La aberración roussoniana y el totalitarismo moderno
Basta leer esta obra y creérsela para empezar a desconfiar de cualquier tipo de autoridad. El relato siempre exagerado del ginebrino se cuestiona en tono dramático: “¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante discreción de un padre o un maestro? Felices son en huir así de su crueldad, pues el único fruto que sacan de tantos males como les han hecho es morir sin lamentar una vida de la que sólo han conocido los tormentos”. El reproche pronto pasa a acusación: “¿Por qué queréis estorbar que disfruten los inocentes niños de esos fugaces momentos que tan, rápidos huyen, y de bien tan precioso de que no pueden abusar? ¿Por qué queréis llenar de amargura y de dolores esos años primeros que tan veloces pasarán para ellos y que ya para vosotros no pueden volver? Padres, (…) No deis motivo a nuevos llantos, privándolos de los cortos momentos que les dispensa la naturaleza; así que pueden sentir el deleite de la existencia, haced que disfruten de él”.
Con textos semejantes, se germinaba lo que luego sería un tipo de (des)educación fundamentada en la subjetividad efímera de los niños y en su escurridizo sentido de la felicidad. Con otras palabras, la educación debía preservar la idealizada inocencia y deseo de los infantes. Como el propio Rousseau era consciente que tarde o temprano la voluntad del niño quedaría “viciada” por la sociedad, entonteces preveía que la voluntad individual debía quedar sometida, y a la vez perfeccionada, por una libertad civil fruto de un misterioso Contrato Social. Quedaba así sintetizado el armazón teórico de lo que luego sería la democracia liberal, pero de paso también de toda forma de totalitarismo.
Pocos autores como Alain de Benoist, han sabido expresar tan bien la síntesis teórica del totalitarismo que se manifiesta en la democracia roussoniana o en el comunismo leninista. En su obra Comunismo y nacismo lo argumenta de forma clara y contundente. Tanto el comunismo como el liberalismo -expone- encuentran en Rousseau un antepasado teórico común. Y lo expresa con esta contundente afirmación: “sería más adecuado caracterizar los regímenes totalitarios como los que consagran no tanto la tiranía de unos pocos sobre muchos, sino la dominación de todos sobre cada uno”. Este “todos” puede adquirir múltiples formas: un pueblo definido racialmente (nacionalismos), la humanidad (humanitarismo de los derechos humanos), la soberanía nacional (los derechos de una nación fruto de un pacto constitucional). No obstante, el denominador común siempre es el mismo: lo que la sociedad (tradicional) “corrompe” ha de ser restaurado por la voluntad política de los que representan al “todo social”. Esta voluntad política ha de restaurar el estado de naturaleza perdido, sea el buen salvaje (corrompido por padres y maestros), sea el representante puro de la raza (corrompidas por la fusión racial) o sea la bondad originaria de las sociedades comunistas, (pervertidas por el individualismo).
Es evidente que para cualquier régimen totalitario la educación, o mejor dicho la deconstrucción de la educación verdadera, se convierte en indispensable. En última instancia, para los totalitarismos la educación es lo que ha de salvar o restaurar la pureza original del niño. El nuevo poder erigido en la modernidad será el encargado de redirigir cualquier desviación que puedan proporcionar los padres y la sociedad. En definitiva, este planteamiento afrancesado e ilustrado es el que llevó a Pol Pot a plantearse el papel de los niños en la nueva era comunista que se inauguraba en Camboya en 1975. Todo, en ese régimen de terror y orgía de sangre, se basaba en las bondades roussonianas. La población debía abandonar las ciudades, en las que se penetraba la corrupción capitalista, y volver así al originario mundo rural. Los profesores e intelectuales eran sospechosos de por sí, llegándose a exterminar personas sólo por el mero hecho de llevar gafas.
Pol Pot como caso práctico roussoniano
Los niños se convirtieron en una eficaz herramienta del poder, pues muchas veces ellos eran los encargados de decidir quiénes eran los enemigos del pueblo y debían ser eliminados. El polpotismo creó una “raza” de niños soldados -hijos del partido- expertos en denunciar a sus padres o sentenciar a cualquiera que se les antojase. El argumento de los Jemeres rojos era que el niño alejado de la educación y de sus padres mantenía su pureza, y toda pureza sólo podía se revolucionaria. Más aún, sus ojos infantiles señalaban el alma de la revolución. Evidentemente los jemeres callaban que esta inocencia revolucionaria estaba precedida de un adoctrinamiento salvaje, empapado en el odio, que se inculcaba a los infantes que luego decidirían quién debía ser ejecutado.
Sólo hay que repasar a los líderes del Partido Comunista de Camboya (PCK) para descubrir dos denominadores comunes: muchos provenían de familias opulentas y muchos estudiaron en París donde se imbuyeron de filosofías marxistas impregnadas de la estructura argumentativa de Rousseau. Saloth Sar, luego llamado Pol Pot (“Hermano número uno”) era hijo de una familia terrateniente que se movía en los entornos del palacio real. Estudió en París, aunque no acabó sus estudios de electricidad pues se involucró en los círculos estudiantiles comunistas. Ieng Sary, conocido como “Hermano número tres”, también estudió en París y pudo instalarse cómodamente en el barrio latino, después de haber estudiado en el exclusivo Liceo Francés de Phnom Penh.
Ieng Sary se casó con Khieu Thirith que posteriormente ocuparía cargos de relevancia en el Partido Comunista de Camboya. Ella pertenecía a familia opulenta y estudió en la Sorbona. Su hermana, Khieu Ponnary, se casó con Pol Pot y llegó a ser conocida como la “Hermana número uno”. El perfil de los cuadros dirigentes de los genocidas jemeres es prácticamente idéntico. Podríamos decir que los casi cuatro años de terror jemer es la aplicación práctica de las teorías que impregnaba los círculos izquierdistas radicales parisinos. La sanguinolenta Kampuchea Democrática, fundada por Pol Pot, en última instancia fue la ejecución radical de los argumentos roussonianos en tierras lejanas de esa Francia revolucionaria. No en vano, Rousseau fue venerado por Robespierre.
Tras los derramamientos masivos de sangre que han procurado las revoluciones modernas, siempre se ha intentado salvaguardar la “honradez” intelectual de sus teóricos. El argumento, por ejemplo, es que Marx nunca previó que una revolución pudiera acabar en un stalinismo repudiado incluso por muchos comunistas. Pero no es así. Al igual que el ejercicio que hemos realizado de conectar a Rousseau con Pol Pot pueda parecer un retorcimiento exagerado, es innegable que hay una conexión doctrinaria. Lo mismo ocurre en Karl Marx, pues en él encontramos el rastro roussoniano. En sus famosas Tesis sobre Feuerbach, podemos leer que: “el propio educador necesita ser educado”, en referencia a la necesidad de cambiar la sociedad, transformando las circunstancias sociales que “modelan” al hombre, de tal modo que “la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”. Esto es lo que entendió perfectamente Gramsci.
La modernidad como totalitarismo
El papel que Rousseau asigna a la educación en la corrupción de los niños, lo aplicará Marx al capitalismo en su relación con el proletariado. En El Capital se lee que el capitalismo “mutila al obrero, al convertirlo en obrero parcial. Y se remata en la gran industria, donde la ciencia es separada del trabajo como potencia independiente de producción y aherrojada al servicio del capital”. La labor mesiánica del comunismo consistiría en esa desalienación de la condición vejatoria a la que se halla sometido el proletariado. Lenin interpretó que esa fase debía ser superada con un sistema industrial productivo en manos del proletariado. Pol Pot lo reinterpretó como la necesidad de un abandono del capitalismo y la obligatoriedad de toda la población de desplazarse a los campos, eso sí, debidamente colectivizados. En Rousseau la desalienación es sencilla, pues reclama a los profesores que se abstengan a intervenir en demasía en el proceso educativo y dejar que la naturaleza “siga su curso”.
La clave para entender estas relaciones doctrinarias y fácticas, es entender que lo que para Rousseau era “naturaleza”, en Lenin era el Estado en cuanto “Dictadura del Proletariado” o en los liberales debía ser el “Estado nacional” el que debiera asumir la competencia educativa frente a unos descuidados padres o instituciones como la Iglesia. Todavía el liberalismo decimonónico era incapaz de concebir que el Estado debía ser la única autoridad en la Educación, pero Marx lo planteó con crudeza. Ante una propuesta de educación pública del Partido Obrero Alemán, Marx propuso en su Crítica del programa de Gotha algo tremendamente radical para su época: “nombrar al Estado educador del pueblo”. Como hemos apuntado ya no es la naturaleza la encargada de educar, sino que ahora será el Estado (aunque la base del argumento es la misma: padres y maestros no deben educar). Este principio Marxista se verá reflejado perfectamente en la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) propulsada por el gobierno socialista de España en 1985.
En el preámbulo y motivaciones de la Ley se justifica explícitamente el derecho del Estado a educar por encima de cualquier otra autoridad. El sorprendente argumento es el siguiente: “Por las insuficiencias de su desarrollo económico y los avatares de su desarrollo político, en diversas épocas, el Estado hizo dejación de sus responsabilidades en este ámbito, abandonándolas en manos de particulares o de instituciones privadas, en aras del llamado principio de subsidiariedad”. Con otras palabras, se interpreta que no es el Estado el que subsidiariamente ha de organizar la educación -cuyo derecho natural reside en los padres-, sino que es el Estado el que ostenta el derecho a educar y subsidiariamente se lo ha “prestado” a los padres. Pero ahora el Estado está dispuesto a arrebatarles este derecho.
Las reformas educativas en España: hacia la destrucción del infante
La sucesión de leyes Educativas que ha sufrido España (LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE y la actual LOMLOE), nos deja en sus preámbulos y motivaciones un alarmante conjunto de afirmaciones. Entresacadas éstas de la verborrea política, desvelan las auténticas intenciones del estado que ha asumido estos principios. A modo de ejemplo ahí van algunas: “Uno de los objetivos de la reforma es introducir nuevos patrones de conducta … La escuela moderna es la valedora de la educación como utopía de justicia social y bienestar … Necesitamos propiciar las condiciones que permitan el oportuno cambio metodológico, de forma que el alumnado sea un elemento activo en el proceso de aprendizaje (LOMCE); “El interés histórico por la educación se vio reforzado con la aparición de los sistemas educativos contemporáneos. Esas estructuras dedicadas a la formación de los ciudadanos fueron concebidas como instrumentos fundamentales para la construcción de los Estados nacionales, en una época decisiva para su configuración” (LOE); “(esta ley) reconoce la importancia de atender al desarrollo sostenible de acuerdo con lo establecido en la Agenda 2030. Así, la educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía mundial ha de incardinarse en los planes y programas educativos de la totalidad de la enseñanza obligatoria” (LOMLOE); “El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento” (LOMCE); “la educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución de sociedades avanzadas, dinámicas y justas” (LOE).
Las claves profundas que introducen estas leyes en el sistema educativo español se podrían resumir en lo siguiente: La Educación es profundamente transformadora por ser necesaria para la construcción de las sociedades democráticas. Pero en qué consiste esta ciudadanía ideal y cómo se alcanza por la educación sólo puede decidirlo el Estado. Por tanto, si la educación consiste en un autocrecimiento del niño a través de la consecución de sus deseos e intereses, el Estado debe garantizar que se realicen esos deseos y que nadie los interrumpa, sean maestros sean los propios padres. Por eso no es de extrañar que la culminación de estas doctrinas jurídicas se corone con la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, promulgada el 28 de febrero de 2023.
Un análisis en detalle, que no podemos realizar ahora, nos descubre nuevamente los elementos roussonianos y marxistas navegando entre sus párrafos. Esta vez la alienación que sufren los niños según Rousseau, o el proletariado según Marx, es sustituida por una nueva tipología de oprimidos, los sexuales. Así se define en la Ley a este nuevo proletariado: “Discriminación directa: Situación en que se encuentra una persona o grupo en que se integra que sea, haya sido o pudiera ser tratada de manera menos favorable que otras en situación análoga o comparable por razón de orientación sexual e identidad sexual, expresión de género o características sexuales”. Al igual que Marx denunciaba las componendas de la socialdemocracia con el Estado burgués como contrarrevolucionarias, la Ley Trans denuncia incluso a los que no se quieren posicionar ni a favor ni en contra de los derechos LGTBI. Así define: “Discriminación indirecta: Se produce cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros ocasiona o puede ocasionar a una o varias personas una desventaja particular con respecto a otras por razón de orientación sexual, e identidad sexual, expresión de género o características sexuales”.
Es evidente que la aparente neutralidad del Estado deja de serlo al consagrarse el principio de que “Los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para poner en valor la diversidad en materia de orientación sexual, identidad sexual, expresión de género y características sexuales y la diversidad familiar, contribuyendo a la visibilidad, la igualdad, la no discriminación y la participación, en todos los ámbitos de la vida, de las personas LGTBI”. Y este principio se aplicará especialmente en la educación donde se debe respetar el “deseo inalienable” de los niños a la identidad sexual que escojan en su inmadurez. De nuevo, y cerrando el círculo, se nos presenta Rousseau. Padres y maestros se pueden convertir en peligrosos enemigos de la autoafimación de género de los niños. Por ello, la Ley prescribe: “La detección precoz entre el alumnado de algún indicador de maltrato en el ámbito familiar por motivo de orientación sexual, identidad sexual, expresión de género y características sexuales”.
Quizá el artículo más aterrador y esclarecedor de esta Ley es el número 17, en el que: “Se prohíbe la práctica de métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de la persona interesada o de su representante legal”. Ni siquiera el propio infante que “libremente” a asumido un género que no corresponde a su sexo, podrá oponerse a las medidas que le llevarán obligatoriamente a seguir un proceso de “transición”. Esta es la libertad del actual sistema y estos son los desvaríos últimos de las tesis roussonianas.