La Hispanidad no es un mero sentimiento. Al igual que la nación o la patria tampoco pueden limitar su naturaleza a ello. Los sentimientos son realidades vivificantes cuando son expresión de la experiencia de un bien. Un bien tanto presente como el que ha perdurado en el tiempo bajo forma de Tradición. Sólo en este sentido podemos decir que la Patria -la herencia de bienes materiales y espirituales recibidos y transmitidos por generaciones de hombres concretos con sus voluntades concretas- es un bien. Por ello, la voz de la Patria despierta en nosotros nobles sentimientos de fidelidad y correspondencia, de generosidad y entrega. Pero los sentimientos pueden ser a veces embelesadoras formas asfixiantes que nos instalan en la parálisis de la autocontemplación narcisista. Y este es el caso del nacionalismo, que pretende no honrar un pasado, sino manipularlo para justificar veleidades del presente y espurios intereses egoístas políticos. Por eso, mientras que el patriotismo sana las almas, el nacionalismo las degrada y pervierte. E igualmente por eso, la Hispanidad es hermandad de patrias -o de los restos que quedan de ellas- y no meros sentimientos, afectos o nostalgias. Y esta fraternidad sólo puede existir bajo una dulce maternidad común que mana de la Madre Patria.

La Hispanidad no es una ideología. Toda ideología es un artificio racionalista que pretende someter la naturaleza de las cosas a constructos y relatos que prometen una felicidad y perfección imposibles aquí en la tierra. Toda ideología política -en cuanto proyecto totalizador- es una violencia contra realidad social que se configura según sus propios principios y fines naturales; y no por los voluntarismos de los que ostentan poderes.

Las ideologías son enemigas de la realidad e imponen uniformismos reduccionistas que no corresponden a la unidad y -a la vez- diversidad de todo lo creado, sea material, sea espiritual, sea individual o sea político. De ahí que el Bien Común nunca pueda sustentarse en una ideología o en un programa político elaborado por hombres carentes de la verdadera experiencia del bien; hombres esterilizados por las ideologías políticas de moda que siempre surgen en cada etapa histórica. Frente a las ideologías yermas, deben erigirse los principios perennes que constituyen la realidad y objetivan el bien irrenunciable, así como el bien posible que es fruto de la virtud de la prudencia. Por eso el bien posible y real es enemigo indiscutible del mal menor que nos ha llevado a tan grandes males.

La Hispanidad es, en primer lugar, referente. Un referente es una guía para los momentos de desconcierto y oscuridad. Cuando los nacionalismos quiebran el cuerpo de la nación y los ideólogos enemigos de la Tradición pretenden sesgar las raíces de nuestra Patria que alimentan nuestras almas, arrojándonos así a las penumbras de la historia, la Hispanidad se convierte en nuestro faro. Ella nos muestra la falsedad del burdo materialismo histórico que pretende reducir una patria o nación a fronteras dibujadas en mapas o a Estados jacobinos fruto de las revoluciones burguesas decimonónicas. Estas revoluciones trajeron caos y desórdenes que sólo servían a los intereses de las oligarquías que tomaban en vano el nombre de un “Pueblo” que sólo estaba en su imaginación. Esas nuevas naciones no eran sino mapas de pseudorealidades tan falsas y de intereses tan viles que sólo pudieron provocar interminables guerras que agotaron Europa.

La idea ilustrada de “Pueblo” fue la suplantación de los pueblos reales que componían comunidades políticas concretas. Y hoy, olvidando la historia, esas mismas oligarquías buscan unir -o mejor dicho cementar- los restos de los pueblos de Europa con los remaches de una burocracia opresora y desalmada que anida en Bruselas. La Hispanidad nos enseña que el alma de las cosas es mucho más real que lo propiamente material. De ahí que, traspasando fronteras y océanos, podamos aún encontrar allí más de nuestra ánima hispana que en este nuestro yermo solar que dejó de llamarse España para ser denominado Estado español.

Cuando la identidad de España parece deshacerse, cuando se adoctrina a nuestra juventud para que se avergüence de su historia, en la Hispanidad encontramos miles de fuentes y arroyos en los que beber y aprender que nuestra España y nuestras Españas Plus Ultra, supieron congeniar la grandeza con la humildad, la espada con la cruz, la justicia con la misericordia. Tan admirable fue esta obra que nadie, al conocerla, puede renegar de ella; antes bien engrandece nuestro orgullo y respeto por las gestas insuperables de nuestros antepasados.

Por eso, la Hispanidad también es maestra. Es maestra en dos sentidos: en el de la vida personal y en el del destino de los pueblos. La Hispanidad fue un proyecto magno, ingente, homérico que exigía tras ella no sólo una espléndida organización política que encarnó la monarquía hispánica, sino también hombres de arrojo y talento de los que parece que la historia nos ha privado en nuestros días. Hoy cualquier dificultad vital nos hace temblar, cualquier reto a acometer nos amilana, cualquier sacrificio se nos presenta como fuera de nuestro alcance. Pero ¿cómo no aprender de aquellos hombres que recorrieron inmensas llanuras, atravesaron los desiertos más secos, las selvas más angostas o se auparon a las montañas más imponentes. Y ante cada dificultad si uno caía otro lo reemplazaba.

Sí, la madre patria se desangraba para dar vida a otros pueblos y engendrar una civilización que fue envidia de todo el Orbe. ¿Qué son por tanto nuestras pequeñeces, cortedad de miras, miedos e incertidumbres? Si ellos pudieron, por qué no nosotros. La Hispanidad nos obliga a preguntarnos por nuestras flaquezas, nuestras faltas de compromiso, nuestro espíritu de entrega. ¡Cómo no sentir vergüenza de nuestra actitud ante los que anuncian y desean la muerte de España! ¡Cómo hubieran reaccionado nuestros mayores!

El proyecto de la Hispanidad es fruto indirecto de una derrota ante el Islam que en pocos años asoló la Península. Sólo providencialmente pequeños reinos, señoríos y condados, que parecían condenados a competir entre ellos, fueron tomando conciencia de que había un bien superior a rescatar y que había sido arrebatado por la secta mahomentana, como antaño se la llamó. La Hispanidad fue fruto de ese impulso final que los reinos hispanos dieron a la Reconquista y que se desbordó saltando los mares ante el providencial descubrimiento del nuevo mundo. Por ello, la Hispanidad aunó aún más a los pueblos de España, los dotó de un destino común y de un sentimiento de servicio universal a una causa mayor que la propia gloria.

Jamás fueron misionados tantos pueblos en tan poco tiempo, jamás por un imperio se extendió tan rápido el saber y se fundaron tantas universidades en tan escaso tiempo. El derecho de gentes que emanaba de las universidades españolas, configuró no sólo una legislación imperial, sino un cuerpo jurídico virreinal para salvaguardar ante todo la justicia y la dignidad de los pueblos que se incorporaban al proyecto hispánico. Nunca se sintieron esos pueblos tan libres y respetados. El mejor barroco y tantas otras manifestaciones artísticas arraigaron en América y resplandecieron con mayor luz que en Europa. Y cuando llegó el ocaso de la monarquía hispánica, impulsado por criollos traidores a su sangre; alimentados con los odios, los ejércitos y los dineros ingleses, los pueblos indígenas se convirtieron en los soldados realistas más fieles y entusiastas. ¿Cómo explicar entonces que los teóricamente pueblos “oprimidos” dieran sus vidas por su teórico opresor (la corona española) y se enfrentaran a

La Hispanidad es una idea política. Podríamos hablar de Hispanidad en clave metapolítica y nos iluminaría en este mundo de tensiones geopolíticas. Pero principalmente la Hispanidad es una realidad histórica y política. La Hispanidad no es el relato de la leyenda negra que parieron hugonotes franceses, presbiterianos holandeses o puritanos anglosajones. La Hispanidad ha sido la encarnación política de principios metafísicos que se han pergeñado historia viva. La Hispanidad no está encerrada en polvorientos libros sino que sigue siendo un anhelo político consistente en hermanar lo que han querido separar, restaurar lo que han querido derrocar, alentar lo que se han empeñado en matar. Y siendo una idea política, que no una ideología, la Hispanidad debe posarse ahora sobre una comunidad humana que en otros tiempos fue comunidad política.

Esta comunidad política, estructurada entonces en Virreinatos, que a su vez replicaban la federación de reinos de la Monarquía hispánica, nos enseñó -y debe enseñar frente a los separatismos actuales-, que la unidad y la máxima autoridad política no está reñida con la diversidad y con los fueros y libertades que nuestros reyes concedieron a pueblos y comunidades. O que la Ley que obligaba a todo súbdito no podía violentar las costumbres que el tiempo y el sentido común había forjado en los pueblos amparados por una misma autoridad; o que el orgullo de una raza, en su sentido cultural, no están reñidas con el mestizaje.

La Hispanidad nos ha enseñado también que una gloriosa lengua común, no fue y no es incompatible con otras lenguas igualmente dignas. Y mientras que, sin imponerse, la lengua de Cervantes se iba extendiendo por el Nuevo Mundo, las propias autoridades políticas y religiosas se encargaron de elaborar gramáticas y diccionarios de cientos de lenguas indígenas, gracias a los cuales aún se conservan vivas. La diversidad nunca puso en peligro la unidad, pues un sentir superior y comunitario, esa experiencia del Bien común que hemos señalado, suplía cualquier tentación secesionista ¡Cuánto podríamos aprender de nuestra historia para solucionar nuestras cainitas luchas intestinas que amenazan con desmoronar nuestra Patria!

Por ello, la Hispanidad es esperanza. Lo que ella fue, es una realidad incuestionable. No pretendemos que la historia se repita pues eso sería un desiderátum propio de una imposición ideológica. La historia nunca se repite en sí misma, aunque puede replicar -y lo hace frecuentemente- sus errores y sus nefastas consecuencias. Por el contrario, llamamos Tradición a aquellos aciertos que se consumaron en la historia y nos permiten elegir entre los senderos que constantemente se bifurcan en el peregrinar hacia nuestro destino. Hoy se nos muestra para nuestra España un destino impuesto, como única alternativa política. Se nos dice que nuestro ser sólo tiene sentido si nos sometemos a una burocracia europea al precio de renegar de nuestros más arraigados valores y principios constitutivos. A su vez, esta inmensa maquinaria burocrática, se disuelve ante unas fuerzas globalizadoras que reclaman una ciudadanía universal y abstracta a cambio de olvidar nuestra historia y malvender nuestra alma.

Estas dinámicas totalizadoras, totalitaristas y totalizantes sólo ofrecen uniformismo y esterilidad política. Las personas, así, son sustituidas por “consumidores consumidos”, en lugar de hombres capaces “consumar” su destino personal y colectivo que es donde reside su verdadera dignidad. La globalización es la esclavitud total enfrentada a las libertades reales y concretas que nos dignifican y permiten experimentar la libertad personal y la pertenencia a una comunidad real. La actual globalización no deja de ser el triunfo anglosajón que consagra el empirismo practicista frente a los principios filosóficos y morales; el triunfo de la economía frente a la Política con mayúsculas que convierte en su esclava, el imperio depredador frente al imperio civilizador.

Por eso, frente a los actuales intentos globalizadores herederos de la idiosincrasia anglosajona, ofrecemos la idea de Hispanidad como una realidad globalizadora de pueblos para encaminarlos libres, que no sometidos, hacia la búsqueda del bien común y universal de la humanidad. Son innumerables las pequeñas comunidades, grupos, intelectuales u hombres sencillos que desde Alaska a la Patagonia, desde Filipinas a nuestra península, han empezado a emerger desalentados por el nuevo desorden mundial que nos quieren imponer y dispuestos a no rendirse a un destino que parece irrevocable. Ellos representan -representamos- lo que han de ser comunidades de amistad y comunión de ideales, que -como decían los clásicos- sustentan las verdaderas comunidades políticas.

Por eso con más frecuencias, en todos los lares donde España se asentó, nuevamente surge como distintivo la Cruz de San Andrés, emblema de nuestros imbatibles tercios y nuestra ejemplar Monarquía hispánica, como símbolo de una historia común que un día fue y que quiere volver a serlo. Bajo esa bandera, que no es otra que la de la Hispanidad, llamamos a todos los hombres de buena fe, preñados de esperanza e ilusión, a rescatar nuestra Paria y mostrar al mundo entero la Hispanidad como fruto de un humilde pueblo que supo ser fiel a sus raíces.

 

Javier Barraycoa

Manifiesto de Clausura de la Jornada catalana de afirmación hispánica

En Barcelona, capital de la Hispanidad

11 de octubre de 2020 Vigilia de la Virgen del Pilar y del Día de la Hispanidad

 

 

Javier Barraycoa