El Derecho para el pensamiento liberal no es sino la estructura normativa del Estado. La sociedad es el despliegue de un sistema contenido germinalmente en el texto fundamental emanado directamente, en un sólo acto, de la soberanía popular constituyente, como Minerva de la cabeza de Júpiter. El Estado de Derecho consiste en la correcta adecuación lógico-formal de cualquier disposición normativa o resolución administrativa a los principios universales y abstractos contenidos en la Constitución que, a su vez, tiene como presupuesto de validez la norma fundamental, es decir, la soberanía popular revolucionaria y, en consecuencia, la proscripción de toda reflexión atinente a la justicia material.
Por el contrario, la Constitución de un pueblo, no necesariamente escrita, sino natural y tradicional, se manifiesta en la paz, en su actividad comunitaria normal, en sus costumbres cotidianas. Al hablar del concepto clásico de Constitución interna o tradicional lo hacemos por contraposición a aquella necesariamente escrita y revolucionaria, que pretende instaurar una nueva forma de ser en la vida civil de un pueblo, ordenándola según un modelo ideal cuya implantación disuelve la sociedad en una mera yuxtaposición mecánica de individuos concebidos de modo abstracto, general y asocial. La Constitución interna puede y debe ser acomodada prudentemente a las circunstancias históricas, porque en enmarca en el dinamismo propio de la Tradición. En esta línea de pensamiento, la Constitución política parece remitir a la etimología del término, “constitución” como configuración natural de una determinada realidad.
Frente a esta noción casi intuitiva, se alzan las doctrinas del constitucionalismo liberal. Como casi todo “-ismo”, apunta a una psicosis obsesiva que, en este caso, proviene de una mentalidad totalmente positivista. Del mismo modo que el perfeccionamiento de las estructuras algebraicas y, en general, de los modelos matemáticos ha hecho posible un enorme avance técnico y una considerable mejora de las condiciones de la vida humana, al menos en los países más desarrollados, pretende afirmarse que es posible reducir toda la realidad de la vida social a una serie de conceptos lógico-formales universalísimos y, en último término, a una noción generalísima y omnicomprensiva: la Norma Fundamental o presupuesto lógico de todo el ordenamiento que, en el fondo, no se identifica sino con la propia soberanía popular revolucionaria. Se trata, en consecuencia, de un gigantesco aparato de voluntarismo jurídico que va destruyendo las condiciones propiamente humanas de la vida en sociedad e implantando, en su lugar, una suerte de coexistencia pacífica entre individuos asociales a los que se pretende atribuir el ejercicio de una libertad autónoma e ilimitada. Es claro que tal estado de cosas conduce derechamente al predominio de los sujetos sin escrúpulos, los únicos que, en la práctica, disfrutan de la libertad de hacer lo que les viene en gana, a costa, naturalmente, de la legítima libertad de los demás. Con el fin de que toda esta inmensa fantasmagoría se sostenga, las Constituciones liberales hacen solemnes declaraciones de derechos que, por su propia naturaleza, son fácilmente manipulables en perjuicio, como siempre, de los más débiles. Marginan, en cambio, la definición de los deberes socialmente exigibles, con lo que consiguen atomizar y destruir a los pueblos, convirtiéndolos en muchedumbres anónimas formadas por agregación de individuos, a los que se instruye insensiblemente en la búsqueda egoísta y antisocial del propio interés.
La defensa del sistema constitucional se encomienda a un órgano de composición mediatamente partitocrática, lo que pone de manifiesto la ausencia de controles efectivos y materiales sobre la actividad del legislador, máxime si se tiene en cuenta que la fiscalización de las disposiciones legislativas está reservada de forma exclusiva a los denominados tribunales constitucionales. De este modo, los detentadores fácticos de la denominada “soberanía popular” – proscritos en el régimen tradicional bajo la denominación de “brigues et coalitions” – controlan tanto las potestades normativas originarias como los “checks and balances” pretendidamente dispuestos para equilibrar su ejercicio.
El formalismo jurídico deviene, en la práctica, en puro positivismo, y el Derecho queda profanado, convirtiéndose en el sofisticado aparato propagandístico que sirve de coartada al ejercicio de un poder materialmente ilimitado e irresponsable, alimentado por la corrupción y la venalidad.
En la práctica, es la sociedad la que queda sometida a los requerimientos que impone la óptima prestación de los servicios públicos, a causa del reconocimiento de la potestad reglamentaria inherente a la titularidad de éstos, cuando, en rigor, es la autoridad pública la que debiera, en virtud de la misión específica que le está encomendada, emplear toda su energía política y los ingentes recursos de que dispone en articular su organización y funcionamiento del modo que resulte más apto para la tutela y promoción del bien común de la sociedad.
El rechazo instintivo que provoca la deshonestidad generalizada característica de los regímenes constitucionalistas de cuño liberal produce, a su vez la más profunda detestación de la política, circunstancia que es adecuadamente instrumentalizada con el fin de cohonestar la dudosamente sincera inhibición de las magistraturas de este orden a favor de los órganos técnicos, dando lugar a la más perversa de las simbiosis entre, por un lado, la abdicación del ejercicio de la autoridad en sentido estricto – establecimiento de un orden de justicia – a cambio del disfrute de las prebendas dimanantes del monopolio de la representación popular, y, por otro lado, el sacrificio de la probidad profesional del aparato burocrático de la Administración en aras de la implantación de los más monstruosos engendros de la ingeniería social.
Y es que, a diferencia de los Fueros, las Constituciones liberales son textos políticos, esencialmente ideológicos, y no sólo jurídicos. El Derecho Nuevo cumple, en este sentido, con respecto al régimen liberal, la misma función que desempeñó el Derecho Romano en la apología del absolutismo monocrático. Para el pensamiento liberal el Estado viene obligado a garantizar el ejercicio de una libertad absoluta e irresponsable por parte de cada ciudadano. Semejante premisa, absurda en su propio enunciado, sirve como título legitimante para la insensible implantación de un estatismo omnipresente, diluido en instancias impersonales de control social. La Constitución, y su correlato dogmático de la plenitud del ordenamiento jurídico, no suponen sino los falsos títulos de legitimidad de la oligarquía partitocrática, es decir, de un régimen en el que el poder político se concibe como un botín disputado por bandas rivales.
El constitucionalismo, como marco formal de pensamiento de todas las ideologías de la Modernidad, es el contrapunto al principio clásico de la Legitimidad. El positivismo jurídico es inherente a la democracia liberal: ya no se admite discusión sobre la justicia o injusticia – Legitimidad – de las leyes y actuaciones del poder público, sólo está permitido alegar la falta de adecuación de las mismas con respecto a los parámetros puramente formales de la ley ordinaria o constitucional. El único elemento de juicio cuya validez es aceptada es el “progreso”, es decir, la diferencia relativa con respecto al estado de cosas inmediatamente anterior. Cuanto mayor sea esta diferencia aparente, más progresista será la postura o actuación correspondiente y, por supuesto, más democrática.
Frente a este planteamiento de partida – porque éste y no otro es el actual estado de cosas -, la reconquista de la genuina libertad exige de forma ineludible el restablecimiento de la Constitución tradicional o interna. Sólo una autoridad efectivamente enraizada en la comunidad a la que pretende servir, podrá hacer frente a las amenazas de la penetración sinárquica y la subversión revolucionaria, las dos cabezas de la diabólica hidra de la Modernidad.