No, ni el mundo comenzó el día en el que nacimos, ni acabará el día en el que muramos, ni la inmigración masiva ha existido siempre. La Europa multiétnica que hoy damos por normal no ha existido siempre. Basta con echar la vista atrás unas pocas décadas para comprobarlo: ni siquiera ha transcurrido el tiempo de la vida de un hombre. Quizás hoy se contemple como algo tan natural e inevitable como un fenómeno atmosférico, pero tuvo una fecha de comienzo y unos políticos causantes, con nombres y apellidos y pertenecientes a unos partidos políticos muy concretos.
Se da por tan inevitable, que todos los medios de comunicación bombardean constantemente con la idea de que se trata de un hecho indudablemente benéfico. «Europa será mestiza o no será» es una de las letanías más repetidas. Y la simple duda es criminalizada con los nefandos epítetos de racismo y xenofobia. Es arriesgado llevar la contraria.
Europa es un continente construido sobre fundamentos étnicos, culturales y religiosos bien definidos, fundamentos que la distinguieron de otros continentes durante milenios. Por eso, convertirla en algo completamente distinto no es pequeña decisión. No tiene la misma importancia que decidir el trazado de una carretera, la alteración de los precios de los carburantes o el establecimiento de una norma fiscal. El futuro de nuestros hijos y nietos, y de todos los que vengan después hasta la caída del próximo meteorito, dependerá muy poco de medidas coyunturales que afectan a parcelas muy limitadas de la vida social. Pero decidir la inserción en la sociedad europea de muchos millones de inmigrantes extraeuropeos ha alterado irreversiblemente la esencia misma de nuestra sociedad. El mundo como lugar en el que, desde la aparición del Homo Sapiens, coexisten diversas civilizaciones, culturas y tradiciones, con toda su fabulosa variedad y riqueza, no tardará en dejar paso a un hormiguero de angustiosa uniformidad. A los habitantes de ese hormiguero no les gustará cuando lo vivan, sobre todo si conservan la capacidad de compararlo con la Humanidad anterior, pero ya será demasiado tarde para evitarlo.
Que no se trata de un fenómeno espontáneo lo demuestra la infinidad de ocasiones en las que se han manifestado al respecto instituciones y personalidades de los círculos en los que se decide el futuro del mundo. Un solo ejemplo entre mil, si bien no precisamente marginal: Peter Sutherland, presidente de Goldman Sachs International, expresidente de la petrolera BP y director del Global Forum on Migration and Development de la ONU, declaró en 2012 que la UE tiene que «socavar la homogeneidad nacional» de sus miembros porque su futura prosperidad depende de que se conviertan en países multiculturales. También explicó Sutherland que la emigración a Europa había cambiado de naturaleza desde sus inicios tras la Segunda Guerra Mundial: en aquellos días eran los Estados los que seleccionaban a los inmigrantes según sus necesidades económicas; hoy son los inmigrantes los que seleccionan los Estados que les interesan. Pero el detalle más importante es que toda esa labor destructiva de las naciones ha de hacerse al margen de la voluntad popular y «por muy difícil que resulte explicárselo a los ciudadanos de esos Estados».
En el caso concreto de España, similar a los demás países europeos, medidas de esta importancia nunca han sido acordadas desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978, ni siquiera la incorporación a la UE o a la OTAN, hechos muy importantes pero al fin y al cabo reversibles. Ahí está el Brexit para demostrarlo. Pero convertir España en una sociedad multiétnica no lo es.
El art. 92 de nuestro texto constitucional establece que «las decisiones políticas de especial transcendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Así sucedió, por ejemplo, con la incorporación a la OTAN o la Constitución Europea.
Resulta difícil comprender por qué la decisión de abrir la puerta a millones de inmigrantes, con sus enormes consecuencias a largo plazo, no se consideró en ningún país europeo una decisión de especial transcendencia. Si ésta no lo es, ¿cuál podría serlo? El vicepresidente Vance acaba de decirlo con claridad en su histórico discurso de Munich: «Ningún votante de este continente ha acudido a las urnas para abrir las compuertas a la entrada de millones de inmigrantes incontrolados».
¿Tan insensato sería que algún partido político tuviera la valentía de proponer un referéndum sobre el presente y el futuro de la inmigración en España? ¿Porqué se da por hecho que se trata de un tema fuera de discusión? ¿Quién, cuándo, cómo, porqué y en virtud de qué poder otorgado por quién ha decidido que éste es un tema sobre el que los ciudadanos no tienen nada que decir?
¿No es precisamente la voz de los ciudadanos la primera que debería ser escuchada? ¿No consiste la democracia en que el pueblo es el único dueño de su destino?
Jesús Laínz