Cuando en 1066 los normandos vencieron a los sajones en la batalla de Hastings, el cambio dinástico no implicó solamente un giro político, ya que también alteraría la sociedad, la cultura y la lengua inglesas para siempre. Con los normandos desembarcó también la lengua francesa, que impregnaría la vieja lengua del Beowulf hasta convertirla en la más latinizada de las germánicas. Por eso el inglés de hoy es hasta cierto punto comprensible, o al menos parcialmente deducible, incluso por los hablantes de lenguas romances que lo ignoran, dado el gran número de términos provenientes del latín y el francés: “batalla”, “castillo”, “hospital” y “jurisdicción”, por ejemplo, en inglés se escriben battle, castle, hospital y jurisdiction, mientras que las palabras alemanas, siempre con mayúsculas por mucho que nos choque a los españoles, son Schlacht, Schloss, Krankenhaus y Zuständigkeit.
Ocho siglos más tarde, el escritor William Barnes propuso que se eliminasen las palabras de origen grecolatino para recuperar teóricamente la lengua que se hablaría si los sajones hubieran devuelto a los normandos al mar. Así se conseguiría un inglés más comprensible hasta por el más analfabeto de sus compatriotas. No fue Barnes el único, pues similares opiniones sostuvieron, entre otros, Dickens en el siglo XIX y Orwell en el XX. El más relevante cultivador de esta doctrina de purismo lingüístico probablemente fuera Winston Churchill, quien, para aumentar la potencia enardecedora de sus discursos bélicos, se esforzó en emplear palabras anglosajonas con el menor número de sílabas.
En la España de nuestros días sucede lo contrario, especialmente con esa neojerga progre paulatinamente construida por quienes creen que cuanto más largas e incomprensibles sean sus palabras, más profundas e indiscutibles serán sus opiniones. La claridad como defecto y la nebulosidad como virtud. El fenómeno, aunque lleva ya varias décadas castigándonos, se ha visto acelerado en los últimos años por la irrupción en la política de la marea podemita emanada de la universidad española, fructífera fábrica de ignorantes e inagotable laboratorio de pesadillas ideológicas. Pesadillas ideológicas que, debido a la ineptitud de la derecha clásica, no tardan en ser asumidas por ella y generalizadas como si se tratase de verdades universales tan evidentes como la esfericidad de la Tierra o la ley de la gravedad.
Los polisílabos de reciente creación son bien conocidos, como esas maravillosas heteropatriarcalidad y heteronormatividad perpetradas con el objetivo de conseguir respetabilidad para la desquiciada ideología de género. También está la inclinación por sustituir las palabras de uso normal por otras más largas para aparentar competencia. Los del núcleo irradiador y sus colegas socialistas son muy aficionados a palabritas como verbalizar para no decir “explicar”, problematizar para no decir “debatir”, complejizar para no decir “complicar”, visualizar para no decir “comprender”, metodología para no decir “método”, empleabilidad para no decir “empleo”, usabilidad para no decir “uso”, escenarios probabilísticos para no decir “previsiones”, problemática para no decir “problema”, expertitud para no decir “experiencia” e interlocutar para no decir “dialogar”.
Pero el problema no se queda en las palabras aisladas, puesto que se extiende a la construcción de frases que, cuanto más pedantes, más son percibidas por algunos como profundas. Han pasado ya tres siglos, pero no han aprendido nada de aquel gato –”pedantísimo retórico, que hablaba en un estilo tan enfático como el más estirado catedrático”– que inmortalizara Iriarte. Un solo ejemplo, el del diputado podemita Sergio Pascual de hace un par de años:
Como todo ritual, la Semana Santa opera simbólicamente para reproducir y consolidar lazos de solidaridad mecánica en el sentido durkheimiano o, por qué no, para recrear la communitas espontánea de Turner. A su valor artístico, cultural e incluso económico se suma el capital social, en el sentido de Putnam, de las redes de sociabilidad y solidaridad que se extienden por todo el tejido social sevillano a través de las cofradías. Siendo así, ¿por qué iba a tener Podemos algo en contra de la Semana Santa?
La última hazaña palabrera, por el momento, ha sido la Ley Trans de Irene Montero y su alegre ministerio, despedazada en el reciente informe del Consejo General del Poder Judicial tanto en el fondo jurídico como en la forma lingüística. En concreto critica la inclusión de algunas palabras como contracondicionamiento, intersexualidad y despatologizador, inexistentes en el Diccionario de la Real Academia y estudiadamente retorcidas para dotarlas del significado que las legisladoras deseaban.
Lo que no se ha podido explicar con claridad demuestra que no ha sido pensado con claridad. Y este tipo de personas, que tan perniciosa influencia ejerce sobre la sociedad mediante sus declaraciones, escritos y leyes, ha sido elegido por la mayoría de los ciudadanos para que gobierne los destinos de España. El pueblo español tiene los gobernantes que se merece.
La izquierda está patologizada, ¿quién la despatologizará? El despatologizador que la despatologice buen despatologizador será.
Jesús Laínz
Publicado en Libertad digital