Pero esta idea de salvar España, ¿es nueva? En absoluto. De hecho, diríase que es incluso recurrente. En la Crónica de Alfonso III, Rey de Asturias y de León, se cuenta ya que don Pelayo le dice al traidor Oppas: «Nuestra esperanza en Cristo es que por esta montaña que estás viendo lograremos la salvación de España». En el ‘Llibre dels feyts’ el rey Jaume I dice, en el siglo XIII, en plena Reconquista: «car nos ho fem, la primera cosa per Deu, la segona per salvar Espanya»1. Esta idea, como decimos, se prolongará en el tiempo, en la medida en que la esencia de España se vea amenazada, emergiendo, en palabras del profesor y doctor en filosofía Javier Barraycoa, un «sentimiento de estar en perpetua cruzada contra aquello que ponía en peligro lo consumado por Recaredo. […] España tomó como deber inapelable la defensa de la catolicidad contra la aparición del protestantismo que quebraba la unidad espiritual de la cristiandad occidental y remató la prepotencia del islam en la batalla de Lepanto. Y cuando el triunfo de la Revolución francesa, cuando el viejo mundo conocido parecía derrumbarse, el mundo hispano —traicionado por sus élites— (…) aún tuvo arrestos para vencer a las imponentes tropas napoleónicas que representaban la consumación ideológica del perpetuo enemigo de España: aquél que quería arrebatarle su catolicidad y su unidad. Eso significaba “salvar España”. Las guerras carlistas no eran más que la continuación de la epopeya de un pueblo por querer seguir siendo lo que siempre había sido»2.

Esta idea de salvar la patria aparece también, por supuesto, en el siglo XIX, la centuria en la que con más intensidad se dio el enfrentamiento entre el viejo mundo cristiano tradicional y la Revolución, entre Tradición y Modernidad. En el año 1869 se publicó un libro con el explícito título de ‘La salvación de España: lectura para el pueblo3, de autor desconocido, aunque podemos apuntar que era carlista.

Incluso Enric Prat de la Riba, considerado como el padre del nacionalismo catalán, escribió un artículo titulado ‘La salvació d’Espanya4’, donde dice: «Avuy [Cataluña] es la única esperansa de salvament que li queda [a España]. Si vol deturar la cayguda, si vol aixecarse d’aquesta crisis, ha d’acudir al ideal, á la forsa i á las tradicions de govern de la terra catalana»5. Este artículo de Prat no es una cosa aislada, sino una idea presente constantemente en el pensamiento político catalanista.

Y ahora, con España en caída libre y en manos de un gobierno traidor, emerge de nuevo esa idea de salvación de la patria en peligro. Veamos, pues, de qué, de quién, por qué y cómo.

 

1.    DE QUÉ HAY QUE SALVAR ESPAÑA

 

«El que no ve la verdad

a la hoya se encamina.

La primera medicina

es saber la enfermedad…».

Refrán citado por el P. Leonardo Castellani6.

 

¿Cuáles son los males, pues, de los que hay que salvar a España? Debemos hacer, en primer lugar, un esbozo histórico de lo que ha sido España.

Desde hace más de dos mil años se fue configurando, poco a poco, lo que hoy conocemos como España. Del carácter aguerrido de los pueblos ibéricos da fe el hecho de que los romanos tardaron doscientos años en conquistar la Península. El legado de Roma es inmenso, evidentemente. Con la entrada de los visigodos tendría lugar un hecho histórico absolutamente trascendente: la conversión al cristianismo del rey Recaredo en el año 589, dando fin a la herejía arriana entre la nobleza visigoda, también convertida. Esto supuso la unidad espiritual del reino. Dicha unidad sería quebrada con la invasión musulmana y la ocupación oscilante del territorio durante ocho siglos. Durante este larguísimo periodo de tiempo las relaciones entre musulmanes y cristianos no fueron precisamente idílicas aunque, obviamente, habría momentos para todo. Tampoco las relaciones entre los reinos cristianos fueron siempre buenas, ciertamente. Pero si en 1492 se completó lo que conocemos hoy como Reconquista es simple y llanamente porque existía una clara conciencia de que había que recuperar lo perdido, y porque se tenía una identidad cristiana muy, muy fuerte. Esta conciencia, que no podríamos llamar ‘nacional’ sin caer en el anacronismo —el nacionalismo es una ideología moderna—, sí es, desde luego, una conciencia de la existencia de España y de lo que le es propio, esto es, el cristianismo. Incluso un autor izquierdista y poco amigo de la idea misma de España como entidad histórica, como es José Álvarez Junco7, reconoce una conciencia colectiva prenacional, es decir, previa al surgimiento de la ideología nacionalista: «Parece indiscutible (…) que para la península Ibérica y sus habitantes se había ido construyendo durante la Antigüedad y la Edad Media una identidad diferenciada de la de sus vecinos, y que tal identidad se designaba precisamente con los términos “España” y “español”. […] Los Reyes Católicos (…) reunieron en sus cabezas la mayoría de las coronas peninsulares para formar una monarquía cuyas fronteras, además, coincidían casi a la perfección con las de la actual España, lo que constituye un caso de estabilidad realmente extraordinario en los cambiantes mapas europeos del último medio milenio. Basta esta constatación para considerar, en principio, que la identidad española —hay que insistir: no la identidad nacional española— posee una antigüedad y persistencia comparables a la francesa o inglesa, las más tempranas de Europa (…)»8.

Posteriormente, la obra histórica de España se plasma en la evangelización de América, donde España se replica a sí misma; los pueblos y ciudades de la América hispana serían tan españoles como pudieran serlo Toledo o Sevilla. Si habíamos mencionado que el legado de Roma en España es inmenso, lo mismo podríamos decir del legado español en América, diga lo que diga la Leyenda Negra. España alumbra naciones al otro lado del Atlántico y suma un continente para el cristianismo. Paralelamente, se produce en Europa la ruptura de la Cristiandad, quebrada por el luteranismo. Pese a todo, ese espíritu que informaba la Cristiandad, esa unidad de conciencia cristiana, pervive en España, en la Monarquía Hispánica, en lo que se ha dado a conocer como ‘Cristiandad menor’ o ‘Christianitas minor’, concepto acuñado, si no erramos, por don Francisco Elías de Tejada: «Pero no fue llano ni sin luchas el triunfo de la Revolución que Europa es. En el rincón sud-occidental del Occidente, allí donde terminaban los confines geográficos del orbe antiguo, un puñado de pueblos capitaneados por Castilla constituía cierta Cristiandad menor y de reserva, arisca y fronteriza, que se llamó Las Españas (…)»9.

 

Este espíritu cristiano, tradicional históricamente, como vemos, se mantuvo incólume hasta la Guerra de Independencia de 1808-1814, cuando, a pesar de vencer por las armas al invasor francés, las élites traidoras introdujeron las ideas del enemigo. A partir de ahí se produciría una lucha interna prácticamente constante entre la España tradicional y los que querían «modernizarla», los liberales, ya sean moderados o radicales. El liberalismo, pese a importar el nacionalismo e impulsar su versión española, rompe con la España histórica y forja un Estado centralista y uniformador que, además, iría poco a poco, pasito a pasito, descristianizando España. Más sutilmente o más directamente, dependiendo de las diferentes versiones liberales, pero ambos, moderados y radicales del XIX, irían en la misma dirección. Todas las guerras del siglo XIX y la de 1936-1939 deben ser enmarcadas, con sus matices y circunstancias concretas propias, en el mismo enfrentamiento: Tradición contra Modernidad; la España cristiana contra el intento de descristianizarla. Este es el telón de fondo de todo lo demás. Por tanto, aquellos que pretendan salvar España desde premisas filosóficas modernas defienden un imposible. ¿Por qué?, se preguntarán algunos. Porque la España moderna, la España nación, entendida ésta en el sentido revolucionario, es una España construida contra su propia tradición. Construida, sí, porque el nacionalismo, en tanto que ideología que imagina una nación idealizada, aun partiendo de una realidad histórico-social previa, la deforma, la pervierte, la idolatra y la transmuta —o lo intenta— en ese trasunto ideológico soñado. En concreto, en el caso español, el nacionalismo español fue absolutamente revolucionario, modernizador y antitradicional, y lo fue porque las élites liberales afrancesadas que lo impulsaron también lo eran. Y esto fue así, como hemos dicho, a partir de la guerra contra los franceses de 1808-1814. Sobre el particular dice Álvarez Junco10: «Un proyecto [el de construcción de la nación moderna] que (…) casaba mal con las tradiciones políticas y culturales imperantes en el país, construidas en el clima de la Contrarreforma y firmemente arraigadas en los siglos siguientes. […] No era fácil formar (…) una identidad colectiva que sirviera de fundamento para un proyecto político progresista». De ahí que el XIX español no fuera precisamente un remanso de paz porque, como dice el mismo autor11, «el mundo conservador12 no tenía más que recelos ante el nacionalismo».

Este nacionalismo, empero, y siguiendo al mismo autor, no fue del todo eficaz —por razones diversas—, es decir, no fructificó en una idea nacional sólida, fue incompleto; por así decirlo, cuajó a medias. Esto provocaría, a la larga y junto con otras razones, como por ejemplo el Desastre del 98, el surgimiento de los nacionalismos periféricos (previo al 98) y su expansión como movimiento de masas (posterior al 98).

Primeramente, pues, la salvación ha de ser de una manera de pensar, de una mentalidad, de una filosofía; de una cosmovisión, en definitiva. En ella se sustentan ideas como la autodeterminación o la soberanía nacional, tan presentes en el debate político desde hace tanto tiempo.

La identidad católica española y la actuación histórica de nuestro país es también, por supuesto, el motivo por el cual nuestros enemigos forjaron la Leyenda Negra, no sólo no combatida —prácticamente— sino asumida por los propios españoles absurdamente. Esto revela —es preciso reconocerlo— una miopía política bastante importante y, lo que es peor, prolongada en el tiempo. El drama es de tal magnitud que desde supuestos intelectuales hasta ministros siguen creyendo hoy en día, a pies juntillas, que España perpetró un genocidio contra los «pueblos originarios» americanos, o que figuras heroicas como Hernán Cortés eran vulgares asesinos. La ignorancia actual de la propia historia y la asunción de todas las maldades difundidas durante siglos por la propaganda de nuestros enemigos históricos han llevado a asumir a la mayoría de los españoles una autoimagen negativa y, por reflejo, la suposición de que los de fuera son mejores, la creencia de que somos —o éramos, ¡antes de ser tan modernos!— un país atrasado respecto al resto de la moderna Europa.

A nivel interno, es preciso poner el foco en la evolución de la idea de España que se produce en la izquierda desde el siglo XIX hasta la actualidad, y también el nacimiento y desarrollo de los nacionalismos internos y la forma en que estos ven el país, y que acabarán relacionándose. Los liberales del XIX, igual da que fueran moderados o radicales, eran furibundos nacionalistas españoles. Lo mismo podría decirse de la generalidad de los catalanes13. Pero esto iría cambiando poco a poco: «A comienzos del siglo XX, una fuerte identificación con el sentimiento nacional era rasgo de la derecha, mientras que la izquierda lo diluía en referencias a otros tantos mitos políticos modernos, como la igualdad, la democracia, el progreso o la revolución social; a comienzos del XIX, la situación era la contraria: la izquierda se presentaba como nacional y la derecha, en cambio, mezclaba esa lealtad con otras, como la dinástica o, sobre todo, la religiosa»14.

Ya en democracia, la asociación entre la idea misma de España y el régimen de Franco, no sabiendo distinguir el país propio de la idolatría nacionalista, acabará impregnando a la izquierda de un rechazo a la nación propia y acercándose, por contraposición, a los llamados nacionalismos periféricos. Sólo el nacionalismo español es «intrínsecamente perverso»; no así los otros, al parecer de la izquierda. Esta postura es la que acabará por determinar las alianzas políticas que vemos actualmente entre las izquierdas y los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos. Todos sienten repulsión por lo que ellos identifican con España: la izquierda progresista porque la identifica —acertadamente— con una manera tradicional de entender el mundo y al hombre opuesta a la suya, aunque sea plenamente consciente de que esa España prácticamente ha muerto, y los nacionalistas, además de eso mismo (en mayor o menor grado, según cada uno) porque su propia ideología implica una idealización de la supuesta nación propia y la negación necesaria de la nación histórica. Ambos, además, han acabado por asociar la idea misma —falsa— de ‘España’ a Franco y al fascismo, agitando constantemente el miedo a la ultraderecha cada vez que ven peligrar el poder institucional que ostentan; y con éxito, en ocasiones, es preciso reconocerlo.

Por su parte, el nacionalismo español, asociado generalmente hoy en día a posiciones políticas de derechas, es incapaz, en la mayoría de los casos, de comprender que en el pecado lleva la penitencia. No entienden que sus propias premisas ideológicas son las que nos han llevado a la situación actual. Es, por tanto, de una candidez entrañable comprobar cómo personas de buena fe votan a ciertos partidos pensando que, efectivamente, España no se va a «romper». Los árboles no les dejan ver el bosque. Es preciso, pues, salvar a España de la izquierda y la derecha progre y de los nacionalismos, ya sea catalán, vasco, gallego, español o el que sea.

Otro de los grandes males que asolan España es, sin duda alguna, la falta de autoridad. Parafraseando a Nicolás Gómez Dávila, «donde oigamos, hoy, las palabras: orden, autoridad, tradición, alguien está mintiendo». La delincuencia actúa, sobre todo en las grandes ciudades, a sus anchas e impunemente, en muchos casos. Un sinfín de viviendas son okupadas y arrebatadas durante años a sus legítimos dueños por parte de parásitos sociales a los que, además, el propietario debe pagarles luz, agua, etc.; es el mundo al revés. Se han disparado las agresiones sexuales. Nuestras fronteras son un coladero. Los narcotraficantes, en el sur, no sólo no temen a la policía, hecho que se visibilizó el pasado mes de febrero con el asesinato de dos guardias civiles embestidos por una narcolancha, sino que son éstos, precisamente, los agentes, los que viven intimidados, en muchos casos, porque les conocen y sus familias viven en la zona. Podríamos seguir pero no es necesario. Pero no es sólo esto: en el ámbito escolar la autoridad de los profesores ha sido dinamitada, y ya no digamos la autoridad paterna en el ámbito familiar. La cuestión de fondo es que se ha perdido absolutamente el respeto a la autoridad porque quien debería ejercerla ha abdicado de sus funciones y la mentalidad buenista impide ejercerla a quien todavía quiere hacerlo. Y si bien no hay que confundir autoridad con poder, hemos llegado a un punto en que ni una cosa ni la otra: el Estado sólo ejerce su poder para reprimir a aquellos que se atreven a disentir. Y para cobrar, por supuesto. La falta de autoridad es, por tanto, otra de las cosas de las que es necesario salvar a España.

Por último, y puntualizando que esto es consecuencia de males más profundos, quienes pretendan salvar España deberán comenzar por combatir el aburguesamiento generalizado de los propios españoles y nuestra mentalidad hedonista. Partiendo de la base de que cualquier generalización es injusta, lo haremos porque las excepciones son franca minoría: no tenemos hijos o tenemos pocos porque los niños dan trabajo y requieren atención; no le permiten a uno seguir saliendo y haciendo lo que le dé la gana; además, salen caros, y eso nos quita dinero que podríamos gastar en viajar, en restaurantes, en una tele enorme o en un móvil de gama alta; preferimos tener un perrito, que no te discute, come lo que le pongas y sale más barato.

 

Lo Rondinaire


  1. «Nosotros lo hacemos, la primera cosa por Dios, la segunda por salvar España».
  2. BARRAYCOA, Javier, (2019). ‘Esto no estaba en mi libro de historia del carlismo’, pp. 45-46. Editorial Almuzara.
  3. https://bvpb.mcu.es/es/consulta/registro.do?id=491770
  4. Publicado en dos partes en ‘La Veu de Catalunya’, los días 2 y 12 de febrero de 1899.
  5. «Hoy (Cataluña) es la única esperanza de salvación que le queda (a España). Si quiere detener la caída, si quiere levantares de esta crisis, debe acudir al ideal, a la fuerza y a las tradiciones de gobierno de la tierra catalana».
  6. Dinámica Social’, nº 68, 1956. Recogido a su vez en CASTELLANI, Leonardo (2010). ‘Pluma en ristre’, p. 105. Madrid. Libros Libres. Edición de Juan Manuel de Prada.
  7. Historiador y catedrático. Redactó el preámbulo de la Ley de Memoria Histórica del año 2007 del gobierno de Zapatero. A modo de ejemplo: «(…) en España el sentimiento de comunidad nacional salió muy debilitado de la dictadura, por la estrecha vinculación entre españolismo y franquismo. Las personas como yo que vivimos intensamente el franquismo seguimos sintiendo escalofríos cuando vemos una muchedumbre de banderas rojigualdas… No sabemos muy bien si es un triunfo deportivo o un golpe de Estado de extrema derecha». https://blogs.elconfidencial.com/espana/matacan/2018-02-05/entrevista-alvarez-junco-noticias-cataluna-virus_1516307/
  8. ÁLVAREZ JUNCO, José (2002). ‘Mater dolorosa’, p. 45 . Taurus. Madrid.
  9. ELÍAS DE TEJADA, Francisco (1954). ‘La monarquía tradicional’, p. 39. Ediciones Rialp. Madrid.
  10. Op. cit., p. 504.
  11. Op. cit., p. 380.
  12. Término inadecuado, sin duda, pero es el utilizado por Álvarez Junco.
  13. A este respecto, se recomienda la obra (en catalán) ‘Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença’, de Joan-Lluís Marfany.
  14. ÁLVAREZ JUNCO, José. Op. cit., p. 366.

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