Es inevitable en estos días no estar pendiente de lo que sucede en el Este de Europa. En primer lugar, porque seríamos unos desalmados si no lo hiciéramos, y no buscáramos aguzar el ingenio para encontrar las formas de ayudar, al menos en la medida de nuestras posibilidades. En segundo lugar, porque seríamos unos inconscientes si en un delirio de ingenuidad o ignorancia de la realidad pensáramos que esto no nos va a afectar.
Como siempre insisto en la necesidad de estar pegados a la realidad para poder actuar sobre ella, comienzo mis clases, día tras día, preguntando a mis alumnos qué ha pasado hoy en España y en el mundo. Y lógicamente la respuesta desde hace unos días (no piensen que tantos, las respuestas de mis alumnos siempre me sorprenden) es, de manera reiterada: Rusia y Ucrania.
Mis alumnos expresan su asombro -también ellos son capaces de asombrarse-, su preocupación, su dolor e incluso su «miedo». Esto me sirvió para introducir dos temas para ver a dónde les llevaba la reflexión.
¿Por qué había problemas en la propia frontera ucraniana? Porque los hombres de una determinada edad, en una situación de guerra están militarizados. Lo que me llevó, y esto es lo que me interesa aquí, a advertirles que, si en Ucrania hubiera un ministerio como el de igualdad, una ministra como Irene Montero debería ser la primera que estuviera clamando igualmente por la militarización de las mujeres. No soy capaz de describir aquí las caras, no ya de asombro, sino de estupor, de mis alumnas. ¿Cómo iban a estar ellas «obligadas» a ir a la guerra? Claro que en seguida nos llevó a negar esa igualdad en el tratamiento que ante la justicia tienen hoy los varones y las mujeres, especialmente ante determinados delitos. Pero, en cualquier caso, ellas no estaban dispuestas a que en una situación así se aplicara la igualdad uniformadora y falsa. Tengo que decir que me pareció muy sensato.
Pero hay mujeres que van a la guerra, que se alistan voluntarias y/o que ostentan altos rangos en la cadena de mando. Es cierto. En nuestro ejército lo podemos ver. E incluso hay lugares (pocos) en los que existe una especie de servicio militar obligatorio prácticamente para todos. Pero esto es algo excepcional. Por más que efectivamente una mujer puede, si quiere, acudir a defender su patria con un arma en la mano, alistándose en el ejército voluntariamente o porque forma parte de él en un modelo de ejército profesionalizado.
¿Por qué entonces, con todos los problemas propios de una situación de guerra, al llegar a la frontera las mujeres y los niños pueden salir del país? ¿Por qué ellas no están obligadas a ir a la guerra, o no son militarizadas? La respuesta es muy clara, y es solo una. Por la maternidad. Casi me atrevería a decir por la maternidad.
Y me sobrecoge pensar en la grandeza que implica esta realidad. Porque la maternidad representa el presente y el futuro de una comunidad, y de cualquier estado. Es la mujer la que acoge la vida en su seno y la que está llamada, de una manera especialísima, a protegerla desde el principio. Es la mujer la que gesta, la que cuida, y de una manera muy relevante y muy especial, la que educa, la que enseña, la que transmite una cultura, una tradición, una fe, unos principios y valores entre los que también está el amor a la Patria. Y el amor a lo bueno. Precisamente por eso la maternidad es el presente y el futuro de cualquier pueblo.
Me sobrecogen los testimonios que estamos oyendo estos días. La generosidad del que pasa por encima de su interés y de su miedo para defender a los demás. Pero me sobrecogen aún más los ejemplos, y el dolor, de las mujeres que incluso abandonan todo, a su propia familia (padres, hermanos, marido), porque salvando a sus hijos, aman y salvan también su patria.
Por eso las mujeres no van, obligatoriamente, a la guerra.
Carmen Fernández de la Cigoña
Directora del Instituto CEU de Estudios de la Familia
Doctora en Derecho
Profesora de Doctrina Social de la Iglesia en la USP-CEU
Esposa y madre de tres hijos
Publicado en El Debate – 05/03/2022

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