Un secretario de ayuntamiento de una localidad de la cornisa cantábrica me cuenta algunas anécdotas sobre reclamaciones de los ciudadanos. Uno se quejó por escrito de que desde el bosque vecino se le cuelan en el jardín culebras, erizos y zorros. Amablemente le respondió que para quien se compra una finca lindera con un bosque los animales son tan inevitables como el ruido de los coches para quien se compra un piso en la ciudad. Una señora protestó porque, estando en la playa, una gaviota le descargó un regalito en la cabeza. El probo funcionario le respondió que sería complicado cubrir el municipio con un techo de cristal para evitar ese tipo de percances. Pero la medalla de oro probablemente la merezca quien se quejó de que, al bañarse en la playa, había observado que el suelo va descendiendo según se interna uno en el agua, por lo que requería al ayuntamiento para que diera alguna solución a semejante incomodidad. El discípulo de Job le respondió que comprendía la molestia, pero le rogó que comprendiera a su vez que resultaría muy complicado acordar con los gobiernos de París, Londres y Dublín la construcción de una plataforma llana que uniera los cuatro países para evitar que el agua acabe cubriendo a los bañistas.

Curioso fenómeno, éste de echar la culpa de todo a los demás, o al gobierno, o al ayuntamiento o a lo que sea. Son millones los españoles que se quejan continuamente del derroche, de la corrupción, de la lentitud, de la injusticia y de la ineficacia de nuestros gobernantes, pero son muy pocos los que dan en la diana.

Porque el origen de esos males no es otro que el Estado de las Autonomías. Bien claro nos ha quedado a los españoles que, tras el caos provocado por el desplome del cielo sobre las cabezas de los abandonados hijos de Dios, el segundo protagonista ha sido el caos provocado por la ineficacia de los gobernantes para resolver lo que estuviera al alcance de la mano humana.

Olvidémonos por un día del inolvidable detalle de que este régimen del 78 fuese diseñado para conseguir la autodestrucción de España mediante unas comunidades autónomas constituidas en privilegiado trampolín desde el que los separatistas se lanzan con fuerza hacia sus objetivos. Porque además de eso, la estructura autonómica es la principal responsable de que hoy haya en España cuatro veces más funcionarios que en 1975 sin que la población se haya multiplicado por cuatro. Los españoles disfrutamos de un ejército de políticos: nada menos que dieciocho poderes legislativos y dieciocho poderes ejecutivos, con sus astronómicos gastos y sueldos. Se ha multiplicado hasta el infinito el número de consejeros, diputados, cargos, funcionarios, asesores y enchufados, muchos de ellos de una mediocridad personal e intelectual que asusta. ¿Qué preferimos, funcionarios superfluos y politiquillos inútiles o pensiones dignas y hospitales excelentes?

Además, entre todos ellos han conseguido que los españoles ya no seamos iguales ante la ley y que nuestro país, antes racional y ordenado, sea hoy una Babel lingüística, legal, administrativa, fiscal, sanitaria y escolar que entorpece, encarece y obstaculiza la vida de personas y empresas.

Por otro lado, uno de los principales argumentos desplegados en 1978 en defensa de la descentralización autonómica fue el acercamiento de la administración a los ciudadanos. Muy discutible, porque todo es cuestión de buena o mala organización, pero en 1978 al menos tuvieron la justificación de que no existía Internet. Pero hoy, cuando la mayoría de las operaciones administrativas, bancarias y comerciales ya no las hacemos en oficinas sino sentados ante nuestro ordenador o a través del teléfono móvil, el Estado de las Autonomías es una casposa reliquia del pasado, una farsa insostenible. Sencillamente sobra.

Finalmente, hay que tener en cuenta la tara, imposible de ocultar, de que hay muchas competencias compartidas por la administración central y las autonómicas. Por eso nadie hace nada, nadie se responsabiliza de nada y todos se echan la culpa unos a otros. El horror de Valencia lo ha evidenciado de manera insuperable. Todo es una inmensa farsa, y a veces lamentablemente trágica.

Pero cuando se propone sustituir el absurdo sistema autonómico por otro más lógico, eficaz y justo, la respuesta automática es que sin autonomías y, por lo tanto, sin servidores públicos superfluos, las cifras del paro aumentarían enormemente. O sea, que estamos condenados a seguir atados a esos cientos de miles de parásitos que se irían al paro. ¿De qué vivirían esas enormes agencias de colocación que sangran a la nación y a las que llamamos partidos? Ésta es la razón por la que acabar con el régimen del 78 y su malnacido Estado de las Autonomías para devolver a España la eficacia y la justicia será tarea de titanes.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz