Me entero a toro pasado de que en la televisión pública, antes o después de las campanadas de fin de año, se hizo escarnio del Sagrado Corazón de Jesús, mediante la exhibición de una estampita que sustituía el rostro de Cristo por la mascota vacuna de un concurso. El arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, ha lamentado el escarnio con palabras que excitan nuestra vocación polemista: «Lo más triste es que los responsables no son conscientes de lo que hacen. Una vez más, la banalidad nos rodea».

Argüello denuncia la banalidad que nos rodea sin preguntarse por su etiología. Pero a esa banalidad ambiental han contribuido las propias jerarquías eclesiásticas, afirmando que la llamada «libertad religiosa» es «inherente a la dignidad de la persona», melonada característica de quienes confunden libre albedrío y libertad de acción. La «dignidad inherente a la persona» radica en el libre albedrío con que Dios la dotó; no en su libertad de acción, salvo que tal libertad la conduzca a la verdad y al bien. Pero la «libertad religiosa» es libertad de acción que puede conducir a la persona a adherirse a cualquier secta falsa y maligna, obligándola a chapotear en la indignidad más abyecta. Todas estas enseñanzas, tan elementales, las proclamó León XIII en su encíclica ‘Inmortale Dei’, donde leemos: «Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes».

La «libertad religiosa», por el contrario, pretende socarronamente tutelar todo tipo de creencias, sean verdaderas, falsas o mediopensionistas (y con especial aprecio por las más grotescas o delirantes), de tal modo que todas valgan lo mismo; o sea, nada. Y, allá donde todas las religiones toleradas valen nada, es inevitable que el Leviatán erija una religión propia (en nuestra época, la idolatría democrática) que usurpa los atributos divinos, exige adoración exclusiva y eleva sus paradigmas ideológicos a la categoría de dogmas de obligado cumplimiento. La libertad religiosa reconocida por el Leviatán democrático tolera, en fin, que las personas crean en el Sagrado Corazón de Jesús o en los superhéroes o mascotas de la Marvel; ahora bien, al Leviatán democrático se le antoja tan enfadoso que los católicos se enojen cuando se escarnece el Sagrado Corazón de Jesús como que los fans de la Marvel se enojen si se escarnece el atuendo de Spiderman. Porque, para el Leviatán democrático, respetuosísimo de la libertad religiosa, el Sagrado Corazón de Jesús y las mascotas de la Marvel pueden recibir culto; pero quienes se lo profesan no pueden ponerse quisquillosos si alguien se burla de tal culto, ejerciendo su libertad de expresión. Y si se ponen quisquillosos serán inmediatamente señalados como gentes contrarias a los «logros» y «avances» de la única religión verdadera, que es la idolatría democrática.

Esta es «la banalidad que nos rodea», instaurada por la llamada «libertad religiosa». El arzobispo Argüello también señalaba que los responsables del reciente escarnio «no son conscientes de lo que hacen», afirmación de un angelismo exasperante. ¡Por supuesto que saben lo que hacen! Señalaba Ernest Hello que jamás en su vida se había tropezado con un ateo que se burlase de todas las religiones. Por el contrario, observaba que se referían a todas con una condescendiente simpatía, y que reservaban su aversión en exclusiva para la religión católica. Pero nadie escarnece aquello que le resulta indiferente, porque las pasiones no se pueden enardecer con aquello ante lo que nuestra alma no se inmuta. Sólo se detesta y escarnece aquello que se sabe íntimamente verdadero. Si el Leviatán democrático respeta los símbolos de otras religiones es porque los sabe tan falsos como los superhéroes o mascotas de la Marvel; si escarnece los símbolos católicos, desde la Cruz hasta las estampitas del Sagrado Corazón de Jesús, es porque sabe que simbolizan verdades eternas.

No quieren ofender «sentimientos religiosos» (como también gusta de repetir en sus lloriqueos el catolicismo pompier), por la sencilla razón de que la fe católica no es un «sentimiento» (si fuese tal cosa sólo sería puro subjetivismo y arbitrariedad, como el culto a los superhéroes o mascotas de la Marvel), sino un asentimiento de la razón ante verdades que todavía no podemos entender plenamente, porque las vemos como en un espejo. Quienes escarnecen los símbolos católicos quieren oscurecer y ridiculizar las verdades eternas, porque -como leemos en la Carta de Santiago- «creen y tiemblan». De ahí que el Leviatán democrático actúe contra los símbolos católicos como el marqués de Sade enseña en La filosofía del tocador: «No propongo matanzas ni deportaciones; todos esos horrores están demasiado lejos de mi alma para concebirlos ni un minuto siquiera. No, no asesinéis ni desterréis. […] Basta con emplear la fuerza contra los símbolos; basta con ridiculizar a quienes los sirven». El empleo de la fuerza contra los símbolos católicos y la ridiculización de quienes los sirven no ha hecho sino empezar, amparada por la libertad religiosa. A ver si nos enteramos de la fiesta y dejamos de vivir en los mundos de Yupi vaticanosegundones.

 

Juan Manuel de Prada

Publicado en ABC

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