En la primera entrega de esta serie (“Podemos se pasa al bando del gran capital) llamábamos la atención sobre la contradictoria postura en el tiempo de los líderes de la ultraizquierda española, primero opuestos a la globalización y ahora fervorosos partidarios de la Agenda 2030.

Algunos buscaran en la venalidad personal la explicación del cambio de postura sobre la Agenda globalista. Cierto que Pablo Iglesias en apenas dos años ha visto cómo su patrimonio se multiplicaba por 20, o que dirigentes como Ione Belarra, sin experiencia profesional fuera de la política y una simple titulación en psicología, consiguió unos ingresos cerca de los 120.000 euros brutos anuales como secretaria de Estado para la Agenda 2030 y ha llegado a ministra. Lo mismo que suponemos se embolsará Enrique Santiago, Secretario General del PCE, que la ha sucedido como mandamás de la Agenda 2030 en España.  Cierto que se vive muy bien al calorcito del coche oficial, si no, que se lo pregunten a Irene Montero y a sus asesoras. Sobre todo, si no tienes ni oficio ni beneficio. También hay mucho dinero que repartir entre las redes clientelares de los partidos, pero de eso de hacer caja a cuenta de bobos, hablaremos en otro capítulo.

La alianza “contra-natura” entre ultraizquierda y gran capital tiene una explicación, no sé si menos mezquina, pero sí más decadente. Se trata del cambio en el paradigma político occidental que dividía entre izquierdas y derechas el mundo ideológico del siglo XX y del agotamiento del modelo civilizacional de Europa.

El cambio comenzó con la Revolución Cultural de los 60 y 70 del pasado siglo. Ya entonces la ideología hippie y la yuppie acabaron siendo las dos caras de la misma moneda. Como han sostenido los profesores Heath y Potter, nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura de la década de los 60 y la ideología del sistema capitalista, nunca se produjo una colisión entre los valores del marxismo cultural y los requisitos funcionales del sistema económico capitalista. Es más, la cultura se transformó en un nuevo objeto de consumo para masas al confundirse con el entretenimiento[1].

Pues bien, lo mismo ha sucedido con el movimiento antiglobalición postmarxista, que en realidad no es más que la otra cara de la misma moneda, por un lado, globalización capitalista, por otro, globalización socialista. Una moneda que, para entendernos, en realidad no es más que una forma de evolución del capitalismo en su interacción con el Estado. Nos encontramos ante la paradoja de una mayor regulación gubernamental a través de una profusa legislación fiscal, laboral y económica, incluso con rescates y participaciones públicas en empresas privadas, a la vez que las interferencias desde las grandes corporaciones para condicionar las políticas públicas son cada día más inevitables. Las puertas giratorias no sólo consisten en personajes que entran y salen de los consejos de administración de grandes empresas y los puestos políticos del Estado. Se está construyendo un nuevo compromiso entre corporaciones y gobiernos en el que ambas partes trabajan para unos intereses, que ya no son, ni los de los accionistas o ahorradores, ni los de los ciudadanos de a pie, sino los de las élites del nuevo orden mundial. En este caldo de cultivo no es de extrañar que estén cómodos tanto la ultraizquierda como el gran capital. El capitalismo necesita del concurso del Estado para salvarse de sí mismo y el postmarxismo ha encontrado su justificación tras la caída del Muro, jugando a transformar al capitalismo a través de ese mismo Estado.

No, no es una locura que dos fórmulas aparentemente antagónicas e históricamente enfrentadas tengan un mismo denominador común y acaben compartiendo objetivos.  Ambos lados coinciden hoy en rechazar de manera general todas las instituciones y comunidades naturales, como la nación y la familia, o los referentes religiosos y las identidades históricas. Las naciones, los sexos, las razas, la familia tradicional, los dioses, no deberían existir. Nunca deberían haber existido, porque son los responsables del colonialismo, el racismo, la xenofobia, el patriarcado y la discriminación de cuanta minoría existe. Es decir, se impugnan los valores greco-romanos y cristianos que sirvieron para crear la civilización Occidental y que R.R. Reno ha denominado “dioses fuertes”.

Para el capitalismo de este nuevo siglo XXI, sólo debe existir el individuo. Un individualismo que, en vez de poner el acento en la libertad, como hacía una buena parte del pensamiento liberal clásico, lo pone en el consumismo.  La realización del hombre consiste en satisfacer sus deseos consumistas, comprar productos, tener cosas, ser popular, darse caprichos, estar a la última… un hiperindividualismo que gira en torno al hedonismo y que no puede pararse, porque las economías del Estado de bienestar precisan que cada vez consumamos más. La lógica del capitalismo postmoderno se basa en un ciclo económico integrado en una sociedad de consumo, una sociedad tecnológica y una sociedad atomizada en el marco de un mercado global que, con la Agenda 2030, pasa a denominarse capitalismo inclusivo, sostenible, social y ecológico, pero que en realidad esconde una planificación económica diseñada desde las grandes corporaciones, que aspira a hacer evolucionar el capitalismo industrial y financiero hacía un capitalismo de Estado en el que lo público y lo privado está sometido al mismo centro de poder.

En el otro lado, en el lado socialista de la moneda, se pone el acento, no en la justicia social, sino en el igualitarismo. El postmarxismo ya no cree en la colectividad como unidad social, cree en la fragmentación de la sociedad en minorías identitarias y concibe la igualdad como un derecho a consumir.  El igualitarismo que se propugna desde la ultraizquierda consiste en lograr que todos tengan la misma oportunidad de comprar productos, de tener cosas, de darse caprichos, de estar a la última… y para ello es preciso redistribuir la riqueza entre todos los consumidores del mundo a través de rentas vitalicias, prestaciones públicas o inmigración masiva. La Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana (ATTAC), la Plataforma contra los Fondos Buitres, el Movimiento de Resistencia Global (MRG), contra la globalización económica etc, integrados por activistas e intelectuales que venían del marxismo (José Bové, Noam Chomsky, Bernard Cassen, Ignacio Ramonet, José Saramago, Pablo Iglesias, Ernesto Laclau o el Subcomandante Marcos), al fin y a la postre tenían que reconocer que los trabajadores en Occidente ya no eran proletarios, eran miembros de una clase media que aspiraba, no a revoluciones comunistas, sino a vivir cada día mejor gracias a la propiedad privada acumulada con el sudor de su frente y sus ahorros, por lo que debían buscar nuevas banderas que agitar. Entre ellas encontraron, inicialmente, la causa contra la globalización neoliberal, pero, al igual que sucedió con el mayo francés y su contracultura anticapitalista, nunca pusieron en duda los fundamentos del fenómeno de la globalización y han acabado, con su igualitarismo consumista, reforzando una opción política-económica muy clara a favor de los sectores más concentrados del gran capital.

A ambas corrientes de este nuevo capitalismo de Estado en ciernes les conviene liquidar los marcos comunitarios tradicionales para lograr ese hombre disuelto en la masa, contemplado, bien como individuo consumidor, productor y contribuyente, bien como ser humano sin arraigo integral, perteneciente tan sólo a una categoría racial, sexual, cultural, económica o estética. Un hombre sin sentido de transcendencia al verse privado de su dimensión comunitaria, sin otro destino compartido que ver su deseo particular satisfecho[2]. Un hombre que, gracias al individualismo e igualitarismo impulsado por la agenda globalista, esta inerme ante los poderes económicos, perdido en la desinformación de las nuevas tecnologías de la comunicación, anestesiado por el entretenimiento de masas y mercantilizado como productor y consumidor.  Un hombre que se encuentra en soledad, sin referente ni arraigo, que, como afirma Gilles Lipovetsky, se enfrenta a un vacío muy duro cuando se para y escarba en la superficialidad de esta sociedad de la imagen y cambio veloz para pasar de un consumo a otro de todo. Esta pinza entre individualismo e igualitarismo, entre capitalismo y socialismo, resulta muy eficaz, ya que fingiendo salvar al mundo de un desastre climático y trabajar para  poner fin a la pobreza, y mejorar las vidas y las perspectivas de las personas, sin dejar a nadie atrás [3],  está logrando realizar una empresa de ingeniería social  para modificar nuestros hábitos de consumo, nuestra forma de relacionarnos,  las formas de inversión económica,  el papel social del trabajo y el ahorro y a replantear lo que denominan el contrato social que mantiene la población civil con los gobiernos, poniendo en manos de unas élites opacas nuestros destinos. El sometimiento de la ONU y su Agenda 2030 a estos designios, lo hallamos claramente en el discurso de António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, en la última reunión del Foro de Davos: “El Gran Reinicio es un reconocimiento de que esta tragedia humana debe ser una llamada de atención. Debemos construir economías y sociedades más equitativas, inclusivas y sostenibles, que sean más resistentes a las pandemias, al cambio climático y a los muchos otros cambios mundiales a los que nos enfrentamos”.

 La clase media, la gran víctima del gran reinicio. 

A modo de conclusión diremos que esta confluencia entre ultraizquierda y gran capital tiene también una víctima en común, la clase media. Es cierto que la globalización, en números totales, ha elevado el nivel de riqueza en el mundo, pero su reparto ha sido desigual. Y no, no ha sido el tercer mundo donde ese reparto ha creado más desigualdad. Si acudimos al estudio publicado por Branko Milanovic[4], el nivel de pobreza en las zonas más desfavorecidas del tercer mundo, ha permanecido estancado durante los últimos 30 años.  La desigualdad económica no ha variado. Sin embargo, el nivel de ingresos en países emergentes como China y la India y otros países del área asiática del Pacífico ha crecido espectacularmente hasta crear una incipiente clase media que, aunque aún por debajo de la clase media occidental, no ha parado de crecer. Por el contrario, en Occidente la clase media también se ha estancado mientras las elites conectadas a la economía globalista han experimentado el alza más espectacular, porque son ellos y sólo ellos quienes acaparan la riqueza. Los mismos que desde el Foro de Davos nos dicen cómo ha de cambiar el mundo.

Viendo quienes están sacando el mayor beneficio de la globalización, y también de la pandemia, grandes empresas tecnológicas, farmacéuticas, energéticas, fondos de inversión, magnates como Bill Gates, Soros… , cada día más fuertes, nos quedamos boquiabiertos ante la credulidad de la gente que se traga el cuento de ese capitalismo inclusivo y más consciente, que va a crear valor para la sociedad y el medio ambiente, ese capitalismo al que Pablo Iglesias y los suyos apoyan porque va a ser un capitalismo de Estado, desde donde  ellos aspiran a dirigir un ejército de burócratas cuya tarea principal será conseguir recaudar y administrar los fondos para financiar la Agenda globalista, todo en nombre de un nuevo orden mundial más justo, con menos desigualdades, medioambientalmente saludable, inclusivo y sostenible, pero que pagará la clase media occidental.

Pasolini se dio cuenta muy pronto que todos aquellos jóvenes burgueses del Mayo del 68, que reclamaban tanta libertad como rechazaban responsabilidad, no eran más que una revelación de la Gauche Divine, incapaces de entender nada. Por mucho que enarbolaran el libro rojo de Mao, llevasen camisetas del Che, se proclamasen trotskistas, o siguiesen a Negri y aplaudiesen a sus pistoleros de las Brigadas Rojas, al fin y a la postre, nunca dejarían de ser los hijos de papá que veían la revolución como un juego. Lo mismo sucede con las bases de Podemos, los auténticos tontos útiles del gran capital, que acuden a Vallecas a soltar ladrillazos contra VOX con el mismo servilismo perruno con el que acudían a soltar adoquines en Seattle, sin enterarse de nada. Sin enterase de que el fascismo no existe ya, que el único peligro es ese capitalismo de Estado en manos de las grandes corporaciones al que sirven sus líderes, que les va a arrojar migajas para que puedan vivir como miserables cobrando una paguita o les va a permitir “okupar” la casa de otro, mientras la clase media paga todos los platos rotos y los fondos de inversión de los Rothschild  y los Rockefeller de turno se llenan los bolsillos a costa de hacerse dueños de todo el tejido productivo de la nación.

En los países desarrollados, la clase media está siendo sido castigada por mayores tasas de paro y un nivel de vida que no ha crecido en los últimos 20 años, a la vez que sufre una mayor presión fiscal para sostener el Estado del bienestar. Los hijos de esta clase media ven cómo cursar estudios universitarios no sirve ya para encontrar un puesto de trabajo, licenciados en derecho y económicas ya ni siquiera pueden aspirar a ocupar puestos en una entidad bancaria que antes desempeñaban contables o un simple comercial con bachillerato. Trabajadores manuales especializados superan en ingresos a la mayoría de titulados universitarios, pero los trabajadores no cualificados deben competir con la mano de obra barata de la inmigración en masa. La globalización también acaba por perjudicar a los trabajadores cualificados, al deslocalizar las actividades de producción, las empresas de Occidente consiguen una mano de obra a menor coste que aumenta su cuenta de beneficios, a la vez que al trasladar sus tecnologías más avanzadas a otros países alimenta una mayor competencia de estos contra la industria y comercio occidentales.

No hay duda, en el reordenamiento económico y político actual la gran perdedora es la clase media occidental, atrapada entre la ultraizquierda y el gran capital. Millones de trabajadores y ahorradores se sienten inseguros sobre lo que puede deparar el futuro, porque la globalización ha quebrado un sistema basado en la comunidad nacional y las élites económicas ya no tienen ningún vínculo de solidaridad con ellos, al pertenecer a un nuevo establishment mundialista. Tampoco encuentran amparo en sus dirigentes políticos, ya sean de izquierdas o derechas, porque están más dispuestos a servir a los intereses de la oligarquía que crece en torno a la ONU y el Foro Económico Mundial que a sus mismos nacionales,basta ver como en Francia Macron se ha apresurado a obedecer los dictados de Davos prohibiendo los vuelos domésticos en rutas que pueden ser cubiertas en menos de dos horas y media en tren, con la vista puesta en prohibir las rutas que se puedan cubrir en 4 horas.

Las dos caras de la Agenda globalista, capitalismo y socialismo, cuando piensan en los ciudadanos de clase media de Occidente, lo hacen con la misma ansia que lo hacía el avaro Shylock en la libra de carne de Antonio[5],  la contemplan para verla sometida y aniquilada definitivamente tras quedarse con sus votos y con su patrimonio.

Mateo Requesens

 


[1]  En este sentido Norbert Bolz, en su obra El manifiesto consumista, considera que el propio consumidor se ha acabado convirtiendo en un producto.

[2]Humberto Eco lo llama “una verdadera orgía del deseo”.

[3]Thierry Malleret, socio de Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico Mundial, afirmaba: “El cambio es incómodo y, a su vez, necesario para implementar reformas críticas destinadas a hacer del mundo un lugar más inclusivo, sostenible y respetuoso con el medio ambiente”.

[4]“Desigualdad mundial: Un nuevo enfoque para la era de la globalización”.

[5]“El mercader de Venecia”, William Shakespeare.

Publicado en POSMODERNIA– 19/04/2021

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