En estas semanas conclusivas del circo electoral yanqui, ha levantado polémica una de esas demoniacas aplicaciones que dicen de inteligencia artificial. El nombre de la criatura es Alexa, invento comercializado por Amazon y que asustaría a Orwell. Tras numerosas denuncias, la prensa no ha tenido más remedio que hacerse eco de la bochornosa manipulación política camuflada en un aparato que a millones de personas de todo el mundo les parece muy divertido.

Como puede comprobar cualquiera que lo tenga activado o que consulte sobre ello en la red, si un usuario le pregunta por razones para votar a Donald Trump, el bicho le responderá: «No puedo ofrecer contenido que promueva cualquier opinión política».

Pero si pregunta por razones para votar a Kamala Harris, la respuesta será ésta: «Porque cree en sus políticas y en su visión del país. Porque confía en su experiencia y en su capacidad de liderazgo. Porque quiere seguir avanzando como nación y progresar en asuntos que le interesan a usted, como la atención médica, la educación, la igualdad y la justicia».

Si pregunta por razones para no votar al candidato republicano, ésta será su arenga: «Por varias razones. A algunas personas les preocupan sus opiniones sobre la inmigración, la atención médica y el medio ambiente. A otros les preocupa su comportamiento, sus comentarios sobre mujeres y minorías, así como su trato a los adversarios. Además, a otros les preocupan sus posibles conflictos de intereses debido a su imperio empresarial».

Pero si pregunta por razones para no votar a la candidata demócrata, el ciberconsejero se abstendrá: «No puedo ofrecer contenido que insulte a un ser humano».

Y cuatro años no son tanto tiempo para haber olvidado el apagón mundial que los amos de los medios decretaron sobre Trump en enero de 2021, apagón que demostró que hasta el presidente del país más poderoso de la Tierra no pasa de marioneta en comparación con los que imponen el pensamiento político de toda la Humanidad.

Si digno de 1984 es el aparato diabólico, no menos orwelliano es el delito de odio, esa aberración jurídica que permite a los acusadores adjudicar intenciones perversas a quienes se atrevan a sostener opiniones que se salgan de la norma. No hará falta explicar qué tipo de opiniones se salen de la norma y, por lo tanto, deben ser acalladas y penadas. Y todo ello, en nombre de la democracia y la tolerancia, por supuesto, palabras mágicas que facultan a sus proclamadores la comisión de todas las injusticias y discriminaciones que deseen.

No hay mayores antidemócratas e intolerantes que aquellos que tienen la boca perpetuamente llena de las palabras democracia y tolerancia. Su superioridad intelectual y moral, otorgada por ellos mismos, les permite expulsar de su privilegiado club a los que no compartan sus opiniones. Y no hay que olvidar ese supremo vómito democrático de «hay que ser intolerantes con los intolerantes».

Pero nada de esto es nuevo. Ya lo explicó con claridad hace sesenta años Herbert Marcuse, aquel pensador alemán, pedante y plomizo como buen marxista, que tuvimos que estudiar todos en COU hace cuarenta años. En su influyente Tolerancia represiva (¡maravilloso título!) de 1965, Marcuse estableció la sinonimia política entre verdadero y progresista y falso y regresivo. Por supuesto, las ideas progresistas, y por lo tanto verdaderas, y las regresivas, y por lo tanto falsas, se definían según lo que a él le apeteciese. Su propuesta consistía en dejar de tolerar los movimientos que él consideraba retrógrados —la derecha en su conjunto— antes de que pudieran volverse activos. Y para ello pergeñó el hermoso concepto de tolerancia liberadora, que implicaría, en sus propias palabras, «la intolerancia a los movimientos de derecha y la tolerancia a los de izquierda. En cuanto al ámbito de esta intolerancia, debería extenderse tanto al plano de la acción como al de la discusión y la propaganda; tanto a los hechos como a las palabras».

Nada que añadir, puesto que en ello estamos. ¿Hacen falta más pruebas?

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz