Por obvias razones de espacio, vamos a olvidarnos hoy de las muchas razones médicas para desconfiar de las vacunas anticovid. También nos vamos a olvidar de la férrea censura que, mientras duró la pandemia, impidió a miles de médicos, virólogos y otros científicos de todo el mundo explicar sus argumentos contrarios a dichas vacunas. Olvidemos asimismo los cientos de miles de casos de efectos perniciosos que se van conociendo y que poco a poco van rompiendo el muro de silencio levantado en torno a ellos.

Centrémonos solamente en la vertiente jurídico-política del asunto, que es suficientemente grave. Porque, de instancias médicas, judiciales y políticas de todo el mundo, aunque poco de ello alcance los medios de masas, van llegando lenta y silenciosamente informaciones tan inquietantes como la confirmación por parte de la Comisión Europea de 11.977 muertes espontáneas tras la vacuna anticovid hasta septiembre de 2023. En nuestro país, la Agencia Española del Medicamento y Productos Sanitarios ha certificado por primera vez la relación de causalidad entre la inyección de una de las vacunas y la miocarditis grave. Pero la ministra de Sanidad, Mónica García, se ha apresurado a lavarse las manos con el argumento de que «se la pusieron voluntariamente».

Hagamos un poco de memoria. El presidente Sánchez declaró que «la libertad hoy es vacunarse». Y que «sabemos cuál es el remedio: mascarilla y vacunación». Y que «todas las vacunas son seguras».

Su compañero de partido Juan Fernándo López Aguilar, exministro de Justicia y profesor de derecho constitucional, propuso imponer la vacunación obligatoria porque «no existe ninguna cláusula constitucional que lo impida». Debe de ser que este jurista ignora la existencia del artículo 15 de la Constitucion, ése que instituye como primer derecho fundamental de los españoles el derecho a la vida y la integridad física. Aunque probablemente no yerre demasiado López Aguilar, porque si el aborto es posible cualquier cosa es posible, diga lo que diga la inútil Constitución.

El también exministro socialista Miguel Sebastián declaró que el objetivo del pasaporte Covid era «hacerles la vida imposible a los que no se quieren vacunar. Que no puedan ir ni a los gimnasios, ni a los restaurantes, ni a los conciertos, ni al fútbol, ni viajar en avión, ni viajar en tren y, si me apuras, incluso ni viajar en metro o en autobús».

El PP y el PSOE votaron juntos en el Parlamento Europeo, como en la mayoría de las materias, a favor de la vacunación obligatoria.

Varios presidentes autonómicos plantearon e incluso aprobaron normas, suspendidas por el Tribunal Constitucional, estableciendo la obligatoriedad de vacunarse, entre ellos Urkullu, Revilla —que propuso la vacunación obligatoria «por las buenas o por las malas, por lo civil o por lo militar»— y Núñez Feijoo.

la Fiscalía del Estado pidió al Tribunal Constitucional que avalase la vacunación obligatoria de niños e incapacitados.

Concluyamos aquí la lista de declaraciones e iniciativas políticas, que podría prolongarse durante muchas páginas, y pasemos a los medios de comunicación. Porque periodistas, opinadores y saltimbanquis metidos a oráculos clamaron por tierra, mar y aire que los no vacunados eran unos ignorantes, gilipollas, delincuentes, locos y asesinos a los que había que imponerles una identificación visible para que todo el mundo pudiera evitarlos como a los leprosos de siglos pasados, a los que había que negar el tratamiento en los hospitales y a los que había hacer la vida imposible para que no pudieran salir de casa. Y la mayoría de los españoles (el 66% según una encuesta de enero de 2022) compartían la misma opinión liberticida.

Quienes, a pesar de tener pleno derecho a no vacunarnos, sufrimos el acoso por parte de todos —políticos, periodistas, vecinos, amigos, familiares— nunca lo olvidaremos. Bien claro quedó que en el corazón de las masas anida el gusano del totalitarismo. Sólo faltó llevarnos a vacunar a punta de pistola. Pero no hubo obligatoriedad, no. Ahora todo el mundo mira para otro lado.

El tiempo seguirá poniendo a cada uno en su sitio. Porque, desgraciadamente, los casos seguirán llegando, tanto los evidentes y actuales como los menos llamativos, pero no por ello menos graves, que probablemente vayan manifestándose paulatinamente tanto en los que hoy son adultos como en los niños que lo serán dentro de pocos años.

Y mientras tanto, los políticos seguirán impunes. Porque los ungidos por las urnas gozan del tiránico privilegio de que no haya motivos ni morales ni legales para que paguen por sus desmanes.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz