La relación política que se puede establecer entre un cálculo y un relato tiene mucho que ver con un maravilloso consejo que Don Quijote le dio al buen Sancho a punto de convertirse en gobernante y que resultará corrosivo para muchos de los que ya quisieran tener la sabiduría de Sancho, no digo ya la de Alonso Quijano: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”. Esta hermosa exhortación aparece en una gavilla de recomendaciones que el caballero manchego le sugiere a quien está a punto de hacerse Gobernador sin mayor mérito, una situación que espero no nos resulte incomprensible, visto lo visto.

La izquierda española propugna la igualdad, y con ese argumento suele montar un relato muy popular, porque siempre son más los de abajo que los de arriba, pero el truco está en que, salvo a la hora de hacer inversiones inmobiliarias, sus líderes no tienen mayor interés en que se pueda hacer un mínimo cálculo de la relación entre costes y beneficios. Apoyan siempre, por ejemplo, a los sindicatos, que están contra la patronal (muchos de abajo contra pocos de arriba), pero no se paran a ver si esa lucha tan bien contada produce los efectos que se supone y no muy otros, si sirve para introducir varias brechas entre, por ejemplo, los trabajadores bien situados y los jóvenes que buscan empleo, o entre los que tienen empleo y los parados. Para explicar eso siempre se le puede echar la culpa a alguien, ya saben quién. Apoyan la universidad para todos y las tasas gratuitas, pero no quieren saber nada de la calidad universitaria, ni del enorme fracaso personal que espera a quien haya obtenido una titulación más o menos a la moda y deba acabar en la caja de un supermercado, siendo como es muy poco probable que te saquen de allí para ocupar un ministerio, por ejemplo.

Por eso me refería a la relación entre injusticias y dádivas, porque no es una idea que solo quepa aplicar a los jueces venales, sino a todos los que se resisten a someter a un control inteligente y honesto el resultado de las políticas que proponen, como si no supieran que de principios excelsos se pueden derivar consecuencias desastrosas. Gran parte de los relatos políticos operan como trampantojos que buscan apartar de nuestra mirada lo que en verdad se ofrece a la vista detrás del artificio, a poco que se tenga algo de espíritu crítico y se sepa dudar de la apariencia que se nos quiere imponer.

Decía Pío Baroja que la literatura se diferenciaba de la vida en que la literatura escoge y la vida no. Por eso la izquierda le echa mucha literatura a sus políticas y suele tener más adeptos entre los poetas (que casi nunca piensan ser malos) que entre los que se han acostumbrado a manejar ideas que no significan lo que a uno se le antoje. No es ningún secreto que el negocio político de la izquierda se rige por la norma de comprar por el valor real y vender por la imagen, procedimiento que explica con precisión que el comunismo todavía tenga adeptos, pues se vende por lo que dice intentar sin que nadie cuestione lo que realmente ha costado, o, dicho de otra manera, los asesinados por el Ché, por poner un símbolo reciente, no han muerto en realidad, porque han sido como “esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie nunca” que decía Cortázar, que, oiga, no era ningún facha.

En estos días de pandemia estamos asistiendo a un verdadero combate entre cálculos y relatos dirigido desde el bunker narrativo de Moncloa. Como se sabe, los cálculos van perdiendo, porque ni siquiera sabemos el número de muertos, como para ponernos a comparar coeficientes y a evaluar políticas, esa cosa rara que han pedio los de una revista extranjera que es casi seguro que trabajan para la industria farmacéutica. Así que van venciendo los relatos, que, por descontado, son más libres y creativos.

Como la literatura contemporánea ha superado las limitaciones de la preceptiva clásica, no les resulta demasiado difícil enhebrar en el mismo rollo la portentosa declamación presidencial de hace unos meses, “Hemos vencido al virus”, con la prudente advertencia de ayer mismo “La situación es grave, los próximos meses serán muy duros”, y, dado que no nos vamos a poner estrechos con esta literatura tan bien intencionada, nadie echará en falta el capítulo en que se explica el paso de la rotunda victoria a la absoluta impotencia, así que quedamos advertidos y que nadie diga que no se había visto venir y que nos ha pillado desprevenidos. Ya saben las Comunidades autónomas que es cosa suya, y que de haber alguna otra responsabilidad, siempre menor, será de la oposición que no deja gobernar como es debido.

Si preguntamos a alguno de los que crean el relato que nos están endosando dirán que, en efecto, si hay alguna desviación de la justa medida, se deberá a la misericordia, no al peso de ninguna dádiva. Eso de las dádivas es corrupción, y ya se ha demostrado con toda la claridad judicial del mundo que la corrupción y la izquierda son incompatibles. Solo pensar que un líder de izquierda pueda hacer una denuncia falsa con el ánimo de desprestigiar a nadie, a la policía, por ejemplo, será pronto incluido en uno de esos delitos contra la correcta memoria del glorioso pasado de unos y el asqueroso fascismo de todos los demás que cualquiera de estos días se regulará por el Ministerio de Igualdad, vaya nombrecito sin pretensiones y sin el menor pudor orwelliano, que seguro encontrará un hueco entre tantas reuniones que celebra para luchar contra los males estructurales, no se vayan a creer que pierden el tiempo con anécdotas.

Antes, cuando escribir una novela suponía esfuerzo y años, tenía sentido que los estudiantes estudiasen, pero para hacer un tweet no se necesita ni codos ni ortografía, así que para que se va a suspender a los alumnos con problemas de adaptación curricular (¡pobrecillos!), si lo importante es que se emocionen y se diviertan, como dice José Antonio Gabelas. Como es natural los nuevos estudiantes no necesitarán saber matemáticas, sino aprender a obedecer y repetir los relatos pertinentes como antes se sabía el Padre nuestro. Ya dijo Orwell que poder decir que dos y dos son cuatro es el principio de la liberación, pero hay que saber sumar, no basta con repetirlo de memoria, como si fuera un ensalmo del tipo de socialismo es libertad y similares. De seguir como vamos, cabe temer que en algún momento deje de haber elecciones libres (ha pasado en otros lugares), aunque solo sea porque eso exige mucha contabilidad, además de que no estaría mal prohibir a la gente que se equivoque.

J. L. González Quirós

Publicado en Disidentia – 24/10/2020

Otros Autores