El pueblo sólo puede ser gobernado por representantes libre y periódicamente elegidos a través del sufragio universal. Esta es la base de la democracia. Se afirma, con ello, que el ciudadano sólo obedece los mandatos en cuyo origen su voluntad ha tenido una intervención causal, aunque sea infinitesimal.

En realidad, ahí radica el paralogismo, en una logomaquia absurda que trata de suplantar al principio verdadero del Derecho natural, que no es otro que aquél que exige que todos manifiesten libremente su propio parecer sobre los deberes y sacrificios que les son impuestos, no estando obligados a obedecer sin haber sido escuchados.

Es preciso, nuevamente, analizar el sentido estricto de cada término. ¿Qué debemos entender por “sufragio universal”?

El sufragio puede ser universal desde el punto de vista subjetivo o desde el punto de vista objetivo.

En el primer caso, aludimos a la circunstancia de que todos los ciudadanos, mayores de edad y el pleno ejercicio de sus derechos, pueden elegir a quienes han de representarles ante los poderes públicos, asumiendo la defensa de sus derechos e intereses legítimos. Ésta es la acepción más extendida, y que logra la adhesión del entendimiento y la buena voluntad del hombre común.

En cambio, el carácter deletéreo de la institución del sufragio universal proviene de su faceta objetiva. Es decir, se otorga, teóricamente, a cada individuo la facultad de emitir su dictamen sobre la universalidad de las cosas, se le pide que, al tiempo que designa a sus representantes, les confiera un poder implícito, sometido únicamente a límites formales negativos de carácter jurídico – constitucionales – , derivado de una cosmovisión ideológica a la que previamente, en virtud del concepto totalitario de democracia, se ha investido de la autoridad para decidir sobre todos los aspectos de la vida humana en términos de pura politicidad.

Se rehuye la racionalización del resultado del proceso por vía empírica, mediante la agregación aritmética de los sufragios emitidos de forma masiva e indiscriminada sobre la base – conviene no olvidarlo – de un sistema de representación y opinión organizado y financiado por los propios detentadores del poder público. De esta forma, el sufragio queda reducido a un acto de animalidad gregaria, a una ceremonia colectiva de enajenación de la ciudadanía.

El sufragio individualista es, por naturaleza, antisocial, y refuerza la tendencia estatista de la democracia, que trata de destruir la constitución natural de la sociedad civil mediante la politización de todas las relaciones sociales. La sociedad queda postrada a los pies de los detentadores ocasionales del poder político que, en virtud del proceso electoral y a través de los ingentes y casi ilimitados recursos de que disponen, se sienten y actúan como auténticos demiurgos de la vida social. El hombre queda obligado a optar entre el sectarismo ideológico o la indiferencia, mientras asiste impotente a la demolición de todas las instituciones de defensa social que había conquistado por su propia industria en un esfuerzo de siglos.

Es claro que todo miembro de la comunidad debe participar en la promoción del bien común, pero resulta igualmente evidente que el sufragio universal no es sino una hábil suplantación de este derecho-deber. Es preciso diferenciar entre la designación de los representantes de la sociedad ante los poderes públicos, y la emisión de un dictamen mínimamente autorizado sobre cualquiera de las cuestiones que se refieren al bien común. Para esto segundo no puede exigirse el libramiento de un cheque en blanco a favor de los voceros de las diferentes ideologías, sino que es preciso acotar el poder, tanto de los gobernantes, como de los gobernados. Todo ello mediante un mandato preciso y concreto en ambas direcciones. Es decir, mediante el restablecimiento de la vida comunitaria en su plenitud y el repudio de todo estatismo politizante.

El ejercicio de los deberes políticos por parte de los miembros de esa comunidad que conllevará, sin duda, el ejercicio del sufragio para la adopción de determinadas decisiones, no puede quedar enervado por las tradicionalmente proscritas ‘brigues et coalitions’, por las artimañas de los caciques y los partidos, por la sorprendente patraña del mandato representativo basado en la soberanía nacional popular.

El orden social sólo puede construirse legítimamente sobre relaciones de justicia. Tales relaciones son irreductibles a las modelos mecanicistas propios del ideologismo contemporáneo. La justicia implica una ordenación de las relaciones intersubjetivas que no puede reconducirse al mero cálculo aritmético de la demanda agregada de necesidades sociales y de los recursos necesarios para su satisfacción. La Legitimidad implica que el tejido de relaciones sociales que constituye naturalmente la comunidad se basa, de modo eminente, en vínculos de lealtad recíproca de carácter personal. La sociedad civil sólo puede articularse sobre principios e instituciones pensados para la vida en común, mientras que el estatismo liberal trata de cohonestar la plena garantía del individualismo más antisocial con la estandarización inapelable de las formas de vida como exigencia inexcusable del buen funcionamiento de un cada vez más omniabarcante servicio público.

Urge restaurar la dignidad de los deberes cívicos, pero esta tarea resultará, sin duda, imposible si no se afronta en el marco de la reconstrucción de la conciencia social comunitaria. Ésta, a su vez, implica ineludiblemente la recuperación de la Legitimidad como elemento aglutinante del tejido social.

Javier Amo Prieto