Alejandro Zaera-Polo es uno de los arquitectos españoles más punteros del mundo. Ha dado clase en algunas de las escuelas de arquitectura más prestigiosas, como Yale, y fue decano de la Escuela de Arquitectura de Princeton hasta que iniciaron un proceso contra él por un supuesto plagio, motivo por el que demandó a Princeton por difamación. Tras su destitución, se quedó dando clase en la universidad, pero el control ideológico sobre el trabajo de sus alumnos y la supervisión obligatoria a la que lo sometían terminaron de colmar el vaso. Así que Alejandro Zaera-Polo, antaño decano de esta prestigiosa universidad, les declaró la guerra: hizo escalar su reclamación sobre la libertad académica hasta la cima de la jerarquía y recogió por el camino todo el material, para publicarlo.
Lo que sus detractores definen como un “berrinche” son en realidad más de 800 páginas de documentos en las que se ve, correo electrónico a correo electrónico, cómo las políticas de la identidad, el pensamiento de grupo y la presión están siendo aprovechados allí por algunas personas poderosas paraimpedir la libertad académica, y para acaparar poder. Es un montón de material que Zaera-Polo ha ordenado y analizado, en forma de “etnografía gonzo”, y que ha aderezado con seis horas más de un seminario, grabado por él mismo, disponibles en Vimeo. Zaera-Polo ha decidido conceder esta entrevista a El Confidencial para explicar cuál es, por dentro, el estado de una universidad norteamericana de élite.
PREGUNTA. Empecemos por el final. ¿Cómo es tu salida de la Universidad de Princeton?
RESPUESTA. Mi salida de Princeton es un despido con todos los honores y tras pasar por todos los posibles comités y procesos, en verano. Estaba anunciado hace mucho tiempo, así que decidí llevar el proceso hasta las últimas consecuencias y grabarlo todo, no para mis archivos o para el juicio en ciernes, sino para publicarlo. Y es lo que he hecho, publicarlo todo. Quiero que la gente sepa cómo ocurren estas cosas en una institución académica de prestigio como Princeton.
P. ¿Tu caso es representativo del ambiente en las universidades de élite americanas?
R. No sé si se puede extrapolar a toda la universidad. Lo interesante del caso es que reúne distintas facetas de las políticas de la identidad, que normalmente no se dan todas juntas. Partimos de la base de que Princeton, el verano pasado, canceló al presidente Woodrow Wilson, que había sido presidente de la universidad y del país, por racista. Y no niego que fuera racista, pero sí señalo que en una institución donde se produce esta cancelación suceden también muchas otras cosas, relacionadas. Esta es una de las ideas que tengo cuando, en pleno proceso disciplinar, empiezo a recoger material para hacer esta etnografía de la autoridad académica.
P. Son más de 800 páginas de documentos lo que has publicado, y has emitido seis seminarios en vídeo. ¿Cuáles son algunas de las líneas maestras?
R. Una muy evidente es que estos procesos mienten. Son procesos literal e intencionadamente falsos. Me parece importante analizar esos procedimientos, puesto que tienen una importancia crucial en cómo se forma el pensamiento de una época. El propósito de la universidad es la búsqueda de la verdad, y así lo confirman los estatutos tanto de Princeton como de otras universidades, pero resulta que allí mismo la verdad se ha convertido en una cuestión contingente. Se supone que en las universidades se construye la verdad, la moral, la virtud, pero luego vemos que, allí mismo, la realidad está más sujeta a la interpretación que a la evidencia. Este es el mundo que las universidades han ido construyendo en las últimas décadas, y es el mundo de los “hechos alternativos”, que tanto criticaron cuando lo enarbolaba Trump. La autoridad académica contemporánea utiliza todo un arsenal de mecanismos de pensamiento, como la unanimidad, el pensamiento de grupo, para convertir la mentira en verdad.
P. ¿Qué motiva tu despido?
R. Los procesos empiezan con un atentado contra mi libertad académica, y la de otros profesores de mi departamento. Yo fui decano de la Escuela de Arquitectura de Princeton y después continúe como profesor titular. Se supone que tengo libertad de cátedra, pero en la escuela me ponen a otra profesora, cuya labor es supervisar (interferir, más bien) en cómo gestiono los trabajos de fin de posgrado de los alumnos que están a mi cargo. Esa profesora, que es una arquitecta americana importante, Elizabeth Diller, además se lleva todo el crédito formal. Todo empieza cuando yo me resisto a su supervisión.
P. ¿Cuál es la función específica de esta señora, por qué la ponen?
R. La ponen porque el decano anterior a mí era relativamente débil, y esta señora es poderosa en Estados Unidos. Como una especie de prebenda, le ofrecen esto para que vaya más por la escuela, le dan este cargo, que se llama “coordinadora de tesis”, que sirve simplemente para que ella pueda meter baza en todos los trabajos, sin pegar ni chapa.
P. Así que te niegas a que ella supervise los trabajos de tus alumnos.
R. Sí. No tiene sentido que ser responsable de una tesis, que es supervisada por otro profesor ideológicamente antagónico. Entonces, decido que no voy a tragar con esto, y me niego a dirigir tesis en esas condiciones. Esto inmediatamente pasa a la decana, y de ahí al vicerrector del profesorado, y ahí es donde yo me doy cuenta de que hay material interesante para publicar. A partir de ese punto, lo voy elevando y elevando, cada vez más, hasta llegar al Board of Trustees, la junta directiva, cuyos consejeros tienen la última palabra y la responsabilidad legal. Es decir: elevo este conflicto sobre la libertad académica a través de todos los estratos de la universidad, y fracaso. Me abren un proceso disciplinario, que decido grabar también. Y lo que está grabado y publicado es cómo la universidad construye el caso a través de todo tipo de falsedades.
P. Si lo entiendo bien, tú empiezas quejándote de ese mecanismo obligatorio de la supervisión de las tesis, pero acabas siendo tú el objeto de la queja y del proceso, ¿es así?
R. No exactamente, porque en un principio yo no hago una queja, sino que simplemente me niego a ser supervisado. Digo: “si mis alumnos tienen que pasar por esta señora y esta señora se lleva mi crédito como director de tesis, no voy a entrar en este juego”.
P. ¿Y qué tiene que ver todo esto con el tema de la diversidad o las políticas de identidad, que decías al principio?
R. Aparecen de muchas formas tanto a lo largo del proceso como en la labor de coordinación de los trabajos. Verás: el conflicto empieza por mi negativa a perder la libertad académica en el asunto de las tesis, ¿de acuerdo? Pero luego escala a la decana, Mónica Ponce de León. Resulta que esta señora es una arquitecta de origen venezolano que ha construido su carrera por el hecho de ser una mujer latina. Políticas de discriminación positiva para la mujer y un juego deliberado con el tema del poscolonialismo.
P. ¿Algún ejemplo?
R. Mónica Ponce de León tenía una empresa de arquitectura hace años. Ella tenía el 51% de las acciones, no porque tuviera más funciones que su socio, sino porque cuando son empresas mixtas pero el 51% pertenece a la mujer, la empresa es de “propiedad femenina,” y entonces entra en circuitos de discriminación positiva que tienen beneficios. Pues bien: Mónica Ponce de León, cuando se pelea con su exsocio, como es la propietaria mayoritaria, se presenta un día en la oficina, le cambia la cerradura y le corta el acceso al servidor. Esto es solo un índice del percal. Es la señora de la moral de los débiles. Ha aprendido a jugar con ese tipo de posibilidades y lo hace de la forma más agresiva. Así que, en el momento en que digo que me niego a entrar en el juego de que mis alumnos supervisados por otra profesora, la decana inmediatamente actúa diciendo que soy un misógino, y que todo esto se debe a que esa supervisora es una mujer.
P. ¿Esto sale en una discusión contigo?
R. No. Lo dice a mis espaldas. Esos son los motivos que da en unos correos que yo no veo hasta más tarde, cuando me abren el proceso disciplinario. Son tan torpes, que de rebote me mandan una carta en la que se ve otra de Mónica Ponce de León, que le escribe al vicerrector de profesorado diciendo que le ha dicho otra profesora, que resulta ser la socia de Elizabeth Diller, que la razón por la que yo me estoy oponiendo es que ella es una mujer. Que no puedo aceptar que sean dos mujeres las que interfieren con mis alumnos. Aquí se ve cómo esta señora utiliza este tipo de comunicaciones internas para movilizar a la administración central contra mí usando esos trucos, e iniciar un proceso disciplinario. Y lo logra.
P. El tipo de supervisión que hacía Elizabeth Diller sobre las tesis, ¿tenía un componente ideológico?
R. Sí, sí que lo hay. Pero no señalaría específicamente una perspectiva de género, o de raza, porque eso hoy está en todas partes en la academia, sino en que la forma específica en la que justifican esta supervisión es que “hay que construir una conversación coherente”… claro, supervisada por ella. Es la que dirige y da un tema todos los años para que los alumnos tengan que entrar en “su” conversación. Y a mí eso no me interesa nada. Mi aproximación a la arquitectura es mucho más técnica, científica. Y la posición de Diller es posmoderna.
P. Posmoderna, ¿en qué sentido?
R. Detrás de toda mi etnografía está la idea de que este “progresismo del todo vale” nos está llevando a una situación en que el respeto por la diferencia se convierte en una intensificación de la identidad con motivos políticos. Somos blancos o negros, hombres o mujeres, chinos o americanos… Y tenemos que sentir y pensar como tales. Esto es lo que personajes como Mónica Ponce de León están utilizando para medrar. Estas ópticas empiezan en los setenta como respuesta a esa apisonadora moderna de que todo el mundo es igual, de que todo es democrático. La crítica a la modernidad ha ido construyendo esta coartada para que determinados grupos secuestren la diferencia y la conviertan en una forma de privilegio. Rompen la posibilidad de comunicación entre las distintas razas o los distintos géneros.
P. La línea que termina en que un hombre blanco no puede traducir a una poeta negra.
R. Eso es. El caso de la traducción de los versos de Amanda Gormann es el colmo de esta estupidez. Esto empieza en campus como el de Princeton, formando la “verdad”. No hay forma de establecer un conocimiento capaz de trascender esas diferencias. Y este es el problema de la cultura contemporánea: la intensificación artificial de la diferencia por motivos políticos. Las guerras de género y de raza, los nacionalismos… Todos estos minifascismos que padecemos. Y lo que quiero con la etnografía es demostrar cómo esos procesos están utilizándose en las instituciones académicas más prestigiosas con fines puramente interesados, de ciertas personas dispuestas a todo para adquirir parcelas de poder a base de destruir la posibilidad de crear un conocimiento común. Que es lo que teóricamente estas instituciones tendrían que construir.
P. En fin, ¿cómo influía esta óptica posmoderna en la supervisión de las tesis de posgrado en arquitectura? Porque no parece un terreno demasiado dado a rechazar los datos…
R. De entrada, los alumnos estaban en una esquizofrenia constante, porque yo trataba de llevar sus trabajos por un camino técnico y científico, pero la supervisora los arrastraba al terreno cultural y político, así que terminaban no haciendo nada. Una cosa que ocurría sistemáticamente es que había presentaciones públicas ante el claustro. Allí veíamos tesis que no tenían el más mínimo sentido. Yo pedía datos. Les preguntaba, yo qué sé, cuánta energía embebida está produciendo usted, o por qué no ha mirado usted el grado de aislamiento, etc. Preguntas de arquitecto técnico, vaya. Lo que me contestaba esta supervisora inmediatamente era: “ah, no, eso no se puede preguntar aquí, porque aquí estamos hablando de cultura”. En el momento en que yo quería llevar la discusión a cuestiones mensurables o técnicas, inmediatamente cortaban la famosa “conversación”.
P. Dame un ejemplo, por favor. Alguna escena.
R. Una alumna presenta una tesis. Nos habla del gravísimo problema de la migración en el mundo. Empieza la tesis contando que en el mundo hay seis mil millones de personas en proceso de migración, una escala enorme que su proyecto arquitectónico supuestamente iba a resolver, y termina el proyecto colocando seis “villas boutique” rojas, torcidas, encima de un mercado en Atenas.
P. ¿Disculpa?
R. Pues sí, yo qué sé, dice que Atenas es uno de los sitios donde hay refugiados, que Atenas tiene un mercado… Eran cosas que no tienen ni pies ni cabeza.
P. Es decir: una gran justificación política con los tópicos candentes del momento, para acabar justificando unas villas de lujo en Atenas.
R. Sí. Eso es. No había por dónde cogerlo. Yo decía: “Vamos a ver, usted me está diciendo que va a resolver el problema de los migrantes y me está presentando seis villas de lujo encima de un mercado en Atenas, que solo con el retorcimiento de las paredes cuestan un dineral. ¿Cuáles son las economías, las estrategias que está utilizando?” Pero, como te digo, en ese momento me salgo de la “conversación”. “Aquí no vamos a contar céntimos, ni costes, ni nada que sea cuantificable”.
P. Algo parecido decía Peter Boghossian en una entrevista reciente de Argemino Barro para El Confidencial: que hoy en las universidades de la costa americana se considera que apelar a los datos es cosa de hombres blancos opresores.
R. Es así.
P. Esto pega más con facultades de humanidades, pero ¿arquitectura?
R. En Princeton, arquitectura está en la rama de humanidades. La arquitectura ha terminado estando ahí, y así nos va. A caballo entre el arte, la política, el discurso… En Europa hay una tradición politécnica en la disciplina, pero no en Estados Unidos. Si miras el discurso que los arquitectos han estado haciendo durante los últimos treinta años, ves que es puro constructivismo social. ¿Que usted quiere hacer una arquitectura democrática y antitotalitaria? Pues que el edificio esté torcido, o que no haya simetría. Hay una asociación entre determinados preceptos políticos y determinados gestos arquitectónicos. Yo disiento: creo que la arquitectura es una disciplina técnica. Pero decir esto hoy es prácticamente una herejía.
P. Por eso hablas de la posverdad, claro. Si no hay datos, hay versiones alternativas, al gusto del consumidor.
R. Claro. El día de la toma de posesión de Trump había un perímetro y una serie de personas. Obviamente había pocas, y podríamos decir exactamente cuántas con imágenes tomadas desde cierta altura, ¿verdad? Pero Trump hacía lo mismo que estas señoras: despachar los datos, demonizar lo mesurable, lo medible, y vomitar “hechos alternativos” en su interés. Yo creo que no hay verdades alternativas. Hay una verdad a la que nos podemos aproximar más o menos, pero la hay. Lo que se ha venido haciendo en las universidades en las últimas tres décadas es promover lo contrario: a ver quién puede hacer la interpretación más extravagante y personal en nombre de la democracia. Y ahora esto se está utilizando deliberadamente por los políticos identitarios.
P. Entiendo que tu negativa a ser supervisado es una negativa a asimilar esa ideología en los trabajos de tus alumnos.
R. Eso es. Es una negativa a la ideología de los hechos alternativos y del todo vale. Una negativa a la idea de la identidad como centro de la interpretación, algo en lo que se entienden estos progresistas posmodernos y los supremacistas blancos, aunque no se hayan dado cuenta. Steve Bannon lo ha dicho explícitamente.
P. También denuncias las cuotas por raza en la contratación.
R. Denuncio los procesos de contratación de las que se excluye sistemáticamente a todo aquel que no sea de cierta etnia. En el caso de Princeton, no se mira el currículum de blancos, pero tampoco de asiáticos o nativos americanos.
P. Escribí hace poco sobre Dorian Abbot, que fue cancelado en el MIT por defender que habría que pensar de nuevo en el mérito para la admisión en las universidades, y no tanto en estos parámetros.
R. Conozco la historia. Lo que yo cuento de la Escuela de Arquitectura de Princeton no me afectaba directamente, porque yo ya tenía mi plaza, pero verlo me ponía los pelos de punta. Y también ver cómo todos mis compañeros asentían en coro. Porque no es solo la decana y el presidente, no: muchos miembros del claustro que saben que eso es ilegal, pero que votan a favor, para no meterse en líos. Nadie dice ni mu, nadie se atreve a denunciar eso. Yo tampoco lo denunciaba en su momento, simplemente no volví a esas reuniones. Ser el único voto en contra no servía de nada.
P. ¿No has tenido ningún aliado en este tiempo?
R: En privado solamente. En público, nadie se atreve a decir, por ejemplo, que en la Escuela de Arquitectura de Princeton esta decana identitaria intentó contratar al equivalente al 25% del profesorado, en un semestre, de una lista hecha exclusivamente de profesores negros. Yo no tengo nada de racista, de hecho, soy capaz de ver y denunciar el racismo cuando lo tengo delante: por ejemplo, esa forma de contratación me parece claramente racista.
P. ¿Mónica Ponce de León pedía solo candidatos negros?
R. Sí. Se presentó en el claustro y dijo: “Denme ustedes nombres de profesores negros que podamos contratar”. Sin decir ni para qué, ni de qué disciplina, simplemente profesores negros que podamos contratar. Yo estaba allí delante. Y como yo, lo han visto todos los profesores la Escuela de Arquitectura. Pero nadie va a decir nada porque supone cancelación automática. Hablar de ese tipo de problemas raciales en Estados Unidos es un tabú absoluto.
P. Es interesante, porque en una situación que puede parecer una locura, el que levanta la voz es el loco. En este caso, tú eres el loco de Princeton. ¿Cómo era ser el loco de Princeton?
R. (Se ríe). Mira, yo prácticamente en los últimos años, desde que dejé de ser decano, iba a clase, entraba, hablaba con mis alumnos y me quedaba lo menos posible.
P. Háblame de los alumnos, entonces.
R. Princeton es la universidad más rica por alumno de Estados Unidos y posiblemente del mundo. Si repartiesen el ‘endowment’ entre los alumnos de un curso, a cada alumno le tocarían siete millones de dólares. Así que la cantidad de recursos por alumno de Princeton es increíble, casi el doble que en Harvard. Todos tienen becas, están muy bien elegidos, son sofisticados… Hay muy buenos alumnos. Y yo por eso me quedé a dar clase, hasta que se me hizo imposible.
P. Y te quedaste como profesor. ¿Hay en todo esto algo de venganza?
R. En cierta forma sí. Empiezo a rebelarme porque he visto cómo funciona la universidad, su mentira y su corrupción. Me enfrento al sistema porque ya no me importan las consecuencias. A diferencia de los académicos puros, que están cautivos en la máquina, yo sé hacer otras cosas. Pero, a medida que avanza el proceso, a medida que voy constatando el componente político e ideológico en todas las fases, deja de ser algo personal y se convierte en algo político. Mi etnografía es una denuncia política contra la politización ridícula que ha embebido a Princeton y, me temo, a una gran parte de la academia americana. Lo que han hecho conmigo por rebelarme contra unos mecanismos falsos, inadecuados y en contra de las mínimas garantías de libertad académica se lo harán a cualquiera que decida plantarse ante cualquiera de los abusos justificados en una supuesta virtud social, que se nutre de esos microfascismos de la identidad. En esas 800 páginas hay un retrato veraz, un archivo que espero que otros sepan utilizar. Y hay más evidencia que aún no he conseguido obtener, pero sé que existe…
Juan Soto Ivars
Publicado en El Confidencial – 12/11/2021