A los héroes de verdad

 

De pequeño, influenciado por los comics y la cultura pop, que aún daba sus últimos coletazos, los héroes solían vestir horrísonamente con capa, antifaz que ocultaba su identidad civil  e incluso con calzoncillos por encima del pantalón, que no era otra cosa que unas mallas de lycra ajustadas que, ¡quién lo iba a decir!, mucho tiempo después se elevarían a la máxima categoría de prenda por excelencia del vestuario (hoy outfit) femenino, utilizada, además, para cualquier ocasión que se precie.

Los héroes tenían poderes extrasensoriales superdesarrollados y eran capaces de detener la marcha de un tren de carretera con el solo gesto de la mano, dar la vuelta al mundo en décimas de segundo o proyectar cualquier tipo de sustancia pegajosa que inutilice los poderosos brazos de su archienemigo. Todos, o casi, luchaban por la justicia, la verdad y contra un villano con las oscuras intenciones de acabar con este planeta tan nuestro tan nuestro, al que hemos cogido tanta confianza que hasta le hemos colocado el artículo delante.

Los muchachos leíamos los comics, veíamos las películas y las series setenteras y bajábamos a la calle con la pretensión de volar sin avión, escalar paredes de edificios sin pies de gato ni cuerda que nos asegurase o pilotar el batmóvil de nuestro monopatín de tabla estrecha. A veces nos tocaba en suerte ser villanos y a regañadientes cedíamos el papel de héroe a nuestro amigo y vecino, pero sólo por un rato, no se fuera a acostumbrar. Así pasábamos las tardes después de los deberes, el bocadillo de chorizo del pueblo y para tranquilidad de la vida diaria de nuestras madres.

 

 

En estos juegos pueriles algunos interiorizaban la figura  y los valores que todo héroe debe portear en su periplo: anhelo de justicia, búsqueda de la verdad o el amor (todo superhéroe de barrio debía impresionar a su princesa del primero B). Por supuesto que todos esos valores se fueron matizando con el tiempo con otros aportes de lecturas posteriores, cine y, como no puede ni debe ser de otra manera, con la educación dada en el hogar, al calorcillo del brasero eléctrico y las tertulias radiofónicas. Aunque, todo hay que decirlo, algunos compañeros de juego decidieron arrimarse al lado oscuro, el del villano de turno, e incapaces de destruir el planeta, destruyeron su vida arrojándose de cabeza al abismo de la droga, la delincuencia y la desesperación.

Durante mucho tiempo los héroes, como bien indica el diccionario de la RAE, eran esas personas que realizaban acciones muy abnegadas en beneficio de una causa noble. Eran esas personas que, aun a riesgo de sus salud o vida, se lanzaban al mar para salvar al inconsciente borracho guiado por el atrevimiento del alcohol y el no hay cojones, rescataban del incendio de un edificio al bebé de meses del tercero o perseguían con discreción y dando indicaciones a la Policía a los terroristas que acaban de cometer un atentado con un coche bomba. Hacían, por tanto,  una acción abnegada, extraída de su propia voluntad y para la noble causa de salvar vidas o evitar que se acaben las de otros. Esos héroes de carácter cotidiano se vestían con el outfit del peatón de andar por casa, comían el menú barato del bar de la esquina y, lo más importante, no se vanagloriaban en absoluto del acto que los encumbró como tal y, si se vieran en otra ocasión, lo volverían a hacer sin duda alguna.

 

 

Hoy en día, con la «democratización» de tantas y tantas palabras, los héroes lo son por el mero hecho de pertenecer o haber pertenecido a una institución, un colectivo o a una corporación que, asumidos los valores de la heroicidad, está orientados a conseguir el anhelo de justicia, la búsqueda de la verdad, ésta mucho menos, e incluso el amor de nuestros semejantes. Cierto es que dentro de estas comunidades hay personas que hacen actos heroicos en algún momento de su carrera o voluntariado y los meros espectadores tenemos la obligación moral y personal de agradecérselo. Pero a esa o esas personas en concreto, no a su corporación, no a su colectividad, no a su institución, pues a rebufo de la heroicidad ajena se suman toda suerte de  arribistas de culo ancho por el sedentarismo oficinista, sinvergüenzas ansiosos de reconocimiento y condecoraciones y aprovechateguis de cualquier pelaje y tamaño. Tipos con una moral más de villano que de héroe que, aprovechando que el Tajo pasa por mi pueblo, pretenden decorar sus pechos henchidos de ego con la medalla del valor; sí, pero del valor y los huevos del otro.

Por eso, por nuestras aceras cacarean unos orgullosos héroes de prestado. Personajes incapaces de detener la rabieta del pequeño de sus hijos pero que hinchan su pecho de palomo cuando cuentan sin escatimar detalle la falsa historia de su acto abnegado, digno de admiración o vanagloria. Y esta patulea rebosa de júbilo con el aplauso aquel que se daba a las ocho de la tarde, con la fotito de portada empuñando la escoba comebarros de la lucha contra los efectos de la gota fría o con el protagonismo inevitable de esas cenas de Navidad en compañía de sus familiares políticos. Todo esto lo único que hace es alimentar la podredumbre de un alma atormentada por la falta de afectos y que no duda en hurtar al descuido la grandeza conseguida por otra persona, mucho más humilde y sensata, por otro lado, cualidades propias del los verdaderos héroes.

Pero estos héroes de tiktok hacen un flaco, muy flaco, favor al que lo es de modo verdadero y abnegado, pues no siendo otra cosa que unos pintamonas venidos a más desvirtúan la necesaria y callada labor de quien realmente ha realizado la heroicidad, apuntándose, sin merecerlo, al carro de los héroes por el mero hecho de pertenecer a la corporación, colectivo o institución en la que destacaron adalides del anhelo de justicia con la capacidad y compromiso de dar, si fuera necesario, su vida por los demás. También consiguen destrozar el sentido final de la corporación a la que pertenecen, la dejan sin credibilidad, sin sustancia, sin la fuerza y apoyo necesario para continuar; y si encima se llevan los laureles, el medallero y la gloria inmerecida, los héroes de verdad, los que no llevan capa, lo mandan todo al carajo.

 

Javier Fernández

El Tábano

Francisco Javier Fernández