Confieso ignorar los detalles porque me aburren mortalmente, pero por levante andan enzarzados quienes consideran Alicante una ciudad castellanohablante y quienes defienden su condición de valencianohablante. Algunas consecuencias prácticas habrá, educativas, administrativas o toponímicas. Pero lo interesante del asunto es que algunas personas y entidades tanto políticas como universitarias, defienden la opción valencianohablante con el argumento de que, a pesar de que hoy sea una ciudad muy mayoritariamente castellanohablante –en torno al 95%–, “hace ciento cincuenta años sí se hablaba bastante valenciano”.

Es posible. Al fin y al cabo las lenguas van y vienen, viven o mueren, se hablan o se dejan de hablar, dependiendo de mil motivos, sobre todo utilitarios: las personas hablan una lengua cuando la necesitan y la abandonan cuando otra les resulta más útil. Y si en Alicante hace ciento cincuenta años se hablaba bastante valenciano, hace mil se hablaba bastante árabe, hace dos mil bastante latín, hace dos mil quinientos bastante púnico, hace tres mil bastante lo que fuese, y hace diez mil lo que se hacía bastante era gruñir.

¿Cuál de esas lenguas –o gruñidos– elegimos como la forjadora del eterno carácter colectivo de gentes y tierras independientemente de lo que se hable en cada momento? ¿Por qué unas lenguas tienen esa asombrosa virtud nacionalizadora y otras no? ¿De dónde vienen su mágicas potencias? Evidentemente, de la vetusta ideología de separatistas e imitadores, obcecados defensores de la existencia de un espíritu del pueblo –Volksgeist lo bautizaron Fichte, Herder y demás románticos alemanes a finales del siglo XVIII– encarnado en cualquier lengua hablada en España menos la de Cervantes.

En todas partes cuecen habas, como en esa Asturias en la que las empresas cierran sin cesar, los jóvenes se marchan y los niños no nacen pero que está de enhorabuena por los avances del bable hacia la oficialidad. Ya están los males de Asturias resueltos.

De Extremadura nos llega el revuelo que provocó hace unos días Arturo Pérez-Reverte al referirse a un curso sobre “La variança lengüística d’Estremaúra”. Bajo el lema “¡Amus a palral estremeñu!”, está organizado por la Facultá d’Educación y sicología de Badajós de la Nuversidá d’Estremaúra. Bien está conocer el patrimonio lingüístico que en muchos casos está desapareciendo con la misma velocidad con la que desaparecen las comunidades rurales en las que se mantenía. Pero es inevitable, en España y en todo el mundo, que muchas hablas locales acaben disipándose debido a la despoblación. Si murió el latín de Horacio y Virgilio, es absurdo suponer que vayan a eternizarse hablas, dialectos o lenguas –llámense como se prefiera– que cuentan con unos pocos miles o cientos de hablantes.

Y si me permiten la picardía, no sé por qué me parece poco probable que el intento de resucitación del dialecto extremeño vaya a consistir en glosar los versos del más importante autor en esa lengua, José María Gabriel y Galán, el malogrado poeta salmantino que en 1902 diera a la imprenta aquella reivindicación de la virilidad que comenzaba con estos versos:

¡Me jiedin los hombris

que son medio jembras!

Cien vecis te ije

que no se lo dieras,

que al chinquín lo jacían marica

las gentis aquellas.

Mucho más adelantados están, naturalmente, por tierras vascas, donde llevan medio siglo derrochando millones innumerables en implantar una lengua que sigue sin ser usada por la gran mayoría por mucho que la exijan como materia escolar y como requisito para trabajos tanto funcionariales como privados.

Según la más reciente encuesta sociolingüística del Gobierno regional (2021), el 36% de los vascos se declaran conocedores del vascuence, aunque sólo el 21% lo empleen igual o más que el castellano. Pero en las encuestas es fácil mentir por compromiso patriótico, por lo que son otros los datos más fiables sobre el uso social, que es lo que cuenta para conservar una lengua. Bastaría con poner la oreja a lo que se habla por la calle para comprobar la hegemonía abrumadora de la lengua española, pero datos como el de cuántos hacen el examen de conducir en una u otra lengua dejan poco hueco a las dudas: 98,5% frente al 1,5%, y eso que hay municipios en los que se premia con cien euros a quienes lo hagan en vascuence.

Los gobiernos separatistas vascos y catalanes han obstaculizado y arrinconado paulatinamente la lengua española en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el administrativo. Y ahora, con la inestimable colaboración del PSOE, están dando los últimos pasos hacia la extirpación definitiva de la lengua de la gran mayoría de los vascos y los catalanes. Aunque visto desde fuera pudiese parecer una labor imposible, la asombrosa sumisión de los ciudadanos a la voluntad de los gobernantes, por anticonstitucional e ilógica que sea, lo pondrá fácil. Salvo tres o cuatro excepciones heroicas, la inmensa mayoría tragará lo que se le ordene, porque, tanto para los gobernantes adoctrinadores como para los gobernados adoctrinados, lo que cuenta en asuntos de lengua no es la comunicación, sino el símbolo mágico. ¡Todo por la patria! Incluso mudos.

¡Vanos esfuerzos, sin embargo, los de nuestros microlingüistas, empeñados en mantener enchufadas a la ventilación artificial unas lenguas que no tardarán en exhalar su último suspiro! Pero no por culpa del centralismo, ni del imperio español, ni de Franco, sino por una necesidad meramente matemática que, por cierto, también se llevará por delante la muchísimo más potente lengua española. Compárese el número de hijos que tienen los españoles con el que tienen los inmigrantes de Asia y África. Y a ello súmese la invasión nuestra de cada día con la aprobación de nuestros gobernantes, indiferentes cuando no directamente enemigos de la pervivencia del pueblo español. No pasarán muchos años antes de que nosotros, o como muy tarde nuestros hijos, constatemos que la lengua mayoritaria en esta vieja piel de toro es el árabe.

Porque mientras aquí nos dedicamos a hacer el payaso, la inclemente rueda del mundo sigue avanzando hacia el abismo.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz