Toda la doctrina liberal se asienta sobre una aporía: o democracia o dictadura. El único régimen político legítimo es la democracia, gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Fuera de la democracia sólo existe la barbarie, el imperio del despotismo y la arbitrariedad.

Existe un concepto lato de democracia. De acuerdo con él, la democracia es un régimen de gobierno en el que las magistraturas políticas se proveen por períodos limitados de tiempo mediante el ejercicio del voto por parte de los ciudadanos.

Sin embargo, esta idea de la democracia no es la que está en la base de la moderna doctrina constitucionalista. Para el pensamiento liberal, la democracia es mucho más, ya que deriva directamente de la soberanía popular, que se expresa de forma auténtica mediante el sufragio universal.

Esta democracia no es tan sólo un sistema de gobierno, es un estado de cosas que invade todas las esferas de la vida humana, imponiendo el despotismo encubierto de instancias despersonalizadas y transnacionales de poder eminentemente económico –sinarquía-.

El dinero es el padre de la democracia. Crea la opinión publicada, que suplanta a la opinión pública, y, a través de ella, logra catalizar la falsa legitimidad de un sufragio corrompido y reducido a un acto de mera animalidad gregaria.

Ante todo, la democracia procede de la opinión y, en consecuencia, es preciso proscribir del ámbito de decisión el debate sobre la justicia, es decir, la legitimidad. La opinión se sitúa a la derecha o a la izquierda, es conservadora o progresista y, aplicando el sistema electivo a tales conceptos, puramente formales y vacíos de contenido, se alcanza la politicidad absoluta de todas las realidades de la vida humana. La causa próxima de la decisión política es su democraticidad, es decir, el logro de la mayoría numérica, no su justicia. Es entonces cuando surge el centro, la postura política aquilatada por la media aritmética de los sufragios. Con ello, el Derecho queda profanado por una violencia subliminal, de forma que la voluntad que se expresa en la elección, por su objeto, ya no es condición, sino auténtica causa de la decisión en todo su alcance. La democracia es despótica porque es potestad pura, sin mezcla de autoridad.

Es entonces cuando logramos intuir la falacia del sofisma inicial: la alternativa es falsa y engañosa, porque la dictadura no es más que una de las modalidades de la democracia revolucionaria moderna, es una democracia plebiscitaria, o el fatal resultado al que frecuentemente conduce la anárquica oligarquía parlamentarista. En los países en vías de desarrollo la experiencia es aleccionadora: la implantación de la panacea democrática sujeta a los pueblos a una situación de corrupción y venalidad generalizada que desemboca demasiado habitualmente en un gobierno militar. La Revolución desencadena una anarquía incontrolada que, antes o después, se ve obligada a embalsar en la férula despótica de una dictadura que, a su vez, sólo consigue dejar atrás después de permitir que la plutocracia parasite totalmente el cuerpo del Estado. La dictadura es el humo que delata la presencia del fuego y la devastación social democrática, del poder del número como sublimación de la fuerza bruta.

En ambos casos, nos encontramos con una forma política soberanista, dotada de un poder originario y, en consecuencia, germinalmente ilimitado –es decir, totalitario- desde el punto de vista material. Y al mismo tiempo, esa soberanía popular no sirve sino de pábulo a un poder impersonal y oculto de carácter eminentemente económico. Si alguien desea disfrutar de un poder ilimitado e irresponsable basta con ejercerlo siempre de forma indirecta con respecto a las instancias formalmente soberanas, levantadas a partir de una abstracción transpersonal, la voluntad general, en la que el individuo queda reducido a una condición anodina y gregaria.

La misma doctrina de la democracia representativa es el mentís más rotundo a la teoría de la soberanía de la masa indiscriminada de los habitantes de un determinado territorio, ya que gobernante es el que tiene la potestad efectiva de decidir sobre los aspectos fundamentales de la vida de la comunidad, y no el ciudadano adulado a quien se otorga un derecho arbitrario y absurdo a opinar sobre todo lo divino y humano, con el fin de justificar la atribución efectiva de dicha facultad a sus próceres.

El principio electivo implantado de forma masiva e indiscriminada supone la disolución del sentido comunitario de la convivencia. Postular la identificación entre gobernantes y gobernados supone, en el fondo, equiparar el interés público a la satisfacción simultánea de todos los intereses individuales, lo cual resulta absurdo y antisocial. La predicación constante de los voceros de la democracia ha sido que con ese régimen todos son libres y cada uno puede hacer lo que le venga en gana, siendo la autoridad pública responsable de la satisfacción universal de semejante “necesidad vital”. A partir de tales premisas se hace prácticamente imposible el logro de un gobierno responsable, apelándose de forma sistemática a la demagogia. La versión económica de esta nefasta teoría ha abogado en favor de una pretendida virtud regulatoria del ánimo de lucro, entendido de forma totalmente amoral – la “mano invisible” -, frente a la exigencia racional de un principio directivo que instrumente un orden de justicia a través de un marco regulador que garantice que la asignación de recursos no sólo responde al principio de maximización del beneficio, sino también, de modo eminente, a los requerimientos de la justicia distributiva.

La democracia asentada sobre estos principios es la negación del régimen tradicional, basado en una fuerte conciencia comunitaria y en una autoridad concreta, personal y, por tanto, funcional y limitada. La primera misión del Estado es garantizar un orden de justicia, mientras que la democracia constituye la negación más radical de ese orden mediante la enajenación de la humanidad del individuo y su reducción a factor de cómputo. El gobierno democrático es pura ingeniería social. Democracia significa estatización de la sociedad, no socialización de la autoridad política. Es la sociedad la que queda condenada a dividirse en grupos políticos que incuban una eterna y larvada guerra civil, y no el Estado el que debe reflejar en sus principios constitutivos la riqueza vital de una sociedad organizada. La ciencia política clásica alumbró hace ya muchos siglos un sencillo axioma: democracia radical en lo político, tiranía oligárquica en lo social.

En este sentido, la única “democracia” plausible es el servicio efectivo al bien común del pueblo, de la comunidad políticamente organizada. Esto en realidad, se ha dicho muchas veces, no es democracia, sino demofilia. Lo que sucede es que estamos acostumbrados justo al razonamiento contrario, a la falacia ad consequentiam. En los últimos cien años se dice que es democrático el gobierno que gana las elecciones. Ponen el carro delante de los bueyes, y de este modo el gobierno de facto más tiránico seguirá siendo democrático, porque ha sido democráticamente elegido (¡).

La democracia rectamente entendida es un resultado justo, no una patente de corso que inviste al gobernante con una autoridad que supuestamente le permite hacer lo que le venga en gana, porque supuestamente supuestamente el pueblo le ha concedido ese derecho omnímodo a la arbitrariedad, al despotismo.

El sentido social de la democracia como curso político pacífico, convivencia cívica armónica y respeto inapelable a la dignidad del ser humano apela a lo que constituyen objetivos irrenunciables de la ciencia política perenne. Este concepto, más ético o moral que estrictamente político, arranca de las primeras luchas de los hombres contra la tiranía y el despotismo en sus diversas formas, y echó raíces y creció al abrigo de la Cristiandad histórica. Hoy este sentido, si se quiere llamar así “vulgar” o “popular”, de la democracia está en trance de claudicar definitivamente ante el socialismo, que no reconoce la auténtica democracia más que en sí mismo.

Entonces, ¿qué es lo que realmente se necesita? Lo que siempre se ha necesitado: un gobierno legítimo y una representación auténtica.

 

Javier Amo Prieto