2. DE QUIÉN HAY QUE SALVAR ESPAÑA
«El amor sobrenatural a la Iglesia y el amor natural debido a la patria son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, porque la causa y el autor de la Iglesia y de la patria es el mismo Dios».
León XIII, Sapientiae Christianae, 10 de enero de 1890.
Vistos ya los males que sufre España y quién se los inflige, con mejor o peor intención, cabe preguntarse por qué hay que salvarla. ¿Por qué alguien iba a dedicar su tiempo, su esfuerzo, incluso su dinero, a ello? ¿Por qué no seguir la corriente y evitar los problemas? ¿Por qué no, sencillamente, disfrutar de la vida? Total, ¡si son cuatro días!
Bien, primeramente, vamos a decir una perogrullada, una obviedad: porque es nuestra patria. Sí, la nuestra. Nos gustará más o menos, pero es la nuestra. En una sociedad individualista como esta quizá a muchos les cueste entender esto, pero es así. Aquí nadie ha brotado del suelo. Todos nacemos insertos en una comunidad; la patria, por tanto, no se elige sino que nos es dada. «Del mismo modo que necesitamos padre y madre para nacer, no hay hombre que no deba a una patria su primera y fundamental expresión de animal político. De la misma forma que no se eligen los padres, no elegimos nuestra nación», dice Jean Ousset1. Estamos aquí porque hemos sido engendrados y nos desenvolvemos en una realidad concreta que lleva en las alforjas una historia previa, una herencia. Y es esta de la herencia sin duda una idea clave. El hombre no es, aunque lo pretenda, autosuficiente. Por tanto, no puede prescindir del caudal acumulado a lo largo de los siglos por las generaciones anteriores a él. Así lo explica Ousset: «”Cada niño que nace es un niño de la edad de piedra”, ha dicho Alfred Zimmern. He aquí lo natural. Y si se nos concede, si a cada hombre se le concede continuamente el no tener que volver a empezar de nuevo, es porque nacemos en el seno de una sociedad homogénea, comunidad viviente que permanece por encima de la sucesión de generaciones y transmite a sus hijos la lección y los progresos de los padres que han muerto». Así, algunos nacionalistas podrán objetar que su patria no es España, sino, por ejemplo, Cataluña. Y a estos se les podría objetar, a su vez, que la interrelación entre Cataluña y el resto de España ha sido tan intensa a lo largo de los siglos como para pretender que no se pueda entender a la propia Cataluña como ente aislado. Del mismo modo, no debemos entender que España no ha interrelacionado con otros países a lo largo de la historia, sería absurdo, pero sí que podemos afirmar que es una realidad política histórica estable desde hace siglos claramente distinta a otras. Por tanto, el ser español supone heredar lo hecho por otros antes que nosotros, para bien o para mal. Así pues, siguiendo con Ousset, «patria quiere decir tierra de los padres. […] porque es la tierra de los padres, comprendemos que la patria es por esencia una tierra humana y, por tanto, algo más que una simple porción de tierra física (…). En otras palabras, no es solamente un suelo desnudo, de selva virgen. Es el suelo sobre el cual los padres han marcado su huella, el suelo que cultivaron, sobre el que han edificado los monumentos, vestigios del pasado. La patria es el suelo de las antiguas batallas. […] Es la tierra de los antepasados, la tierra de los cementerios, la que guarda a los que velaron por el niño, el adolescente y el adulto, e incluso a aquellos a los que uno no ha conocido. […] Es el círculo íntimo, la tierra sagrada del hogar. Es la tierra carnal en la que, literalmente, hemos nacido. Es la carne de nuestra carne, y por eso es lo que pesa y obra tan fuertemente sobre el corazón humano. Es espontáneamente objeto de afecto y de sentimiento. Es la madre, la Madre Patria. También es a menudo más sentida que pensada. Además, la patria no es el resultado de un pacto voluntario». Ahí tenemos la herencia de la que hablábamos. Concluye Ousset: «(…) por extensión, la patria puede ser, en realidad, el patrimonio entero, el conjunto del capital que nos han dejado los antepasados. No sólo la tierra, sino también las iglesias, las catedrales, los palacios y los torreones de que se ha visto cubierta en el curso de las edades. Y todas las otras maravillas de la industria o de las artes, monumentos del pensamiento y del genio. ¡Toda la herencia! Tanto la tierra como los legados materiales, intelectuales, espirituales y morales».
Dicho esto, hay, por supuesto, más motivos para salvar a España. Uno de ellos, y no precisamente menor, es que ha sido y sigue siendo vilipendiada por sus enemigos, mintiendo sin el menor de los escrúpulos e imponiendo una visión histórica antiespañola por ser ésta católica. Hasta tal punto que la propaganda del enemigo acabó por empapar a los propios españoles; no a todos, claro está, pero sí a muchos. El papel de potencia internacional del Imperio español le hizo granjearse, como es lógico, numerosos enemigos. Baste de ejemplo la cita de Miguel de Unamuno que recoge Jesús Laínz2: «Esta hostilidad a España arranca del siglo XVI. Desde entonces se nos viene, en una u otra forma, insultando y calumniando. Nuestra historia ha sido sistemáticamente falsificada, sobre todo por protestantes y judíos, pero no sólo por ellos. Sabido es que los historiadores extranjeros, con salvas muy pocas excepciones, como la de Prescott, verbigracia, han mirado a falsear la obra española de la conquista de América, y sólo últimamente se nota alguna reacción hacia la verdad».
Y esto, en parte, es «culpa» de la propia España. Si hacemos caso a Roca Barea, «España no se defendió3», y no lo hizo porque tenía cosas más importantes que hacer, además de que ni Inglaterra ni Holanda eran una amenaza real para el Imperio, a criterio de la misma autora. ¿Fue un error? Posiblemente, pero ya da igual. La cuestión, sin embargo, no es sólo que, en su momento, la Monarquía no se defendiera, sino que esta idea de que España es o cuando menos fue un país cruel sigue vigente. La Leyenda Negra no sólo existe, pese a que haya ignorantes o malintencionados que la nieguen, sino que goza de buena salud, aunque es justo reconocer que a nivel académico está superada. No así, lamentablemente, a nivel cultural y popular, y lo que es peor, está más que asumida por una parte muy importante de los propios españoles, principalmente por los progresistas. «La llamada Leyenda Negra, incorporada ahora por los liberales, empezaba a afectar seriamente las percepciones del conjunto de la opinión española sobre el pasado nacional4», nos dice un izquierdista como Álvarez Junco. Es inevitable, pues, que esa visión negativa del propio pasado afecte a la percepción que se tiene de la identidad española, produciendo, en los que la tienen, un rechazo más o menos visceral. A nadie le gusta identificarse con los malos.
No hace falta, entendemos, más que citar los mitos que pesan como una losa sobre la imagen negativa de España: la expulsión de los judíos, la conquista de América y el supuesto genocidio de los indios, la Inquisición, la imagen de una España católica oscura, intolerante y cruel, el de nación atrasada… son de sobra conocidos. Sin embargo, ¿responden a la realidad? Tratemos de ser justos y no pasar de la Leyenda Negra a una Leyenda Rosa, y centrémonos sobre todo en la política seguida por el Imperio en América, probablemente el elemento de más peso en esa visión negativa. ¿Hubo abusos por parte de españoles en América? Sí, claro que los hubo. ¿Fue la política de la Corona extractiva, genocida y cruel para con los indios? En absoluto. Esto sí que responde enteramente a la propaganda de nuestros enemigos protestantes. «Los procedimientos propagandísticos son inéditos y enteramente creación de la Reforma. […] La imprenta pone de manifiesto el poder taumatúrgico de las imágenes y Lutero es el primero en comprender que un uso eficaz de este medio es esencial para triunfar. En esto fue un visionario. El uso de las imágenes será decisivo en todos los frentes de propaganda y servirá para levantar el mito de la Inquisición, vincular intolerancia, crueldad y barbarie al nombre de España y, en definitiva, para “crear la imagen” que del mundo hispanocatólico se tiene dentro y fuera del protestantismo5», sostiene Roca Barea, opinión compartida por Álvarez Junco: «Lutero, Guillermo de Orange o Cromwell fueron, por encima de cualquier otra cosa, magníficos panfletarios o propagandistas6». Total, que en buena medida nos hemos creído las mentiras y/o exageraciones que nuestros enemigos han vertido sobre nosotros.
Sin embargo, la obra histórica de España en América fue gigantesca. Hay numerosa bibliografía al respecto al alcance de cualquiera, y además buena parte de ella escrita por autores hispanoamericanos, por lo que vamos a limitarnos a mencionar, contra la presunción de que España fue a llevarse el oro, simplemente que se fundaron allí escuelas, iglesias, catedrales, universidades, hospitales, industrias, ciudades, se hicieron caminos… ¿Qué decir de las Leyes de Indias o del testamento de Isabel la Católica? ¿Qué decir de la conocida como Controversia de Valladolid? ¿Qué otro país que se haya expansionado se ha preocupado de lo legítimo de su obrar como éste? La que hizo España en América fue monumental, sin exagerar. España no tuvo colonias, sino que se replicó en América: «Porque esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España, resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales7», defiende el Cardenal Gomá. Y, por encima de todo, la evangelizó. Esto, en última instancia, y no otra cosa, es lo fundamental; como dice el Cardenal: «América es la obra de España. Esta obra de España lo es esencialmente de catolicismo. Luego hay relación de igualdad entre hispanidad y catolicismo, y es locura todo intento de hispanización que lo repudie».
De aquí en adelante se puede desmontar cualquier mito antiespañol sin necesidad, insistimos, de caer en la Leyenda Rosa, versión opuesta a la Leyenda Negra que negaría episodios per se condenables. España, a lo largo de su historia, tiene luces y sombras como todo hijo de vecino, y hay que aceptarlo con naturalidad. Aprender de lo uno y de lo otro, para repetir lo bueno y no lo malo.
Sigamos. No se puede entender el mundo tal y como es sin el papel de España. Para empezar, tras una larga ocupación, se expulsó a los musulmanes de Europa. Ya hemos visto el papel que España jugó en América. Hay quien dice que los españoles no fueron los primeros europeos en llegar allí, y es verdad; sin embargo, si fueron los primeros en asentarse allí. Los primeros en llevar su religión, sus instituciones, sus conocimientos; los primeros en volcar allí sus enteras energías; los primeros en plantearse la licitud de la conquista; los primeros en legislar para la protección de los autóctonos; los primeros en mezclar su sangre con ellos; los primeros, ya lo hemos visto, en fundar hospitales, universidades, etc.; los primeros en fundar ciudades tierra adentro, es decir, con intención de quedarse, y no limitarse a las ciudades costeras donde construir puertos para el comercio. Los que nos critican son, justamente, los que más tienen que callar. Los que siempre fueron a nuestra zaga; los que sí aniquilaron a los indios como moscas; los que prohibieron casarse con «razas inferiores»; los que mataron a miles y miles de irlandeses; los que masacraron a los aborígenes en lo que hoy es Australia; los que causaron las Guerras del Opio; los del genocidio de la Vendée; los inventores de la guillotina; los que regaron el suelo germano con la sangre de miles de campesinos en el XVI; los traidores a la Cristiandad que se aliaron con los turcos. ¿Estos son los que nos tienen que dar lecciones? ¿A nosotros? ¡Ni en broma!
No se puede entender Occidente sin la aportación hispana a la ciencia, aunque el mito de la modernidad —el protestante, o sea— haya hecho creer a casi todos que siempre fuimos un país «atrasado». Es, sencillamente, falso. Pintura, filosofía, teología, mística, arquitectura, literatura, música, teatro, medicina. Épica: Lepanto, sin la cual Europa habría corrido, muy probablemente, un funesto destino; los Trece de la Fama; los sitios de Zaragoza y la inmortal Gerona; Bailén, el Bruch; Pavía; María Pita, Blas de Lezo, Requesens, la catalanísima Agustina de Aragón, Agualongo y los pastusos, los Últimos de Filipinas, Bernardo de Gálvez, Hernán Cortés, el Gran Capitán, el Camino Español, nuestros mártires. ¿Tenemos manchas, tenemos sombras? ¡Pues claro, como todo el mundo! Pero también tenemos luces; muchas, muchas luces, tantas como para encumbrar el nombre de España entre los de más alta enjundia, le pese a quien le pese.
Concluimos. Es preciso, justo y necesario salvar España porque los que la odian nos conducen a todos al abismo. Vivimos ya en un estercolero moral donde las ideas de Bien, de Verdad y de Justicia han sido aniquiladas. Vivimos ya en un país que es un desmadre, donde la autoridad ha sido por completo laminada, no existe. Vivimos en un país que premia a los parásitos, los gandules, los trepas y los lameculos. Donde cien mil niños son asesinados en el vientre materno cada año. Donde el Gobierno pacta con terroristas. Donde el Estado está hecho para someter y esquilmar al trabajador y para beneficiar a los poderosos y a la élite política, es decir, donde brilla por su ausencia el bien común y se atiende más bien a los intereses de grupo. Donde se legisla contra la familia. Donde se está produciendo de forma descarada, con el impulso de la élite globalista —pues esto afecta a toda Europa—, una sustitución étnica del europeo autóctono por inmigración africana musulmana, principalmente. Donde se nos dice a los propios españoles, como al resto de europeos, que hemos sido malos, muy malos, y que ahora, de algún modo, debemos compensar esa maldad congénita nuestra a los miembros de unas supuestas «minorías» cuando, en realidad, los que vamos camino de ser una minoría en nuestra propia casa somos nosotros y, además, nosotros no hemos causado ninguno de esos «males». Vivimos en un país, en una cultura, ya, la de la posmodernidad, donde la política ya no es que no sea un servicio al pueblo, sino que la mentira, la demagogia y la manipulación son la forma común y aceptada de ejercerla. Donde nos dicen que las niñas tienen pene y los niños vagina. Donde la juventud, otrora rebelde y combativa, tiene ecoansiedad y come sano para «cuidar» el planeta y llegar a los 90 años en plena forma. Donde hay más perros que niños. Vivimos en la decadencia, en fin, y si bien humanamente este proceso es prácticamente irreversible, nos queda la obligación moral de hacer lo posible para combatirlo, destruirlo, aprovechar lo poco bueno que quede y edificar, de nuevo y sobre sus cenizas, una España cristiana que, sin llegar a ser perfecta —pues la perfección en este mundo es mera utopía—, al menos haga por acercársele. Y no, no es sólo una cuestión de hacer lo que está bien, que también. Es, más humana y primariamente, una cuestión de supervivencia.
NOTAS:
- OUSSET, Jean. ‘Patria – Nación – Estado’. Fundación Speiro ↩
- LAÍNZ, Jesús. ‘Escritos reaccionarios’, p. 97. Ediciones Encuentro. Madrid, 2008. ↩
- ROCA BAREA, María Elvira. ‘Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español’, 165. Siruela. Madrid, 2016. ↩
- Op. cit., p. 405. ↩
- Op. cit., p. 179. ↩
- Op. cit., p. 309. ↩
- ‘Apología de la Hispanidad’. Conferencia pronunciada por el Cardenal Isidro Gomá y Tomás en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1934 con motivo de la celebración del Congreso Eucarístico Internacional. Editado por TRADICIÓN VIVA, p. 35. Madrid, 2021. ↩