En 1516 veía la luz la obra ‘Utopía’, de Tomás Moro, donde el santo imaginó un gobierno ideal, una comunidad político-social perfecta. Utopía es la isla donde esto se consigue, y de ahí el significado que adquirió y que ha llegado hasta nuestros días, aunque a modo de ideal deseable pero inalcanzable. Pese a que la obra fue muy aplaudida, permítasenos una pequeña maldad: no debió calar muy profundamente, pues cuatro siglos después se escribieron obras que imaginaban sistemas políticos futuros en sentido opuesto, es decir, temibles y perversos; algunos, de hecho, tomaban como modelos sistemas político-ideológicos propios del tiempo. Es la literatura distópica, que nos legó obras de lectura obligada como ‘1984’ de Orwell, ‘Farenheit 451’ de Ray Bradbury o ‘Un mundo feliz’ de Huxley. Exploraremos aquí cómo imaginaron estos autores las sociedades futuras e iremos un poco más allá adentrándonos en obras menos conocidas como ‘Nosotros’, de Evgueni Zamiatin, y alguna otra que va más allá del aspecto político y de la estricta distopía, adentrándose en el aspecto antropológico. Pero trataremos de ver, sobretodo, en qué se asemeja el mundo distópico que imaginaron a la sociedad de hoy en día, la posmoderna.

El poder

El tiempo en que vivieron los autores debía verse reflejado, como es normal, en sus obras. 1984 es, sin lugar a dudas, la obra distópica por excelencia. Probablemente sea también la mejor. Muchos la habrán leído y reconocerán que, como poco, engancha. Orwell, que conoció el fascismo y el comunismo —que reflejó en ‘Rebelión en la granja’—, imagina en esta obra un poder opresivo y asfixiante, totalitario. El poder está en manos del Partido, dividido en dos partes, el Partido Interior y el Exterior; una minoría  de la población —un 2%— forma parte del Partido Interior. En la cúspide se sitúa el Hermano Mayor o Gran Hermano, detentador de un poder absoluto; un poder que, además, «no es un medio, sino un fin». O’Brien, el torturador de Winston Smith, le dice a éste que al Partido no le interesa «el  bienestar ajeno, sino únicamente el poder». ¿No les suena de nada? ¿No ven a los dirigentes políticos y a sus jefes defender unos intereses totalmente ajenos a los del pueblo cada vez más descaradamente? Este poder, además, «se ejerce sobre el cuerpo, pero, ante todo, sobre el espíritu», exacto al diagnóstico del profesor Javier Cigüela Sola: «Lo que transita por el espacio social actual no es ya primordialmente un cuerpo (…) sino un alma, una psique, convertida hoy en el objeto de dominio político o, mejor dicho, psicopolítico1». Orwell imaginó —o cuasi reflejó, si lo prefieren, en base a lo que conoció—un poder tiránico y aplastante sin lugar para la disidencia, donde el mero hecho de pensar mal puede suponer la tortura y la muerte.

 

Portada de una de las múltiples ediciones de ‘1984’

Esta concepción del poder es una constante en las otras obras mencionadas y algunas más. Los que no piensan adecuadamente son expulsados del supuesto mundo feliz de Huxley,  conducidos a la pavorosa habitación 101 orwelliana y/o vaporizados, eliminados/desaparecidos en Farenheit 451, torturados y ejecutados sin más en Nosotros, purgados a regañadientes en Seréis como dioses —una obra de Gustave Thibon en la que los humanos han alcanzado la inmortalidad— y casi exterminados en Señor del mundo, de Robert Hugh Benson. Sobre estas dos últimas profundizaremos más adelante. En el mejor de los casos se contempla una reeducación o, mejor dicho, un sometimiento. Es la tiranía de la corrección política, patente también hoy en día, aunque ahora no se mata al descarriado, se le cancela.

En la aplicación práctica del control social y la represión encontramos también elementos comunes en las diferentes obras: la policía del pensamiento orwelliana, los bomberos y el sabueso mecánico de Bradbury, los interventores de Huxley y los Guardianes de Zamiatin.

Hoy en día, en lo que se ha dado en llamar la Posmodernidad, el poder se ejerce de un modo mucho más sutil, al menos sobre los ciudadanos de a pie, cuando menos en los países occidentales. Aunque existe una clara pulsión totalitaria en las democracias liberales, la táctica represiva acostumbra a ser mucho más suave. Se trata, sobretodo, de matar civilmente al disidente: estigmatizarle, exponerle públicamente, tratar de convencer a la masa de la maldad intrínseca de la oveja descarriada, dificultarle en lo posible su vida profesional, minar su capacidad económica mediante multas… No se puede decir que no sea un método efectivo porque, hasta cierto punto, lo es, pero no es lo mismo que el exilio, la tortura o la ejecución, claro está. En algunos casos esto puede ir a más, evidentemente, y se puede ser perseguido judicialmente y acabar en prisión, pero se podría decir que el Poder ha aprendido. Este modo sutil de ejercerlo, sin usar la fuerza bruta, presenta, como es lógico, menos resistencia; no se percibe como totalitario o tiránico, aunque lo sea. «Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los ministerios de propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela», nos advirtió Huxley con toda razón.

En cuanto a la estructura política sobre la que se aplica este poder, se dan también coincidencias en estas obras aunque con dos variantes: o bien un Estado mundial o bien unas pocas macroentidades políticas. Hoy, sin embargo, siguen existiendo formalmente los Estados-nación. Lo que sí se observa es una tendencia a que estos Estados pierdan su poder o soberanía, hurtada por organizaciones de alcance mundial obedientes a una plutocracia con sus propios intereses, no sólo diferentes sino contrarios a los de las naciones. En la mayoría de países europeos esto es una evidencia.

Para concluir con el poder es importante dedicarle atención a las herramientas que utiliza, y no podemos pasar por alto la importancia de la manipulación del lenguaje y del establecimiento de una verdad oficial, necesarios para establecer un marco mental dominante que permita, precisamente, perpetuarse en el poder, por un lado, y mantener a la gente en la inopia, por otro.  Orwell demuestra en este aspecto ser un visionario. Existe un Ministerio de la Verdad que se encarga de mantener eso que hoy llaman el relato. Es como si lo dirigiera Pedro Sánchez: cambian la versión de la historia a conveniencia. Donde dije digo, digo Diego. Y como no está permitido pensar inadecuadamente, pues p’alante, no pasa nada. «Y, si todos aceptaban la mentira impuesta por el Partido —si todos los archivos contaban la misma mentira—, la mentira pasaba a la historia y se convertía en verdad. “Quien controla el pasado —decía la consigna del Partido— controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”», podemos leer. Los libros antiguos se reescriben hasta darles un significado opuesto al que tenían en el lenguaje impuesto por el Partido, la neolengua2. Esto pasa hoy en día. Hay personas que se dedican a leer libros pasándolos por un filtro ideológico; su filtro, evidentemente: son los llamados sensitive readers (lectores sensibles), lo que en España sería coloquialmente un ofendidito. Además, mediante la manipulación del lenguaje se pretende crear la realidad, la verdad, formar un marco mental. En resumen, «la realidad existe sólo en la imaginación. [..] Lo que el Partido diga que es cierto, es cierto». No nos dirán que no parece el PSOE.

En Un mundo feliz se suprimieron todos los libros anteriores al año 150 de su época. Sólo el interventor mundial guarda libros antiguos en una caja fuerte, entre ellos una Biblia, Imitación de Cristo de Tomás de Kempis y otro del cardenal Newman. No se permite su lectura porque  podría alterar el ecosistema que tienen montado estos sátrapas edulcorados. Y lo que es peor, los niños pertenecientes a las castas bajas son condicionados a odiar los libros. Así no se cuestionarán nada.

Más salvaje aún es la censura en Farenheit 451. Esta cifra del título es muy significativa, pues es la de la temperatura a la que el papel arde. La trama gira precisamente en torno a la quema de libros. Está prohibida la posesión, evidentemente, porque leer resulta peligroso: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado». Los libros eran también contrarios a la igualdad. Todos deben ser iguales. Igual de ignorantes, claro; la igualdad siempre se consigue por abajo. Además, en los libros se ofendía a las minorías y no se podía consentir. «Debes entender que nuestra civilización es tan amplia que no podemos permitir que nuestras minorías3 se alteren y se agiten», le dice el capitán de los bomberos a Montag. La tiranía de la corrección política otra vez. ¡Igualito que hoy, oigan! Aunque hoy el método es diferente, eso sí. El problema, diríase, es ya la sobreinformación. ‘Mucha agua, mata planta’, dice el refrán. Hoy se bombardea a la población no ya con muchos libros, sino con mucha mediocridad. Eso es lo malo. Por eso leer un buen libro sigue siendo un enorme placer.

La sociedad

Las diferentes obras que estamos viendo tienen, ya lo hemos visto, elementos en común. No podía ser menos en lo que se refiere a la sociedad distópica. Dos de esos elementos, relacionados entre sí, son la hipervigilancia y la intimidad. En 1984 hay telepantallas que espían a la gente; en Un mundo feliz se condiciona a los ciudadanos para que odien la soledad, de modo que en la práctica se vigilan unos a otros; en Nosotros, las casas son transparentes y hay membranas en las calles que graban las conversaciones de los ciudadanos. Hoy, vayamos por donde vayamos, somos vigilados por una cantidad asombrosa de cámaras, e irá a peor; poco a poco se va introduciendo el reconocimiento facial, comenzando por los aeropuertos. Pero lo que es peor, el Poder ha conseguido que los mismos ciudadanos, de manera masiva, se expongan públicamente por propia voluntad, aunque en realidad lo hacen inducidos y por puro gregarismo. Klaus Schwab, uno de esos gurús salvadores del mundo a los que nadie ha votado, declaró hace unos meses que «debemos aceptar la transparencia total. (…) Si no hay nada que ocultar, no tienes por qué asustarte». He ahí la pulsión totalitaria de la que hablábamos anteriormente. No quieren versos sueltos, ni gente con pensamiento crítico, ni ovejas descarriadas. Quieren ovejitas obedientes y sumisas que sigan sin rechistar los dictados de las élites plutocráticas. Punto. Como sostiene Jorge Martínez-Lucena, «la transparencia es (…) el nuevo lenguaje universal del neoliberalismo y la tecnología, el método maestro que permite homologar todo y a todos (…). La transparencia es pues un instrumento de vigilancia sin igual4». Y qué decir de internet o de los teléfonos móviles, imposibles de usar de forma realmente anónima. Culpables hasta que se demuestre lo contrario, parecen pensar los poderosos de nosotros. Y que no les quepa la menor duda: la tecnología actual ha permitido el mayor control social con que nadie haya soñado jamás. Ni el más déspota de los déspotas hubiera imaginado siquiera tener semejante control sobre la población. Cosas de la democracia. Cosas del mundo (pos)moderno.

 

Portada de ‘Farenheit 451’

Otro ingrediente común en estas novelas es el ideal utópico de la igualdad. Orwell, aunque tuvo la suficiente altura intelectual y moral como para ver el mal que se desarrolló en la izquierda de su tiempo, siguió siendo siempre socialista. La lucha de clases marxista se ve reflejada en 1984. Existe una supuesta organización disidente llamada La Hermandad liderada por un exmiembro del partido, autor de un libro que se difunde clandestinamente. En él se defiende que la historia es cíclica y que hay tres clases: baja, media y alta. La media utilizará a la baja en su interés por hacerse con el poder desplazando a la alta. Y lo logrará en ocasiones, pero no para conseguir la igualdad de todos sino para establecer su propia tiranía, pasando a ser la nueva clase alta. La baja siempre será baja. Orwell, eso sí, yerra en el diagnóstico sobre la sociedad opulenta. Entiende que, en una sociedad como la nuestra, con una clase media que vive más o menos cómodamente, habrían desaparecido las desigualdades: «Si la riqueza llegaba a extenderse, ya no supondría ninguna diferencia». Aun no ostentando el poder, que seguiría en manos de una minoría privilegiada, Orwell sostiene que la masa, que vive ya cómodamente, se cultivaría, aprendería a pensar por sí misma y acabaría derrocando a esa oligarquía. Ya vemos que no es así —siguen mandando unos pocos—. Su concepto de igualdad es literal, oponiéndolo al de jerarquía, y su presencia es constante en la obra.

La cosa es un poco diferente en Un mundo feliz. Los niños no nacen, sino que son incubados; existen diferentes castas en función de lo que se espera de ellos y son acondicionados —programados, en definitiva— para que vayan en esa dirección. Es decir, aun habiendo grupos diferentes, se espera que los miembros de cada uno de ellos sean más o menos iguales. Es la estandarización del hombre: «Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología», aunque aún no alcanzado. Qué horror.

En Farenheit la cosa es más burda: «Todos debemos ser iguales. No que todos nazcan libres e iguales, como dice la Constitución, si no que se los iguale a todos. Que cada hombre esté hecho a la imagen de todos los demás; así, todos serán felices, porque no habrá montañas que los intimiden y los humillen», le dice al protagonista a su capitán. La estandarización del hombre de nuevo. Igualitarismo, más que igualdad.

En Seréis como dioses, obra del filósofo católico Gustave Thibon, los hombres han alcanzado la inmortalidad, como dijimos anteriormente. La igualdad ya no es un ideal, sino un hecho: «Si ella [Amanda, la protagonista] hubiera leído mejor el evangelio, habría entendido que hemos realizado, en nuestra arquitectura social, el gran sueño igualitario de Cristo. […] Nos hemos apiadado de la multitud, como Cristo. Como Él, hemos aplanado las montañas y llenado los valles. De la igualdad de las almas ante Dios (…) hemos sacado la igualdad entre los hombres sin Dios». Al igual que en Farenheit, se trata de eliminar la diferencia, que se vuelve insoportable, y no digamos ya la jerarquía. «En la tierra como en el cielo, ya no tenemos amo: solamente hermanos, iguales de hecho y de derecho. Incluso hemos suprimido el sufragio universal, concesión hipócrita, ardid de guerra del instinto aristocrático agonizante, porque escoger a los mejores es afirmar todavía la falta de igualdad. Todos los hombres están al mismo nivel: no hay grados en la ciudad de los dioses», le dice el doctor al novio de la protagonista.

La igualdad es uno de los mantras de la posmodernidad, paradójicamente de la mano del mantra de la diversidad. No se dejen engañar: no somos todos iguales. Hay altos y bajos, calvos y melenudos, genios, inteligentes, tontos, bobos desde que amanece, audaces, cobardes, blancos, negros, marrones, honrados, corruptos, soberbios, humildes, gordos, delgados, flacuchos, decididos e indecisos, torpes y habilidosos, ricos y pobres, buenos, malos y regulares. Salvo en dignidad personal por ser criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios, ni somos iguales ni podemos serlo. Esto lo saben quienes mueven los hilos. Por eso quieren que seamos «diversos», es decir, más o menos diferentes por fuera, pero que seamos iguales por dentro, o sea, masa uniforme y gregaria, acrítica, obediente, entretenida; esclava, en definitiva. Pero masa que se perciba libre, eso sí. Las desigualdades, las diferencias, en sí mismas no son ni buenas ni malas, sino naturales. Nos enseña Gustave Thibon que «hemos olvidado demasiado bien, en este siglo de tópicos igualitarios, que las desigualdades y los privilegios no tienen nada en sí mismos para escandalizar o sublevar a los miembros inferiores de la jerarquía: mientras persista la unidad, la desigualdad no es ofensiva5». Traducido: cuando hay comunidad, cuando se rema todos a una y hacia el mismo lugar, se acepta la desigualdad como cosa natural que es. Parafraseando a Nicolás Gómez Dávila, «la desigualdad injusta no se cura con igualdad, sino con desigualdad justa».

El sexo, el placer y la felicidad son temas presentes también en la mayoría de las obras que estamos viendo. El sexo es tratado de forma diversa. En Un mundo feliz el sexo es algo banal, la promiscuidad es lo normal. Eso sí, tienen relaciones pero no tienen hijos —recuerden que los niños son incubados—. El sexo es, pues, un elemento más de control social, una manera de mantener encauzadas las energías propias del ser humano. Como le dice el interventor al salvaje, «(…) la castidad entraña la pasión, la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin contar con una importante cantidad de vicios agradables». En 1984 es justamente al contrario: el sexo es un acto subversivo y en Nosotros es programado, una cosa fría y burocrática. Recuerden que las casas son transparentes; además de necesitar una cédula para tener relaciones, es necesario correr las cortinas. Pero no sólo es el sexo. El hedonismo, en general, es una convención social, muy claro en Bradbury. «¿Acaso no vivimos para eso? ¿Para el placer, para la excitación? Y debes admitir que nuestra cultura proporciona eso en abundancia», le dice el capitán de los bomberos a Montag. El sexo, hoy, es más bien parecido al de Un mundo feliz que al de 1984, y cumple también una función de control social. Los derechos de bragueta, que diría Juan Manuel de Prada, que el capitalismo le ha dado a las masas para mantenerlas distraídas.

Pero la felicidad es sin duda el elemento de más peso de entre estos. Ésta incluye la supresión del sufrimiento. No encontraremos esto en 1984, centrado más bien en la descripción de una atmósfera opresiva, pero sí en Un mundo feliz, en Farenheit 451 y en Nosotros.

En la obra de Huxley se toma soma, una especie de droga de la felicidad que sirve, en resumidas cuentas, para evadirse de los problemas de la vida, de la negatividad. No se afrontan los problemas, se esconden bajo la alfombra. La vida civilizada carece de cosas desagradables, de esfuerzo, de mérito, de grandeza. Lo desagradable es eliminado en lugar de aprender a soportarlo. «La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; y no la verdad y la belleza», defiende Mustafá Mond, interventor mundial. Por tanto, no queda otra que ser feliz y, si algo falla, marchando una ración de soma. Este es un hombre leído, a diferencia de lo habitual en su sociedad, y les explica al salvaje, al protagonista principal y a un tercero que «nuestro mundo no es el mundo de Otelo. (…) la gente es feliz; tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas ni hijos ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma». Total, que han creado una sociedad de esclavos felices, de inconscientes, de personas desarraigadas, sin vínculos. Una vida, en el fondo, inhumana.

Bradbury iguala en Farenheit felicidad a placer y diversión y en Nosotros es obligatorio ser feliz. Al estilo norteamericano con su exportación de la democracia, se quiere enviar una nave a otros planetas para llevarles la felicidad: «Tenéis por delante la tarea de someter al benefactor yugo de la razón a los ignotos seres que habitan en otros planetas y que, tal vez, todavía se encuentran en estado salvaje de libertad. Si no comprenden que les llevamos la felicidad matemáticamente infalible, nuestro deber es obligarles a ser felices. Pero antes que las armas, probaremos las palabras».

El mundo posmoderno ha llevado esto al extremo. No hace falta explicarlo, solo basta con salir a la calle, hablar con la gente; conocer gente, propiamente hablando. No, no es que estemos en contra de la felicidad como tal, por supuesto, pero sí en contra de la felicidad como meta, pues es un extravío del camino vital de las personas, al menos así lo consideramos los católicos. Militia es vita hominis super terram, decimos los católicos, del mismo modo que sostenemos que la vida es un valle de lágrimas. Debemos poner los ojos en la eternidad. En cambio, el hombre masa posmoderno sólo busca placer, diversión, evasión, comodidad; en su descargo, debemos decir que es inducido precisamente a eso. Pero en la vida hay momentos para todo: para la diversión, para el aburrimiento, para la contemplación, para el aprendizaje, para el trabajo… También para el dolor y para el sufrimiento, por desgracia. Es así.

Finalmente, se evidencia en todas las obras que siempre habrá algún elemento disidente, algún borrón, alguna mosca cojonera que no se conforme con ser lo que le dicen, con ser como los demás. Siempre habrá algún salmón que nade contra la corriente, incluso cuando esta sea buena. Somos así, esto no se puede cambiar, por mucho que se esfuercen los que detentan el poder. Siempre habrá una oveja negra —en nuestros días, una oveja blanca, más bien—. Lo es Winston Smith en 1984, deseoso de contactar con otros inadaptados como él, escribiendo su diario a hurtadillas y teniendo relaciones con Julia, a sabiendas de que tarde o temprano le van a pillar. Lo es Bernard Marx en la obra de Huxley, ese tío raro más bajito que los de su casta que se niega a tomar soma como hacen los demás y que desprecia esa visión de la mujer reducida a un trozo de carne que se debe probar. Lo es Guy Montag, el bombero que no es feliz quemando libros y que esconde algunos en su propia casa; el hombre que duda, que se hace preguntas y que detesta a las borreguiles amigas de su mujer. Lo es Amanda, la inmortal que quiere morir en Seréis como dioses. Y lo son los católicos en Señor del mundo. Bien por ellos. Y no por disidentes, sino porque su disidencia es justa.

Punto y aparte merece el tema de la disidencia en Nosotros, donde la forma de pensar de su autor se ve reflejada, lógicamente. Hemos de reconocer la valentía de Evgueni Zamiatin, desterrado doblemente de la Rusia zarista y censurado en la Rusia comunista, de donde pidió por carta a Stalin abandonar la Unión Soviética, ante la imposibilidad de dar clases ni de publicar sus obras. Siendo justa la acción contra el Estado tiránico que nos presenta Zamiatin en su obra, debemos decir que nos parece un descalabro la identificación entre el Estado mundial tiránico, con sus casas transparentes, su uniformismo, su colectivismo, sus ciudadanos sin nombre —tienen número—, su felicidad obligatoria y su vida programada, con una derivación el cristianismo. Para ser precisos, esta identificación la hace una de las activistas de la disidencia, que sitúa a los cristianos como los antepasados del Estado Único. El autor es aquí malintencionado, pero claro, de alguna manera debía verse reflejado su propio pensamiento. Peor aún —aunque coherentemente—, los disidentes se llaman los Mefi, en referencia a Mefistófeles, el demonio de Fausto, y la propia activista defiende que ellos son anticristianos. Sin embargo, el Benefactor —líder del Estado Único— rechaza a Dios sin miramientos.

En nuestros días hay muchos pretendidos disidentes, aunque muy pocos lo son realmente. Para muestra un botón: los medios de comunicación españoles se refieren a los comunistas separatistas de las CUP como antisistemas, cuando en realidad son lo más sistémico que hay. Pijoprogres que van de obreros y no han visto una fábrica ni en foto, en su mayoría, pero que además defienden todos los mantras ideológicos del capitalismo globalista: homosexualismo, transexualismo, aborto, cambio climático, inmigración masiva hacia Europa, el falso ecologismo… Curiosa manera de ir contra el Sistema. No es cuestión de engañarse: quien manda hoy en Occidente lo hace de manera aplastante, sin una disidencia real digna de tal nombre capaz de disputarle el poder. Hay, sí, corrientes contrarias al discurso dominante, pero no cambiarían lo sustancial, tampoco. Habrá tarde o temprano, eso sí, una reacción, aunque mucho nos tememos que esa reacción no será radical, es decir, no irá a la raíz y, por lo tanto, no será el fin de la Revolución. Pero eso ya se verá.

Dios y el hombre

Acabaremos este artículo estudiando otros aspectos de las obras distópicas: el teológico y el antropológico.

Orwell, centrado en el aspecto tiránico político, evade esta cuestión, pero Zamiatin sí entra en ello. El dios que vemos en Nosotros es el Estado Único. «A su Dios no se le ocurrió cosa mejor que ofrecerse a sí mismo en sacrificio por un motivo ignoto. Pero nosotros brindamos a nuestro Dios, el Estado Único, un sacrificio sereno y juiciosamente razonado». Al margen del desprecio que supone hacer de menos el sacrificio de Dios por sus creaturas, acto de inigualable grandeza, podríamos decir que Zamiatin no imaginó ninguna barbaridad. Puede cambiar el sujeto, pero no cambia el hecho. El Estado, la nación, las ideologías, los futbolistas, las estrellas de la música, actores… ¿Cuántas idolatrías nos ha dejado la Modernidad? ¿No se diviniza, acaso, en la posmodernidad, a la Pachamama, la Madre Tierra o como quieran llamarla? ¿Acaso no se nos dice constantemente que somos demasiados, que la población debe descender, que somos peligrosos y perjudiciales para el planeta? Existen incluso corrientes que defienden la extinción de la especie humana. Es el sacrificio «sereno y juiciosamente razonado» —supuestamente— que algunos pretenden hacer por nuestro dios. Zamiatin, cuya obra podemos catalogar sin ánimo de ofender como curiosa, llega a decirnos que nos hemos convertido en dioses, aunque, ciertamente, no profundiza en este aspecto.

De un contenido teológico y antropológico más profundo es Un mundo feliz. La conversación entre Mustafá Mond, interventor mundial, y el salvaje es magistral. Éste ha sido criado en una reserva llamada Malpaís —cuando es sin duda un lugar mucho más digno que el de los civilizados—. Como ya hemos mencionado, el interventor guarda secretamente libros de contenido religioso. «(…) tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora», dice Mond. «Pero Dios no cambia», le responde el salvaje. «Los hombres, sí», replica el interventor, que cita al cardenal y santo John Henry Newman en un párrafo que encierra toda una concepción antropológica ligando al hombre irremediablemente a Dios, su Creador. El interventor sigue citando a Newman, en un párrafo que explica que los hombres se acercan a Dios a medida que se hacen mayores. También le explica a John que ahora sí es posible conservar la juventud y la prosperidad hasta el final, por lo que se deduce que ya no se depende de Dios. Aunque cree en la existencia de un dios, el interventor cree que no es como el de los tiempos premodernos, que se manifiesta como una ausencia, como si no existiera. Y esto es por la civilización: «Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por eso tengo que guardar estos libros encerrados en la caja de seguridad. Resultan indecentes». El salvaje, que tiene un gran sentido del orden natural de las cosas, defiende no sólo la existencia de Dios, sino que «es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico». John, el salvaje, desprecia la vida acomodaticia y en el fondo falsa del supuesto mundo civilizado. «Pero yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, peligro real, libertad, bondad, pecado», le dice al interventor. La vida del hombre que sigue siéndolo.

 

Aldous Huxley, autor de ‘Un mundo feliz’

Pero las obras que más se acercan a la concepción del hombre posmoderno son, sin lugar a dudas, Seréis como dioses y Señor del mundo. La primera, como dijimos, nos muestra una sociedad donde el mito del Progreso se ha impuesto, una sociedad que ha ido superando etapas, por así decirlo, hasta lograr que las personas sean inmortales. Una sociedad, pues, en la que Dios ya no es necesario. «Somos dioses» o «el hombre, por fin, vuelto sobre sí mismo y creador de sí mismo, Dios elaborándose en el crisol de la historia» son dos ejemplos de esa concepción del hombre emancipado de Dios y convertido en divinidad, el hombre ensoberbecido. Si el hombre es inmortal se deduce que Dios ya no tiene papel en la sociedad. Si Dios es precisamente la promesa de eternidad y nadie se muere, se le supone prescindible. Es decir, la inmortalidad es la secularización de la eternidad. Pero Amanda, la protagonista, recoge —en cierto modo— el testigo de un obispo español irreductible, «que se levantó contra la apostasía del sucesor de san Pedro, recogió las llaves del reino, se proclamó vicario de Jesucristo por la gracia divina y, como el indomable Pedro de Luna en la Edad Media, fulminó anatemas que se perdían en el vacío e invitó bajo su cayado a unas ovejas que ya no escuchaban. Por supuesto, rehusó el suero de la inmortalidad y murió algunos meses después, dividido entre la maldición y la oración, abandonado por todos». «Él tenía razón. Él sabía. Él era el último en saber. Habría querido estar junto a él en su agonía. ¡Habría querido morir con él!», dice la joven. Mundo hipertecnificado, hombre nuevo, apostasía general, secularización. Si no es una descripción del mundo posmoderno, ¿qué es? Gustave Thibon lo clavó. Y Amanda sentencia: «Renuncio a la inmortalidad que tengo por la eternidad que espero». Jaque mate al mundo moderno. Hoy se hacen investigaciones científicas para que no envejezcamos, incluso para que seamos inmortales. Más aún: se investiga para trasplantar nuestra conciencia a otra cosa, separando cuerpo y mente —¡cuerpo y alma!— y logrando un sucedáneo de eternidad. Aberrante.

Señor del mundo es también una obra profunda que trata sobre la venida del Anticristo. El objeto de crítica del autor, el sacerdote católico Robert Hugh Benson, es el humanitarismo, una religión de sustitución que pone, una vez más, al hombre en el lugar de Dios. Nos muestra una sociedad deseosa de paz, pero de una paz imposible, pues prescinde de Cristo. Benson nos muestra una sociedad rendida a un misterioso personaje con una presencia cautivadora que consigue la paz mundial. Nuevamente nos encontramos con que esta sociedad, visto los resultados obtenidos por ese personaje —Felsenburgh, en realidad el Anticristo—, no necesita a Dios: «Los hombres habían comprendido que era preferible la unión a la discordia, y llegaron a tal conclusión fuera de los consejos de la Iglesia católica. […] La caridad cristiana, el amor, era sustituido por la filantropía, el goce material derrotaba a la esperanza en otra vida mejor, y la ciencia hacía inútil la fe». La secularización nuevamente presente; pura Posmodernidad. El humanitarismo, de hecho, contará con sus propios ritos que sustituirán a los católicos. No es más que un catolicismo sin Cristo con el hombre como objeto de adoración o, más bien, una idea del hombre, desprovisto de su dimensión espiritual.

Esta paz lograda por Felsenburgh es, empero, falsa. Los cristianos serán perseguidos sin piedad porque, al igual que pasa hoy en día, la única religión que molesta es el cristianismo. Los cristianos son los disidentes de Señor del mundo.

Ambos, Gustave Thibon y Robert Benson, nos muestran un hombre capaz, supuestamente, de autodeterminarse, un hombre que por sí mismo ha logrado lo que Dios prometió. Por tanto, un hombre que es Dios. He ahí la Soberbia, con mayúscula. La soberbia es el pecado de Satanás y también el de la Modernidad. No digamos ya de la Posmodernidad, que no deja ser sino la Modernidad acelerando.

Conclusión

Todos los autores que hemos ido viendo imaginaron un mundo moldeado, fruto de una ideología, la que sea. Algunos, como Orwell, se centran más en el aspecto del poder tiránico y de la opresión política. Otros imaginan un futuro más cómodo, sin sufrimiento, y otros entran más en el aspecto antropológico. Pero todos, de una u otra manera, supieron perfilar aspectos que se han ido revelando como ciertos. El ansia de poder (nada nuevo, por otra parte), la manipulación del lenguaje para la creación de la realidad, la sociedad tecnologizada, el aburguesamiento, la ausencia de vínculos y de arraigo, el hedonismo, el sexo, la falta de privacidad, la secularización, la apostasía generalizada, la negación de Dios y lo sobrenatural… Muchas de las cosas que nos muestran las hemos visto a lo largo de las últimas décadas y las seguimos viendo.

 

Imagen de ‘1984’

Nos queda el consuelo de saber que siempre habrá un Winston Smith dispuesto a recordarnos que «las piedras son duras, el agua moja, los objetos dejados en el vacío caen hacia el centro de la tierra». Siempre habrá un Guy Montag que vea el mal y actúe donde los otros callan. Siempre habrá un salvaje presto a recordarnos que no somos un producto de laboratorio, que la vida digna de ser vivida no es fácil ni aséptica. Siempre habrá una Amanda dispuesta a volver a Dios. Pero sobretodo nos queda el consuelo de saber que, al final, Cristo vencerá.

 

Lo Rondinaire


NOTAS:

  1. Posmodernidad y control social’. Ed. Miguel A. Belmonte. Tirant Humanidades. Barcelona, 2021. P. 37.
  2. Nuevalengua en nuestra edición.
  3. Las minorías no son las mismas que entendemos como tales nosotros hoy en día. Se cita a los suecos, los italianos, los mormones, los amantes de los gatos, los abogados…
  4. Op. cit., p. 98.
  5. Los hombres de lo eterno’, Gustave Thibon. Ediciones Rialp. Madrid, 2024. P. 114.

Lo Rondinaire