Si tienes el valor y la fuerza para aguantarlos, los amaneceres en invierno, con el motor de combustión de nuestro organismo frío, son uno de los grandes espectáculos que la vida de manera altruista nos ofrece. Con los brillos de diamantes de la pelona sobre las aceras, la carama decorando las ramas finas donde la primavera decorará con los brotes verdes a los árboles, ahora desvestidos, y el velo de tul de alguna pequeña nubecilla despistada la luz del amanecer adquiere unas dotes de belleza que a algunos nos sirven para caminar agradecidos el resto del día.  Amaneceres que tiñen de rojo vívido las pupilas de quienes hacemos un alto en el camino, levantamos la mirada de nuestro dispositivo móvil y absortos observamos con los cinco sentidos la maravilla celestial sobre nuestras cabezas. Pero para ello hay que desasirse del embozo de la cama muy pronto, cerrar con brío el nudo marinero de nuestra bufanda y abrir de par en par los ojos hambrientos de belleza de nuestro corazón. Así, y sólo así, podremos llenar de sangre renovada los ventrículos ansiosos por encaramarse a lo alto de la torre del encanto que aporta un bonito amanecer.

Alguien, con la prisa y el sentido de la productividad moderna adherido a la suela de sus zapatos, te dirá con cierto tono de sorna o burla que amanecer amanece todos los santos días, y, aunque no le falta razón, discrepo. Todos y cada uno de los amaneceres tienen su duende específico. Como decía al principio de este texto, los amaneceres de invierno tienen una belleza especial; los de verano poseen, entre otras muchas cosas, la gracia de la temperatura agradable; incluso los amaneceres neblinosos, en apariencia carentes de toda chicha y limoná, tienen su qué, su misterio, su intriga. Todos ostentan el hecho de ser una fuente de belleza al alcance de cualquiera de los peatones que caminan por este mundo.

De todos los amaneceres se puede, se debe, guardar un recuerdo: uno porque nos dejó estupefactos contrastado con los edificios de cristal o con el campanario de la catedral de la ciudad; otros porque venían acompañados por el olor a hielo sobre el verde de la hierba del campo; otros porque se vivieron en la grata compañía del abuelo al que tanto se ha querido, de la persona amada o de ese niño con la capacidad de asombro intacta y que se fija en todos y cada uno de los detalles, muchos de ellos invisibles a las pupilas adultas.

Por mi cualidad o calidad de madrugador, soy más de amaneceres que de atardeceres. Por el hecho de madrugar, por el esfuerzo de salir de la calidez del edredón nórdico de nuestra cama o por tener que abrigarse y enfrentarse a la ruda realidad del invierno, me parecen un momento no sólo bello, sino mágico. Y con eso no digo que no me gusten los atardeceres, también maravillosos y los disfruto con todas mis fuerzas, pero no requieren de ese pequeño esfuerzo que acrecienta, aún más si cabe, la belleza celestial del amanecer.

Las bellezas que el discurrir corriente de la vida nos ofrece a diario no sólo están hechas para el disfrute del poeta, del pintor o del artista, están para cualquier peatón con la curiosidad, el asombro y el agradecimiento suficiente, o más bien notable, de poder admirarlo. Ese peatón camina atorado por la fealdad circunstante a cada paso que da, a cada paso que recibe. La fealdad, la chabacanería y el mal gusto reinante en nuestras vidas han alcanzado cotas de malla insufribles ya para la mayoría de los ciudadanos y de un tiempo a esta parte se han ido extendiendo como la masa viscosa del slime blandiblú por todas las esquinas de nuestras ciudades, pueblos y hasta aldeas; y como el slime o el blandiblú  se han ido adhiriendo a las aceras, a las fachadas y a los alféizares de las ventanas.

Empezó el arte a introducir o acomodar, con sus ismos repletos de artistas con el carné de manipulador de mediocridad y bajo el hediondo manto de la revolución de las sensibilidades,  la fealdad entre nuestros glóbulos rojos. Los arquitectos, parapetados tras el prisma de la funcionalidad, hicieron ídem de ídem. Los músicos con sus desatinos desafinados y los múltiples huecos habidos entre las muñecas rusas de la disonancia pretendieron elevar a bello lo horrísono. Todo ello barnizado con el gotelé de la «cultura» dominante, de la supuesta superioridad moral, pero, sobre todo, de la disrupción con toda la belleza anterior a ellos y, como no puede ser de otra manera, de su mediocridad rampante.

La fealdad fue descendiendo desde los púlpitos artísticos hacia el vulgo, hacia la calle, hacia la gente corriente, de andar por casa. La gran mayoría de los edificios son feos, los grafitis que los adornan son feos, las ropas con las que nos ataviamos son feas, las formas con las que nos comunicamos son feas y nuestros modales con el prójimo son también feos.

 

 

Y ante tanta fealdad, el ser humano necesita su dosis diaria de belleza; en algunos casos con un poquito tienen bastante, en otros, donde ya se ha generado tolerancia, la belleza ha de inundarlo todo, hasta el último rincón. Pero esa belleza a reivindicar para todos y cada uno de los peatones no se puede administrar, así, de sopetón, so pena de que uno quiera caer en un síndrome de Stendhal crónico. No. La belleza gusta más, sobre todo cuando uno no está hecho a ella, en sorbitos pequeños, luego se pasará del chupito al vaso y de la botella a la damajuana; pero para ello hay que empezar admirando la belleza gratuita del amanecer, la lindeza del mediodía al esconder nuestra sombra bajo los pies y las luces coloridas del atardecer en buena compañía. Después, cuando nuestros ojos se vayan haciendo de a poquitos y nuestro corazón nos pida algo más, los trinos de las aves, los brotes verdes de los árboles o la inmensidad de un paisaje marítimo pueden ir colmando nuestro ansia viva. Pasar a la belleza del arte, el de verdad, no su sucedáneo, de la arquitectura, de la poesía o de la música buena será un pequeño pasito sin dificultad alguna. ¡Ojo! Una vez se haya dado ese pequeño paso para el hombre, grande para la Humanidad, sin duda, ya no habrá la menor posibilidad de dar vuelta atrás, vuelta a la fealdad, pues se buscará la belleza por todos los lados por los que se transite y, de este modo, se obtendrá una vida más plena, una vida aún más merecedora de ser vivida, una vida más bella que nos hará huir de lo feo, de la chabacanería reinante y del mal gusto general a la misma velocidad a la que es capaz de huir un alma perseguida de cerca por los cuernos del diablo, que ése sí que es feo.

 

 

Javier Fernández

El Tábano

Francisco Javier Fernández