que iba a ser la apuesta redoblada germana por la exportación a los mercados mundiales en pos de ingentes excedentes comerciales. ¿Podía ignorar Francia en el momento de plantear este pacto que para Alemania la moneda única no era realmente un precio enorme a pagar si la divisa europea se adecuaba a los intereses germanos? ¿Podía ignorar Francia que cualquier paso dado en una evolución federal de la construcción europea se adaptaba mejor a la tradición precísamente federal de la historia política alemana que a la tradición centralista, unitaria y jacobina del estado francés? ¿Logró Alemania confundir a Francia haciéndole creer durante los meandros de las negociaciones que el coste político de la pérdida de la soberanía monetaria germana era más alto de lo que realmente era y así confirmar engañosamente en la mente de los franceses lo acertado de su táctica? ¿Es posible como afirman algunos analistas que las élites francesas creyeran que una moneda única adapatada a la idiosincrasia económica alemana introduciría una tensión competitiva en Francia que progresivamente haría transformar su propia idiosincrasia productiva?
Quizá no lo sepamos nunca. Se hace difícil pensar en todo caso que en una partida de ajedrez negociadora Helmut Kohl venciese a François Mitterrand. Acaso el embate no dependió de la inteligencia política de estos dos hombres de estado sino de circunstancias de estado que les trascendían. Lanzamos dos hipótesis acumulativas en este dirección: A) La debilidad geopolítica del estado francés azuzada por los americanos. Estados Unidos había designado a Francia como un adversario a debilitar por todos los medios desde que de Gaulle había llevado a buen puerto el programa nuclear militar francés y la salida del comando militar integrado de la OTAN afirmando la independencia nacional francesa en plena Guerra fría. Por el contrario, Alemania (país ocupado militarmente desde el final de la guerra mundial, no lo olvidemos) jugaba el papel de gestor privilegiado de la empresa americana “Comunidades Europeas SA” con indudables ventajas concedidas desde Washington por su gestión. Alemania tenía por tanto una ventajosa posición de salida en la negociación. B) La ausencia de una estrategia nacional coherente tanto en el estado francés como en el estado alemán en relación a la arquitectura europea para el siglo XXI. Si bien los franceses no conciben una moneda sin un estado y ello les inclinaba a aceptar un gobierno económico europeo siempre han tenido sentimientos más que contradictorios ante dicha posibilidad, que no dejan de acariciar por otro lado. Su celo soberano desconfía de una transferencia de poder a la Comisión europea (o en este caso al Banco central europeo) que siempre juzgan excesiva en el momento de dar pasos decisivos en la integración europea, si no han encontrado previamente fórmulas para condicionar la gestión cotidiana de esa transferencia de poder a favor de Francia. De modo similar, los alemanes se muestran más claramente a favor de una unión política siempre que el estado alemán tenga un peso decisivo en ella y que la estructura de dicha unión política no sólo sea federal sino de un federalismo en el que la propia federación alemana pueda encajarse sin dejar de existir como representación cualitativa última del pueblo alemán. La suma cero de estas dos posiciones nacionales, ambíguas y contradictorias, no daba tampoco ventaja a Francia.
Lo cierto es que si Alemania no salió como hemos podido comprobar en las últimas décadas nada mal parada del envite de la moneda única, la continuación de la jugada puede ser calificada ya como una rotunda victoria por cuanto logró oponerse con éxito a que la política fiscal y presupuestaria formaran parte de los tratados europeos como competencia de la Unión. Alemania, objetivamente hablando, se beneficia de una moneda impuesta para toda la zona euro pero adaptada a las características de su economía. Sin embargo se resiste a que via impuestos y presupuesto se redistribuyan relativamente los réditos que obtiene de dicho privilegio monetario.
Hasta aquí el análisis de los efectos destructivos para muchas economías nacionales europeas del euro, un análisis que se hurta a las opiniones pública europeas y por extensión a los pueblos europeos, pese a ser una verdad admitida, casi un tópico, en los medios especializados o en los cenáculos ocultos de la ilegitimidad política. Mientras podemos esperar que alguien tome esta bandera de patriotismo económico en España ¿Nadie hará nada en el resto de Europa? Quizá Italia lo haga. La próxima vez que la Lega de Salvini llegue al poder, esta vez comandando la coalición de Gobierno. La Lega, antes llamada Lega Nord, conoce perfectamente los efectos devastadores del euro para el corazón industrial de Italia en su zona septentrional. Ahora ya no coquetea con hipótesis independentistas, siquiera con la insolidaridad fiscal del norte. Ahora la vertiente social de su programa político ha incorporado a las necesidades de la empresa italiana las de los asalariados del sur de Italia, mal que bien. Ahora Salvini juega la carta social y nacional entera, como una realidad completa. Y ahora puede obtener más del 30% a la primera ocasión que la languideciente coalición de gobierno 5S-PD se someta al juicio del pueblo italiano. Sumando los pequeños porcentajes que aportarán Forza Italia y Fratelli d’Italia, muy probablemente una mayoría parlamentaria de cariz popular acceda al gobierno. Y entonces, Salvini quizá haga explotar el euro. Probablemente no será de manera frontal y explícita, tomando la iniciativa. Probablemente obrará organizando los diferentes elementos del tablero económico europeo a disposición de Italia para que la continuidad del euro sencillamente se haga imposible. Ya en los primeros meses de 2019 amagó el Gobierno italiano, del que la Lega formaba parte, con una resistencia pasiva a las instrucciones llegadas desde Bruselas y que constreñían los planes económicos del ejecutivo transalpino para impulsar la actividad económica. La sombra de cuantiosas sanciones sobrevoló Roma por no ceñirse la coalición gubernamental al rigor presupuestario y fiscal de la Unión europea, de inspiración fundamentalmente alemana y tendente de modo obsesivo a la estabilidad de precios.
¿Que sentido tiene en el diseño geopolítico alemán la vertiente de la política monetaria europea que no se relaciona con el tipo de cambio sino con la creación de la masa monetaria y los fenómenos inflacionarios y deflacionarios?
Jesús Pérez
* Publicado originalmente por la Fundación DENAES y ampliado por el autor para la presente edición.