Parte 1 La Cristiandad. Una visión sociológica (1)
Parte 2 – El alma de la Cristiandad
¿Cómo describir el alma de la Cristiandad? Los principios evangélicos que se fueron sembrando, entre persecución y persecución en el imperio romano, fueron germinando con los siglos hasta consagrar un orden social ontológicamente superior. Ello se produjo sin romper radicalmente con la realidad anterior en la que supo apoyarse para erigir una nueva cosmovisión. Contra lo que se nos ha inculcado, en la Edad Media se conocían y reconocían el valor de la época y cultura clásica. La llegada del pensamiento aristotélico a través del mundo árabe, por ejemplo, fue abrazada por Santo Tomás que no lo despreció, sino que lo purgó de sus contaminaciones filosóficas.
La Cristiandad recogió de la antigüedad todo aquello que representaba, en boca de San Justino, los Spermatikos Logos o Semina Verbi[1]. Las semillas del logos ya estaban insertadas en el pensamiento clásico. Por el contrario, los llamados “Renacentistas”, se acercaron a los clásicos a modo de idolatría, como una forma de sutil secularización y contraposición a la Cristiandad. En cierta medida era un asomo de un retorno al paganismo, en primera instancia, y la preparación de una apostasía a largo plazo.
La Europa medieval, su alma, se constituyó bajo unas categorías propiamente cristianas o perfeccionadas por el cristianismo. El cuerpo social y político que representaba la Cristiandad se autodenominaba también Universitas christiana. El espíritu universal lo impregnaba todo: el conocimiento, el trabajo, la vida municipal, la organización política, el arte. “Universus” denota la significación de “versus[2] unus”. Esto es, lo diverso tendente y tensionado (girado) hacia la unidad[3].
La Cristiandad, por ello, luchó contra la fragmentación de saberes y de ahí el florecimiento de las universidades. La complejísima variedad de cuerpos sociales, con sus soberanías parciales, se equilibraron con la tendencia a constituir monarquías que armonizaran la diversidad y sobre ellas surgió el arbitrio del Imperio, que a su vez veía acotada su potestas temporal con la potestas de la Iglesia.
Mientras que, como ya dijimos, las cruzadas permiten una cohesión de múltiples pueblos dotándolos de un fin común y materializando el ansia espiritual de extender el Evangelio por todo el Orbe, la propia Cristiandad buscaba ser un epicentro de orden y paz. Por gremio se entiende una agrupación de trabajadores que comparten un mismo oficio o profesión. Pero, en realidad, la palabra puede tener un sentido más amplio. Proviene del latín gremium que quiere decir ‘seno’ o ‘regazo’.
Gremium llegó a ser sinónimo del centro de la Cristiandad, como lugar de protección y “descanso” del cristianismo. Erich Fromm, en su obra El miedo a la libertad, advierte de la leyenda negra que recae sobre la Edad Media y los peligros de sublimación que creó el romanticismo. En esta obra reconoce que en el Medioevo: “El orden social era concebido como un orden natural, y el ser una parte definida del mismo proporcionaba al hombre un sentimiento de seguridad y pertenencia”[4].
Nadie pude dudar que esos tiempos fueron difíciles en muchos aspectos, pero no pueden ser considerados oscuros y tristes como numerosos estudios sesgados nos pretenden hacer creer. Al respecto, escribe el P. Sáenz: “La Edad Media estuvo acuciada por un fecundo pathos. Fue una época juvenil, aventurera, que quiso gozar de la vida; sus hombres sabían divertirse, jugar y soñar. No deja de ser sintomático que, en los tratados de moral de aquel tiempo, encontremos enumerados ocho pecados capi- tales, en lugar de los siete conocidos. ¿Y cuál es el octavo? Nada menos que la tristeza, tristitia. El hombre medieval era capaz de gozar porque estaba anclado en la esperanza. Sabía que, si el pecado lo podía perder, la Redención lo salvaba”[5].
Los hombres de la Cristiandad eran el extremo opuesto de la sombría tristeza que traería el puritanismo protestante. La austeridad de la Reforma, no era virtud, sino ofuscación ante la vida como don; gravedad, ira y tristeza, eran el estado natural del que no sabe si está entre los predestinados a la salvación o la condenación. Incluso el protestantismo como tantas herejías, incluyendo la mohometana, se significó por su carácter iconoclasta y su odio a la representación artística de lo divino[6]. Por el contrario, para los miembros de la Cristiandad: “El arte era, para ellos una de las alas del amor; la religión era la otra. El arte y la religión daban a la humanidad todas las certidumbres de que tiene necesidad para vivir y que ignoran las épocas imbuidas de indiferencia, esa niebla moral”[7].
Sería interesante establecer una relación del cosmos de la Cristiandad con la filosofía de los trascendentales del ser en cuanto que expresan modos que se siguen del ente en general: unum, verum, bellum et bonum (Unidad, verdad, belleza y bondad). La cristiandad era esencialmente una unidad. Perderla significa dejar de existir como se es y transformarse en otra cosa y así le pasó con las herejías, el humanismo renacentista y el protestantismo. La Cristiandad, a su vez, fue una época de realismo donde la mediación con la realidad a través de la inteligencia nunca se negó, más bien dio lugar a la incesante búsqueda de la Verdad que cristalizó con la fundación de las Universidades. Por ello, el hombre medieval, que tantas veces se nos ha presentado sucio y despreciable, buscó la belleza y la concretó como máximo exponente en la construcción de las catedrales. Por último, la propia Cristiandad se experimentó así misma como un bien que debía ser, primeramente protegido, incluso con las armas y, en segundo lugar, ser difundido por todo el Orbe.
De ahí que fuera propio del alma de la Cristiandad el gozo de la existencia. Según Pernoud: “En su filosofía, en su arquitectura, en su manera de por doquier estalla una alegría de ser, un poder de afirmación que vuelve a traer a la memoria aquella expresión zumbona de Luis VII, al que reprochaban su falta de fasto: ‘Nosotros, en la corte de Francia, no tenemos sino pan, vino y alegría’. Palabra magnifica, que resume toda la Edad Media, época en que se supo apreciar más que en ninguna otra las cosas simples, sanas y gozosas: el pan, el vino y la alegría”[8]. El propio Padre Sáenz, apuntilla sobre lo significativo de que Santo Tomás recuperara de la vieja patrística una virtud prácticamente olvidada. Se refiere a la eutrapelia, esto es a la virtud del buen humor, de la afabilidad o de la amistad festiva. En definitiva el espíritu de comunidad era sobre el que se asentaba la Cristiandad.
Javier Barraycoa
NOTAS:
[1] Apología I, 46,2-3
[2] “Versus” es el participio pasivo de vertere (“girar”).
[3] Para comprobar la influencia del carácter universal que embargó las ciencias, el saber, la economía, la política, etcétera, en Occidente, respecto a otras civilizaciones sin raíces cristianas, baste leer el famoso prólogo de La Ética protestante y el Espíritu del capitalismo de Max Weber, que empieza así: “Si un miembro de la civilización moderna europea se propone investigar alguna cuestión relacionada con la historia universal, es lógico e inevitable que trate de considerar el asunto preguntando: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que sólo en Occidente hayan surgido ciertos hechos culturales sorprendentes, que — al menos así́ nos place imaginarlo — estuvieron orientados hacia un desarrollo de validez y alcances universales?
[4] Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 2000, p. 59.
[5] Alfredo Sáenz, Op. cit, p. 29.
[6] Es muy interesante ver como la influencia iconoclasta del protestantismo llevó a que los artistas tuvieran que buscar otros motivos: pintura de historia, retrato, pintura de género y bodegones. En Holanda, durante el “era barroca holandesa”, los artistas produjeron un tipo de pintura de bodegones, conocida como “Vanitas”, así como escenas de género que promovían la piedad y un estilo de vida devoto. Ello fue debido a la demanda “pintura espiritual”. Pero, la mayoría de pintores, al no poder pintar escenas bíblicas, santos o al mismo Cristo, se centraron en los retratos de sus mecenas calvinistas, enriquecidos por el comercio, o escenas cotidianas sin ninguna trascendencia religiosa.
[7] August Rodin, Las Catedrales de Francia, El Ateneo, Buenos Aires, 1946, p. 65.
[8] Régine Pernoud, Lumière du Moyen âge, Grasset, Paris, 1981, p. 258.