De los pocos vicios que un tipo como yo se puede permitir en la medianera de la vida es el de la lectura. Pero no sólo me acucia ese vicio así, en su generalidad, sino también en una de sus extremidades, la de comprar de manera cuasi compulsiva el maravilloso soporte donde se aloja la cultura. El libro. Mi sueño es tener una biblioteca inmensa, inconmensurable, copada de los títulos más variados, sugerentes y, sobre todo, más necesarios para hacer cumplir el desiderátum de que la vida merezca la pena ser vivida. Y yo, desde mucho tiempo atrás no concibo la vida despojada de libros.
Desconozco si es el olor, la tinta formando grafías, el papel o esa sorprendente capacidad de acoger en su seno una buena dosis de polvo casero o es una mixtura de todas ellas la que hace que sienta verdadera pasión por ese elemento de transmisión de la sabiduría. En los anaqueles de mis estanterías hay libros de Historia, a ser posible de las Españas y no tergiversada, para comprenderme a mí y para intentar comprendernos; la colección entera de las historias de Tintín, ¡rayos y centellas!, y superventas regalados por quien conoce mi afición pero no mis gustos. En mi mesilla de noche velan mi sueño libros de Filosofía, compendios de artículos como los de Esperanza Ruiz y los de Carlos Marín-Blázquez, entre otros, y el Dardo en la Palabra de Lázaro Carreter. En los huecos disponibles de mi furgoneta escondo libros de viajes, de cómo reconocer santos o héroes clásicos en las obras de arte o guías de identificación de aves. Mi mochila de uso diario alberga libros de Chesterton, alguna antología poética de San Juan de la Cruz, de Quevedo o de la Generación del 27 y el inseparable cuaderno de notas dotado, del mismo modo que un libro, de lomo, cubierta y ceja.
Muchas veces me quedo absorto mirando el caos en el que se desenvuelven los libros de mi biblioteca. No están ordenados, salvo en el desconcierto desarbolado de mi cabeza. Aunque a ojos de un extraño que intentara encontrar el volumen buscado sea ésta una ardua tarea, en mi región occipital, ¿o era parietal?, todo luce en el interior de un exquisito orden, rayano en la anarquía aparente, pero glorioso en la electricidad de mis sinapsis. Sé dónde está cada libro, gordo o flaco, de mi colección, sea en el salón, en la habitación habilitada como despacho o junto a los productos de limpieza guardados en los armarios bajos de la cocina. También sé cuál de los ejemplares luce con orgullo la medalla al mérito del café, la ubicación más o menos exacta entre sus hojas y cómo fueron las circunstancias en las que fue conseguida la condecoración. Todo ello contrasta con mi proverbial, por pública y notoria, desmemoria para otros asuntos como por ejemplo los personajes de una novela de obligatoria lectura, el giro magistral y dramático de la historia de aquel relato que tanto marcó mi manera de escribir o la fecha en la que todo se fue al carajo con eso de la revolución gabacha. Aunque, siendo francos, de esa me acuerdo como si la hubiera vivido.
Me peta entrar en una casa cuando soy invitado y ojear los lomos de los libros de las bibliotecas domésticas. Entablo con sus moradores conversaciones acerca de los libros leídos, disfrutados, subrayados incluso. Y cuando la pasión por la buena conversación amistosa flaquea y las palabras caen en la crisis profunda del índice nikkei de la oralidad, vuelvo a las estanterías y acaricio los sinuosos, voluptuosos y provocativos lomos de los libros. Por lo que una persona guarda, o más bien exhibe, en las baldas de sus estanterías se puede llegar a conocer a quién te ha dejado franquear la puerta de su casa con la excusa de un café, una cena o una reunión de conocidos. Puedes averiguar si el anfitrión es una persona que se deja mecer por las idas y venidas del caprichoso mercado con las cartas marcadas para ganar, si los libros que decoran el salón son los que suelen aparecer en las listas de los libros más vendidos de los suplementos culturales. Puedes descubrir si su pensamiento, en el caso hipotético de tenerlo, se escora a babor o a estribor si cuelgan de sus anaqueles la autobiografía presuntuosa del ínclito Pedro Sánchez, las memorias desmemoriadas de Aznar o el hiperbólico libro que Dragó dedicó a Santiago Abascal. Muchos detalles, como digo, se pueden averiguar sobre la personalidad del titular de una biblioteca. Mi psicoanalista, tras observar con detenimiento el contenido, orden y ubicación de mis queridos libros, sentenció que poseía una personalidad digna de estudio y consideración debido al desorden mental sin derecho a paga que en todo lo alto llevo. Yo, no mis libros. Todavía sigo medicado y acudiendo con la regularidad debida a terapia.
Pero el problema de hoy en día, por desgracia, no son las bibliotecas, los libros o mi desequilibrio diagnosticado, sin derecho a paga, insisto. No. El problema es que las bibliotecas, con todo su contenido, han pasado de especie común a una en claro peligro de extinción. Ya no lucen en la boiserie del salón de las casas de España la mítica enciclopedia pagada a plazos con el sudor de la frente de unos padres que las compraban para ayudarnos en nuestros estudios primarios, secundarios y en aquellos trabajos escritos a mano sobre el cultivo en terrazas, la reproducción del lince ibérico o sobre el arte Barroco hispano, verbigracia. Pero, como decía, el problema de hoy es que apenas hay libros en las casas y por ello mis conversaciones o el índice nikkei de las palabras se hunde con estrépito y se sume en un pegajoso y maloliente fango del que resulta harto difícil salir.
Esto es como cuando retiras un cuadro de la pared, un cuadro del que ya te has cansado y como la mancha cuadrangular del tiempo queda adherida sin remedio a la pintura, viéndose demasiado, decides taparla con otro cuadro si puede ser aún más grande que el antiguo. Y como ahora tus libros descansan el sueño de los justos a la vera de un contenedor de tono azul, pues estamos obligados a reciclar ¡oiga!, en el cubo de la basura orgánica, los más rebeldes, o, en el mejor de los casos, en alguna librería de viejo donde los compran al peso, hay que ocupar su sitio con otra cosa. ¿Y qué tiene el tamaño suficiente para tapar la negrura del tabique y se le va a dar el uso suficiente como para justificar el esfuerzo de su compra? Pues una televisión de tamaño estratosférico, una televisión tan grande como para realizar obra en el salón para hacerle hueco frente a la chaise-longe; una televisión dotada de los mayores, no mejores, avances tecnológicos mediante los cuales podamos deglutir, a través de los embudos de las mil formas de poder, todos y cada uno de los contenidos de nuestra cuenta de Netflix, de la bazofia que adoramos escuchar y cuelga, o más bien pende, de los videos de Youtube o nos permite desarrollar nuestra fortaleza hemorroidal pasando horas eternas, dejando en ello la vida y la escasa honra, en inacabables partidas a la Play Station.
Y así, con esa maravillosa y ultramoderna tecnología en nuestro salón, nos ahorramos el horripilante esfuerzo que conlleva la tarea de pensar, de saber ubicarte en este mundo y de, oráculo de Delfos dixit, de conocernos a nosotros mismos. Desvestidos de esas manías enriquecedoras como el bien, la belleza y la verdad que en numerosas ocasiones nos facilitan los libros, nos transmutamos en seres amorfos, desnortados, infantilizados hasta límites en que decir basta quedó ya demasiado lejos, para consumir sobremanera, pensar, o creer que se piensa, de una manera teledirigida, nunca mejor dicho, y conformarnos con las algarrobas que nos arrojan al pesebre diciendo que es tocino de cielo.
Javier Fernández