Vosotros erais nosotros. Nosotros debemos ser vosotros. Lo que hicimos una vez, podemos repetirlo. Bienvenidos a Asturias, refugiados.

 

Cuando los invasores lo conquistaron todo, algunos de ellos huyeron hacia el norte. Echaron sus escasas pertenencias en un hatillo, una mula o un carro y se fueron de sus hogares, para siempre. Jamás volverían a sus casas y sus hijos y nietos no conocerían el lugar donde habían vivido padres y ancestros durante generaciones. Marcharon a tierras extrañas, muy lejos en el norte, con la esperanza de escapar de los invasores y poder seguir viviendo como lo habían hecho siempre. Libres, para empezar. Y conforme a los usos, costumbres y religión de sus ancestros.

Miles de ellos se echaron a los caminos, a pesar de la guerra. ¿De dónde habían salido aquellos extranjeros vociferantes con sus extrañas banderas y sus crueles exigencias? Del sur, decían, del otro lado del mar. Nadie estaba seguro, pero las tropas del reino habían sido derrotadas y el mismo rey, muerto. ¡El rey había muerto, sálvese quien pueda! Fue la desbandada. Quienes aún podían luchar se encontraban también en retirada, más bien en franca huida, hacia el norte, todos hacia el norte. Intentaban ser más rápidos que los invasores.

Porque aquellos extranjeros se movían deprisa por los caminos, como impulsados por la furia de Satanás. Atacaban a todo aquel que les opusiera resistencia, asesinaban a quienes les parecía, saqueaban a todo el que capturaban y, especialmente, se cebaban contra las mujeres. Al parecer, no sólo consideraban a las mujeres como uno de los mejores botines, sino que su religión afirma que las mujeres extranjeras, “infieles” las llamaban, son nada más que objetos para ser usadas, abusadas, compradas y vendidas. Así procedían con todo, así hacían con los niños también y, de nuevo, especialmente con las niñas, a las que añadían a sus botines y desaparecían en los mercados del lejano sur. Jamás volverían a verlas, naturalmente. Y, si algún hombre protestaba, era asesinado de inmediato y sus posesiones, saqueadas.

Nadie podía detener a los invasores, así que los habitantes se convirtieron en refugiados en su propio país, mientras este les era arrebatado por la fuerza. Entonces fue cuando algunos se echaron a los caminos y huyeron hacia el norte. A las montañas, a las tierras altas y verdes. Allí intentarían esconderse, amurallarse, defenderse quizá, si estaba de la gracia de Dios.

Por el camino se les unieron más y más personas, más y más mulas, pollinos y carromatos en una caravana interminable, llena de esperanza, pero también de botín. Porque, naturalmente, para los invasores solo eran botín, así que los caminos estaban llenos de peligros. Muchos de los refugiados no lo consiguieron. Muchos murieron en los caminos cuando las hordas invasoras les alcanzaron. Ellos quedaron en las cunetas y ellas viajaron a los mercados del sur, junto con las pertenencias que fueron de sus familias por generaciones. Y, así, el país entero quedó conquistado y sometido, y los invasores se convirtieron en dueños de todo, a punta de espada, a sangre y fuego.

Otros sí llegaron. Otros lo consiguieron y sus rostros se llenaron de esperanza al ver las altas montañas y los pasos que llevaban, quizá, a la seguridad. Miles de ellos se fueron juntando en el lejano norte y pidieron a quienes vivían allí un lugar para hospedarse, quizá una casa que habitar o un pedazo de tierra que cultivar. Allí se juntaron con gentes huidas de todo el país y, unidas en su fe y en la esperanza de un futuro mejor, decidieron plantarle cara a los invasores. Allí resistieron, en el lejano cantábrico, en las montañas de Asturias. Eligieron un nuevo rey y construyeron un nuevo reino, apenas una sombra triste del que conocieron, pero semilla de algo incomparablemente mejor.

Se refugiaron en Asturias y lucharon. No se rindieron a pesar de que parecía no haber esperanza alguna de victoria, sino que perseveraron. Y, tras su proclama, conforme corría la voz de que había un nuevo rey y un nuevo reino en el norte, muchos más huyeron también y se les fueron uniendo. No solo en aquellos oscuros días de la conquista, sino que, siglo tras siglo, según el puño opresor de los invasores se fue cerrando, hijos y nietos y descendientes lejanos se decidieron, reunieron sus escasas pertenencias, atravesaron las fronteras de la guerra y llegaron a tierras libres. Poco a poco, siglo a siglo, los cristianos de España huyeron de la opresión de los invasores musulmanes hasta los jóvenes reinos del norte y, allí, decidieron luchar hasta recuperar lo que les fue arrebatado.

A punta de espada fuimos refugiados en nuestra propia tierra. Debimos aprender que, quien no valora lo que tiene, merece perderlo. Quizá no lo supimos a tiempo, pero nos recuperamos.

Vosotros erais nosotros. Nosotros debemos ser vosotros. Lo que hicimos una vez, podemos repetirlo. Bienvenidos a Asturias, refugiados.

 

Ginés Ladrón de Guevara Parra

Publicado en Forum Libertas

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