Capítulo publicado en la obra colectiva «La universidad católica en la era de la posverdad. No solo una cuestión de contenidos», Tirant Lo Blanc, Valencia, 2024.
Karl Mannheim, en su obra Libertad, Poder y planificación democrática, establecía que a la larga ninguna sociedad puede sobrevivir a menos que exista alguna coordinación entre la red de sus instituciones, sus recursos educativos y sus valoraciones fundamentales. Por tanto, la educación social (ahora la llamaríamos ingeniería social) debe tomar en cuenta la influencia educativa, de las normas y de los mecanismos sociales y modificarlos para llegar a las finalidades deseadas (1953, p. 213). Esta reflexión deriva de la propuesta aristotélica de que la estabilidad política depende de la adaptación de la educación a la forma de gobierno. Con esta reflexión quería establecer que todo sistema educativo, y con él todo sistema de poder, parte de una antropología y sirve a una finalidad. El paradigma dominante actualmente se cifraría en un sistema democrático liberal que presupone que el bienestar se alcanza consiguiendo un determinado nivel económico. La educación, especialmente la universitaria, está centrada en la adquisición de “competencias” profesionales o desarrollo de técnicas que permitan una inserción laboral y alcanzar, a su vez, ese nivel de bienestar deseado. Con otras palabras, la Universidad es considerada como una ascensor económico y social, en el que la Verdad o saber por sí mismo nada valen, para nada sirven, y son considerados rémoras que hacen perder el tiempo a los estudiantes.
La aparente libertad que supone para el actual sujeto el vivir este paradigma socio-político se contradice con la consideración actual de las estructuras educativas como parte de un sistema de control social. Este sistema transforma las personas en individuos que buscan un fin -bajo apariencia de felicidad- que los acaba sujetando (en sentido foucaultiano), mientras que su desgaste retroalimenta el sistema. En la novela Maestros antiguos de Thomas Bernhard, se describe crudamente esta realidad. «La escuela es la escuela del Estado, donde se convierte a los jóvenes en criaturas del Estado, es decir única y exclusivamente en secuaces del Estado. Cuando ingresé en la escuela, ingresé en el Estado … El Estado me ha obligado a ingresar en él por la fuerza, como a todos los demás … y me ha convertido en un hombre reglamentado y registrado y domado y diplomado (1985, p. 112)».
Mannheim insiste que de este esquema de control social participa también la democracia, en cuanto que aparente sistema de garantía de libertades en un Estado de derecho. Pero es un sistema que, teniendo clara la finalidad de la educación, ha perdido el sentido de la dignidad del ser personal. En palabras del pensador alemán, “existe en las democracias la tendencia a discutir los problemas de la organización más bien que las ideas, las técnicas más bien que los objetivos. No hay duda de que la Democracia ha perdido el concepto claro del tipo de ciudadano que desea crear” (1953, p. 243). Podríamos discrepar, con matices, de esta última afirmación, pues la democracia, en la presente fase de la posmodernidad, parece tener clara la deshumanización, o transhumanización, que parece pretender. Por tanto, la educación en general y la universidad en particular, son instrumentos al servicio de una doble finalidad: la consecución de una autonomía total en el ámbito espiritual y material del individuo, bajo el principio de la emancipación total, siempre y cuando no se ponga en duda la legitimidad del poder que se la ha conseguido.

La pérdida del sentido del hombre se nota en todos los órdenes de la sociedad y sutilmente en la vida universitaria. Allan Bloom, en su obra El cierre de la Mente moderna (1989), parafraseando a Nietzsche, señala que el hombre moderno que está en caída libre en el abismo del nihilismo y la universidad no ha sido un freno sino la gran impulsora de esta debacle. En su obra, Bloom hace referencia a los “Grandes Libros”, esto es, a los clásicos que siempre habían fundamentado los debates en torno a la realidad y sus implicaciones morales y políticas. El autor, ya hace décadas, se quejaba de que los estudiantes habían dejado de leer. Ello impedía que la racionalidad fuera el instrumento para alcanzar la verdad y, por ende, ello llevó al actual fundamentalismo relativista. Al carecer de racionalidad, la emoción y la convicción sin argumentos se transforman en los principios de simulacros de debates que no son más que monólogos que tratan de imponerse unos sobre otros. Años más tarde, Bloom, en su obra El cierre de la mente estadounidense, sostiene que la educación superior debería centrarse en la formación de la mente y el pensamiento crítico en lugar de en la adquisición de habilidades técnicas. Pero, evidentemente, su deseo ha fracasado. Analicemos pues la profunda inversión que se ha producido en las finalidades del saber y de la Universidad, que se traduce en un cambio en la relación entre la acción y la contemplación.
1 Contemplación Vs. Acción: el lugar de la Universidad
Aristóteles consideraba que la contemplación (theoria) y la acción (praxis) eran dos de las actividades más nobles del ser humano. Creía que la contemplación de la verdad y la búsqueda del conocimiento eran actividades que conducían a la felicidad y al perfeccionamiento humano. Sin embargo, también sostenía que la acción virtuosa era esencial para alcanzar una vida plena. Para él, la virtud moral y la contemplación intelectual eran complementarias, y ambas debían formar parte de la vida de un individuo. La poiesis (la creación de objetos materiales a través de habilidades técnicas) siempre estaría subordinada a la praxis y la contemplación.
Contra lo que se suele argumentar, en el pensamiento escolástico, y lo vemos especialmente en Santo Tomás, no hay un desprecio por la labor productiva en sí misma. Más aún hay una tendencia maniquea a enfrentar contemplación y acción o producción. Cuando Piepper afirma que “El ocio se contrapone a la exclusividad de la norma ejemplar del trabajo como función social” (1979, p. 49). En la antigua Grecia y Roma, se reconocía la importancia de la educación y la formación en la sociedad. Las “artes liberales” se asociaban con las habilidades intelectuales y se consideraban apropiadas para los ciudadanos libres (con derechos políticos). Estas artes incluían la retórica, la filosofía, la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. Estas materias se consideraban esenciales para la formación de ciudadanos virtuosos y capaces de participar en la vida política y cívica. Por otro lado, las “artes serviles” eran habilidades prácticas relacionadas con la producción y la labor manual, como la agricultura, la albañilería, la carpintería, la metalurgia y otras ocupaciones similares. Estas habilidades se consideraban más apropiadas para esclavos o personas de estatus social inferior. No se enseñaban en la educación de los ciudadanos libres y carecían del prestigio de las artes liberales.
Un cierto platonismo siempre ha perdurado en el pensamiento occidental, al considerar que las artes serviles se centraban en la producción y la manipulación de objetos materiales, y por tanto alejadas de la búsqueda de la verdad y la sabiduría filosófica. Para Platón el trabajo manual y las actividades prácticas distraían a las personas de las cuestiones más elevadas y espirituales. Creía que involucrarse demasiado en las artes serviles podía corromper el alma. Pieper, en la obra anteriormente citada, se encarga de deshacer este maniqueísmo. Propone que las artes o trabajos serviles, en una sociedad cristiana ya no tenían este sentido. En todo caso se debería de hablar de “trabajos serviles” en referencia a aquellos que son incompatibles con el “santo ocio” de un día de fiesta (1979, p. 14). Santo Tomás, en la Suma Teológica (I-II, q. 18, a. 1) cuando trata sobre la bondad y la malicia de los actos en general, elimina toda posibilidad de maniqueísmo cuerpo-alma, por tanto, también en referencia a la producción de bienes materiales. De todos es conocida la aversión de Santo Tomás a la usura (ST, II-II q. 78), pero ello no indica -como muchas veces se ha interpretado- como un rechazo del mundo económico.

Como nos muestra Sombart, en su obra El burgués, en la escolástica medieval el trabajo manual nunca fue denigrado, sino que debía ser convenientemente ordenado en el conjunto de acciones humanas y subordinado a las acciones que llevan a la virtud y la perfección. En obras escolásticas de orientación tomista como la Summa de San Antonino de Florencia (1389-1459) o la obra de San Bernardino de Siena (1380-1444), se insiste en que la virtud consiste en subordinar la concupiscencia a la razón, evitando así pasiones violentas. Sin desdeñar los bienes materiales, para Santo Tomás de Aquino, las riquezas deben estar sometidas a un orden y ciertas virtudes. De ahí que considere que virtudes como la castidad evitan el despilfarro (prodigalitas) o que la virtud económica por definición fuera la liberalitas (administración recta y juiciosa, ordenación de la economía doméstica, que nos enseña a hacer un buen uso de la riqueza). E igualmente, habría que considerar la frugalidad y la honestidad como virtudes ordenadoras de la liberalidad, frente a la avaritia (ST, II-II, q. 118). y a la prodigalitas (ST, II-II, q 119).
El cardenal dominico Tomás Cayetano, 1469-1534, sostenía que el trabajo tenía un valor intrínseco y una dignidad inherente. Creía que, a través del trabajo, los seres humanos podían participar en la obra de Dios colaborando en la creación y el mejoramiento del mundo. Esta idea se alinea con la perspectiva cristiana de que el trabajo es una vocación y una forma de servir a Dios. Y proponía que el esfuerzo personal podía y debía servir para una mejora de las condiciones personales. Ello no implica que se dispusiera que la Universidad o la capacidad intelectual del hombre tuviera ello como última finalidad. Sobre las universidades medievales siempre ha recaído una visión estructuralista o marxista como mecanismo de poder y represión del pensamiento. Incluso Le Goff identifica a los intelectuales medievales universitarios bajo la categoría de los intelectuales orgánicos de Gramsci (1996, p. 12). Por otro lado, otros autores sólo quieren ver las universidades como instituciones destinadas a forjar altos funcionarios del Sacro Imperio Romano Germánico o de las grandes monarquías europeas (Davis, 2006, p. 410).
Pero esta es una mirada materialista y restrictiva del sentido de las universidades medievales. Primero de todo hay que advertir que, durante la Edad Media, las universidades tenían un propósito fundamentalmente diferente al de las modernas. La finalidad de la universidad medieval se centraba en la enseñanza y el estudio de las artes liberales, que eran un conjunto de disciplinas consideradas esenciales para la educación superior. Las artes liberales incluían el trivium (gramática, retórica y lógica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). Estas disciplinas se consideraban esenciales para el desarrollo de la formación intelectual. A medida que avanzaba la Edad Media, surgieron las facultades de derecho y medicina en algunas universidades para satisfacer las necesidades de una sociedad en crecimiento. Pero siempre, fuera como fuere, la disciplina que reinó fue la teología. Los saberes quedaban ordenados y jerarquizados, al igual que las universidades se mantenían en perfecta relación, de tal modo que formaban una: “Bella unidad geográfica de la inteligencia, en la que cada gran centro tenía asignado su papel, y en la que los intercambios recíprocos se regulaban como con un propósito sinfónico” (Rops, 1956, p. 696). La Ilustración cambiaría todo.
2 El utilitarismo en la educación
La estructura de saberes medievales fue cambiando drásticamente. Coincidiendo con la Revolución francesa, en 1789, aparecía la obra de Jeremy Bentham, The Rationale of Reward, en la que proponía una forma de gobierno tomando la utilidad como fundamento. Tomaba así carta de naturaleza el utilitarismo en el saber, al afirmar que: «La naturaleza colocó al ser humano bajo la gobernanza de dos dueños soberanos, dolor y placer. Es por ellos sólo que sabemos lo que debemos hacer, tanto como lo que haremos. En una mano, la norma del bien y del dolor (mal) y, en la otra, la relación de causa-efecto, son atados a su trono (de la gobernanza del placer y del dolor). Nos dirigen en todo lo que hacemos, lo que decimos en lo que pensamos: todos los esfuerzos que hacemos para desembarazarnos de esta sumisión nos servirán sólo para demostrar y confirmar este hecho. En pocas palabras, un hombre puede renunciar a su influencia, pero en realidad quedará allí siempre sometido. El principio de utilidad reconoce esa sujeción y la da por supuesta como fundamento del presente sistema, cuyo objetivo es edificar la fábrica de la felicidad con las manos de la razón y de la ley. Sistema que pondrá en cuestión, quién utiliza los sonidos en lugar del sentido, el capricho en lugar de la razón y la oscuridad en lugar de la luz. (Bentham, 2009, p. 4).
Para Bentham, dentro del paradigma de un tosco utilitarismo, lo bueno corresponde al placer y lo malo al dolor. Sorprende encontrar en Bentham una Defensa de la usura, escrita en 1787, de la que Chesterton diría que fue el “verdadero inicio de la Modernidad”. El pensamiento anglosajón iría dotando de “moralidad” a este utilitarismo materialista. Locke, por ejemplo, sostendrá que lo bueno corresponde al cumplimiento de la ley natural y tender hacia el bien hará que los hombres estén complacidos. En la línea de estos autores destacaría John Stuart Mill. Este utilitarista genera una falsa ilusión afirmando que “la gran tarea de la educación moral (es) formar virtuosos hábitos de la mente” (2008, p. 9), pero evidentemente la coincidencia con el lenguaje escolástico es mera casualidad y acaba elevando el bienestar material a la categoría de felicidad virtuosa. En su obra Utilitarismo, defendió la idea de que la utilidad, medida como la capacidad para promover la felicidad humana, debe ser el principio fundamental en la ética y la toma de decisiones. Y como remate de su planteamiento, esta felicidad debe estar en manos del Estado que es quien debe dirigir su formación (2004, p. 235). Este es el embrión del imperante paradigma del conocimiento.
Ya en el siglo XX, un heredero del utilitarismo, John Dewey, en obras como Democracia y educación, establece las bases del paradigma utilitarista de las universidades de las sociedades democráticas. Enfatizó la importancia del aprendizaje basado en la experiencia donde la poiesis vendría a equipararse al pensamiento especulativo o teórico. De ahí que sus propuestas se resumieran en el lema “aprender haciendo”. El esfuerzo del profesor, por tanto, deberá ponerse en que los estudiantes vean la utilidad y la aplicabilidad de lo que están aprendiendo en su vida cotidiana. Como segundo pilar de la educación, argumentaba que las universidades debían preparar a los estudiantes para ser ciudadanos informados y activos en una sociedad democrática. Esto implicaba enseñar habilidades de pensamiento crítico, toma de decisiones y resolución de problemas. Como se puede ver, en él encontramos el lenguaje de las competencias que posteriormente se volverá omnipresente en todos los niveles educativos y en los diseños curriculares.
Si analizamos la emancipación en la educación de las ciencias especulativas, encontraremos, en el ámbito francés, la Ilustración como el equivalente al utilitarismo anglosajón. En uno de los padres de la Enciclopedia, Condorcet, encontramos grandes alabanzas a las ciencias prácticas: «Las ciencias ofrecen un interés siempre creciente, porque siempre hacen progresos, porque sus aplicaciones varían al infinito, se prestan a todas las circunstancias, a todos los géneros de espíritu, a todas las variedades de carácter, como a todos los grados de inteligencia y de memoria. Todas tienen la ventaja de dar a los espíritus más precisión y fineza a la cultura de las ciencias, en la contemplación de los grandes objetos que presentan (2008, p. 103)».

De esta sublimación, la consecuencia teológica es lógica, se debe negar la religión como materia de instrucción. Es así como fue floreciendo el laicismo que desde la Ilustración irá invadiendo las instancias educativas: «Las opiniones religiosas no pueden formar parte de la instrucción común, ya que, antes de ser la elección de una conciencia independiente, ninguna autoridad tiene el derecho de preferir una a la otra; y de ello resulta la necesidad de hacer la enseñanza de la moral rigurosamente independiente de estas opiniones (Condorcet, 2008, p. 56)».
El lenguaje competencial también lo encontramos en Stuart Mill cuando propone que educación debe esforzarse por preparar a los individuos para la competencia en el mercado laboral y proporcionarles las habilidades necesarias para contribuir eficazmente a la economía. Estos esbozos de educación utilitarista quedaron compendiados en La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, cuando señala que la educación aumenta la productividad laboral y, por lo tanto, contribuye al crecimiento económico. Esta perspectiva ha influido en la formulación de políticas educativas que buscan justificar la inversión en educación en términos de retorno económico, al igual que el empresario invierte en una máquina o el sujeto debe invertir en su educación. Así, afirma que: «Cuando se construye una costosa máquina, se debe esperar que el trabajo extra que va a desarrollar antes de que deje de funcionar repondrá el capital invertido en ella, con al menos los beneficios corrientes. Una persona que se ha educado con la inversión de mucho tiempo y trabajo en cualquier ocupación que requiere una destreza y habilidad extraordinarias puede ser comparada con una de esas costosas máquinas. La labor que aprende a realizar le repondrá, más allá y por encima de los salarios normales, el gasto total de su educación, con al menos los beneficios comunes para un capital igualmente valioso. Deberá hacer esto además en un período razonable, considerando la muy incierta duración de la vida humana, en comparación a la más cierta duración de una máquina (Smith, 1995, p. 90)».
Milton Friedman, de la Escuela austriaca, defendió la idea de que la educación es un medio para mejorar la competencia y la productividad en la sociedad. Sostenía que una fuerza laboral altamente educada era esencial para el funcionamiento eficiente de una economía de mercado. Este paradigma ha llevado a las administraciones públicas a la medición del éxito educativo a través de indicadores como los resultados en pruebas estandarizadas y la empleabilidad. En esta línea, Theodore Schultz, premio Nobel de economía en 1979, argumentaba que la educación debe evaluarse en función de los resultados medibles: “La eficacia de la educación se puede medir en términos de su impacto en los ingresos y el bienestar de los individuos” (1985, p. 21). Este enfoque ha dado lugar a la proliferación de sistemas de evaluación y estándares educativos destinados a medir el rendimiento y la utilidad de la educación y, por ende, la “calidad” del profesorado. En resumen, el concepto utilitarista de la educación aboga por un enfoque pragmático que valora principalmente la utilidad práctica de la educación. Por suerte, esta perspectiva también ha sido objeto de críticas, ya que se pasa por alto aspectos esenciales de la educación.
Alexis de Tocqueville ya advertía en su La Democracia en América de los riesgos que amenazan a las sociedades enteramente entregadas al negocio y el beneficio: «En un gran número de hombres encontramos un afán egoísta, mercantil e industrial por los descubrimientos del espíritu, que no hay que confundir con la pasión desinteresada que prende en el corazón de unos pocos; hay un deseo de utilizar los conocimientos (1999, II, p. 41)».
Según el pensador francés, en la clarividencia que le destaca, en una sociedad utilitarista los hombres acaban amando las “bellezas fáciles” que no requieren esfuerzos, ni excesivas pérdidas de tiempo. A los hombres de las sociedades democráticas y del Estado de Bienestar, “Les gustan los libros que se consiguen con facilidad, que se leen deprisa, que no exigen un detenido estudio para ser comprendidos” (1999, II, p. 55). No es de extrañar, siguiendo su análisis, que a estos espíritus les entusiasme todo medio instrumental que lleve más rápidamente a la riqueza, toda máquina que abrevie el trabajo, todo instrumento que disminuya los gastos de producción, todo descubrimiento que facilite los placeres y los aumente, les parecerá el más magnífico logro de la inteligencia humana (1999, II, págs. 42-43). Continúa enjuiciando Tocqueville que en una sociedad así “el espíritu humano se vea insensiblemente llevado a descuidar la teoría” (p. 43). Por ello, advierte que en Estados Unidos: «no hay casi nadie que se dedique a la parte esencialmente teórica y abstracta de los conocimientos humanos, mostrando, en esto la exageración de una tendencia que, creo yo, ha de hallarse, aunque en menor grado, en todos los pueblos democráticos (1999, II, p. 40)».

El impulso de lo útil y el envilecimiento de las actividades del espíritu tendría como efecto, según el pensador francés, que los hombres se deslicen hacia la barbarie. Para evitarlo, Tocqueville lanza un llamamiento a “nutrirse principalmente con las obras de la Antigüedad”. Un contemporáneo, el ruso Aleksandr Herzen, desde la perspectiva del socialismo utópico, coincidía con la deshumanización de una educación utilitarista. Sus tesis las expone en El pasado y las ideas, en la que propone que quien sólo aspira a ganar dinero acaba cultivando las apariencias, “[optando por] parecer en lugar de ser” (2013, p. 556). En un contexto social en el que lo que importa es la “respetabilidad exterior” a “la dignidad interior”, de tal forma que no extraña que “la ignorancia más supina se tenga por una suerte de educación”. De tal forma que: «todo lo que se aparta de las relaciones comerciales y de la explotación de la propia posición se aleja de lo esencial, [en la sociedad pequeño-burguesa] su educación tiene que ser por fuerza limitada (p. 556)».
Allí donde la vida se configura como “una perpetua lucha por la obtención de dinero”, y la Universidad esté al servicio de este principio, el hombre acaba transformado “en un bien más del sistema de la propiedad” (p. 554). La militancia socialista de Herzen, no resta clarividencia a su análisis. También Víctor Hugo, en su obra El peligro de la ignorancia propone que a la enseñanza pública le incumbe apartar al hombre de las miserias del utilitarismo y educarlo en el amor por el desinterés y por lo bello, elevando el espíritu del hombre, volviéndolo hacia Dios, lo justo, lo verdadero, hacia lo desinteresado y lo grande. Estas prematuras críticas al utilitarismo aplicado al conocimiento nos abren las puertas a otras críticas que se sustanciaron en el siglo XX.
3 Críticas al utilitarismo en la Universidad
En este apartado contemplamos varios autores que en su momento iniciaron una reacción frente a la aplicación del utilitarismo en la Universidad. En su mayoría reivindican la Universidad como el espacio propio de la búsqueda de la Verdad con mayúscula o, al menos, el lugar del encuentro del sentido de la realidad y la comunidad. Por ejemplo, a principios del siglo XX, John Henry Newman escribía The Idea of a University, obra en la que plantea los tres pilares sobre los que construir la Universidad: «la unidad, la universalidad y la utilidad del conocimiento. Este último pilar sólo cobra sentido si se subordina a los anteriores, de tal manera que “el conocimiento es capaz de ser su propio fin” (1907, p. 103) y, por tanto, no debe estar subordinado a ningún otro objetivo. De ahí que considere la institución como el lugar donde el intelecto, en lugar de ser formado o sacrificado para algún propósito accidental, para un oficio o profesión específica, es disciplinado para su propio bien, para la percepción de su propio objeto (1907, p. 152).
Hannah Arendt tenía presente opiniones diversas sobre la universidad y la educación superior. Sus puntos de vista se derivan de su amplia reflexión sobre la política, la filosofía, la historia y la educación. La filósofa valoraba la universidad como un espacio donde los individuos podían participar en la acción política y la reflexión filosófica. Veía la Universidad como un lugar donde se fomentaba la discusión, el debate y la exploración de ideas, lo que consideraba esencial para la vida intelectual y política. De ahí que rechazara lo que ahora se conoce como una escuela de ciudadanos y denunciara la manipulación que se desprendía del concepto moderno de universidad «la idea de que quien quiera producir nuevas condiciones debe empezar por los niños, fue monopolizada sobre todo por los movimientos revolucionarios de corte tiránico: cuando llegaron al poder, arrebataban los niños a sus padres y sencillamente los adoctrinaban. La educación no debe tener un papel en la política, porque en la política siempre tratamos con personas que ya están educadas. Quien quiera educar a los adultos en realidad quiere obrar como su guardián y apartarlos de la actividad política (Arendt, 2018, p. 224)».
Por desgracia ha sido la política, o mejor dicho las políticas que esconden una determinada antropología antihumanística, las que se han apoderado de la educación. La crisis universitaria, y educativa en general, actual no podría entenderse sin contemplar la expansión de la Escuela comprensiva en casi todos los sistemas educativos europeos. El modelo surgió a finales del siglo XIX en Estados Unidos, motivado por profesores progresistas que se oponían a que las universidades utilizaran los estudios clásicos y el conocimiento de lenguas clásicas como instrumento de selección. Suponían que ello atentaba contra las oportunidades de los alumnos provenientes de clases más desfavorecidas que no eran formados en estudios clásicos. Para ello propusieron la escuela centrada en estudios prácticos, y que se abandonaran los estudios “inútiles” de, por ejemplo, el latín o el griego clásico, que, en principio, siempre favorecían a los hijos de las elites. La propuesta triunfó en Nueva York creándose un currículo único para todos los alumnos, unificando así la escuela e iniciando el igualitarismo dominante.

Desde ahí, el modelo se fue extendiendo a todo el país. Curiosamente, tras la Revolución rusa de 1917, el modelo fue adoptado por los comunistas. Pedagogos marxistas como Lunacharski o Krupuskaya elogiaron y prácticamente copiaron el modelo de Escuela comprensiva norteamericano, al que añadieron unas cuantas dosis de marxismo. Fue en 1947, con el triunfo de los laboristas en Gran Bretaña tras la segunda guerra mundial, cuando se defiende por primera vez en Europa “una escuela secundaria única e igual para todos” (la Comprehensive School) que sustituiría a la academicista Grammar School. Poco a poco el modelo fue imitado por el resto de Estados europeos. En 1967 el Comité Plowden (del Consejo Central de Educación de Gran Bretaña) eliminaba una reválida selectiva que dirigía a los alumnos hacia la Grammar School o hacia escuelas tecnológicas. Entre las recomendaciones del Comité se encontraban: evitar reagrupar los alumnos en función de los resultados académicos, acabar con la memoria como método para fijar conocimientos, el rechazo de las clases magistrales, priorizar las técnicas sobre los estudios humanísticos y la relativización de la autoridad del profesor.
Ya en los orígenes del utilitarismo, no sorprende que se aborrecieran las lenguas como el latín o el griego. Locke denostaba estas materias: «Quizá no haya nada más ridículo que ver a un padre gastar su dinero, y el tiempo de su hijo, para hacerle aprender la lengua de los romanos cuando le destina al comercio o a una profesión en la que no se hace ningún uso del latín; no puede dejar de olvidar lo poco que ha aprendido en el colegio, y que nueve veces, de diez, le inspiró repugnancia a causa de los malos ratos que le ha valido este estudio (1982, p. 76)».
Por el contrario, sí sorprende como Antonio Gramsci, desde sus Cuadernos desde la Cárcel realizara la defensa de la enseñanza de las lenguas clásicas: «En la vieja escuela el estudio gramatical de las lenguas latina y griega, unido al estudio de las literaturas e historias políticas respectivas, era un principio educativo en la medida en que el ideal humanista, que se encarnaba en Atenas y Roma, estaba difundido en toda la sociedad, era un elemento esencial de la vida y la cultura nacional. […] Las nociones aisladas no eran asimiladas para un fin inmediato práctico-profesional: el aprendizaje parecía desinteresado, porque el interés era el desarrollo interior de la personalidad. […] No se aprendía el latín y el griego para hablarlos, para trabajar como camareros, como intérpretes, como agentes comerciales. Se aprendía para conocer directamente la civilización de ambos pueblos, presupuesto necesario de la civilización moderna, o sea, para ser uno mismo y conocerse a uno mismo conscientemente (2023, p. 578)».
Esta inquietud del ateo Gramsci y de creyentes como Newman contrasta con la actual mercantilización de la Universidad. Marc Fumaroli, en su obra La República de las Letras, nos recuerda que la esencia de la cultura se funda exclusivamente en la gratuidad: la gran tradición de las academias europeas y de antiguas instituciones como el Collège de France (fundado por Francisco I en 1530) que nos recuerda que el estudio es en primer lugar adquisición de conocimientos que, sin vínculo utilitarista alguno, nos hacen crecer (Fumaroli, 2013). Hoy en día las universidades se convierten en empresas, los alumnos en clientes y los profesores en vendedores o -lo que es peor- burócratas. Emmanuel Jaffelin escribía en Le Monde: “Dado que paga muy cara la matrícula en Harvard, el estudiante no sólo espera de su profesor que sea docto, competente y eficaz: espera que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene razón”. El profesor, al servicio de las enrevesadas normativas apenas tiene tiempo para estudiar e investigar. Berg y Seeber desarrollan esta idea en su Manifiesto del profesor ponderado (The Slow Professor) y afirman que: “Necesitamos tiempo para pensar y también lo necesitan nuestros alumnos. El tiempo para reflexionar e indagar abiertamente no es un lujo, es crucial a nuestra labor”.
Igualmente, Mark Edmundson, en su obra Why Teach?: In Defense of a Real Education (2013), critica la comercialización de la educación superior y argumenta que la Universidad debe ser un lugar donde los estudiantes se sumerjan en las humanidades y las artes. Sostiene que la educación superior debe enfocarse en la búsqueda del conocimiento y la sabiduría, y no en la búsqueda de títulos universitarios como un medio para obtener empleo. Ideas semejantes encontramos en La idea de la universidad (1984) o el Manifiesto educativo propuesta del grupo paideia (1986) de Mortimer Adler en lo que aboga por una educación integral y el papel crucial de las humanidades en la formación de la mente y el carácter. Son muchos los críticos al actual sistema de mercantilización del saber universitario, pero también es cierto que son acallados por los que lo alaban y el sistema que lo defiende.
En 2010, aparecía la obra de Martha Nussbaum Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades. En ella nos habla de una revolución silenciosa que pondrá en jaque a la humanidad: “una crisis que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer […] la crisis mundial en materia de educación” (2010, p. 19). La autora denuncia que al descartarse el valor del conocimiento y de todo tipo de estudios humanísticos, condenaremos a las futuras generaciones a ser “maquinas utilitarias”. La crisis de identidad de la Universidad, nos aboca -afirma- a crear sujetos políticos incapaces de poseer una mirada crítica de las tradiciones y de comprender los logros y sufrimientos ajenos. Denuncia el proyecto de eliminar de la educación todo lo que no tenga utilidad para un mundo mercantilizado y globalizado. De ahí que las universidades se propongan como objetivo dotar a los alumnos de competencias y habilidades para el mercado, dejando los contenidos para un segundo plano y arrastrando el “pensamiento inútil” a su desaparición.

Paradójicamente, la aversión utilitarista-liberal de este modelo de universidad para con los contenidos del saber, coincide con el pensamiento radical de izquierdas. Chomsky, en su libro La (des)educación, cae en las ridículas tesis roussonianas en nombre precisamente del “humanismo” y propone cómo debe ser la educación: «la idea de que la educación no ha de entenderse como el proceso de llenar de agua un recipiente, sino más bien el de ayudar a que una flor crezca según su propia naturaleza. La idea consiste, en otras palabras, en proporcionar las circunstancias en las que se puedan desarrollar las diferentes manifestaciones de la creatividad (2007, p. 47)».
Semejantes cantos de sirena los encontramos en Ivan Illich y su rompedora obra La sociedad desescolarizada. Pero estas propuestas para huir del mundo del utilitarismo capitalista nos ponen al borde de una distopía educativa cuyos efectos pueden ser iguales o peores de los del sistema que critican. Por ello hay que reposar el entendimiento y las políticas públicas. Los sistemas educativos y las universidades se han de repensar. O mejor dicho se ha de madurar un pensamiento en torno a su verdadera finalidad y después tomar decisiones sobre su organización. Las universidades no pueden ser vistas como “ascensores sociales”, entre otras cosas porque ya han dejado de serlo, ni como lugares de adiestramiento técnico e ideológico al servicio de un sistema instituido. Dando la razón a Nussbaum, sino repensamos lo que la Universidad ha sido y debe ser, quizá nos juguemos el futuro de la humanidad.
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