El debate sobre los llamados cristianos o católicos culturales no es nuevo. Algunos aún recordamos a Marcello Pera, presidente del Senado italiano y amigo de Benedicto XVI, defendiendo la labor civilizadora de la Iglesia al tiempo que se declaraba no creyente. En un epíteto con cierta dosis de malicia, a aquellos «cristianos culturales» los bautizaron en Italia como «ateos devotos».
Ahora la cuestión ha resurgido en el mundo anglosajón a propósito de la evolución de algunos antiguos «nuevos ateos». El caso más sonado ha sido Ayaan Hirsi Ali. La activista por los derechos de las mujeres de origen somalí e íntima amiga del «papa» del ateísmo, Richard Dawkins, sorprendía a todo el mundo a finales del 2023 haciendo público que se había hecho cristiana. En un artículo que alcanzó amplio eco, explicaba cómo había abrazado el ateísmo al llegar a Europa: «Fue un alivio adoptar una actitud de escepticismo hacia toda doctrina religiosa, descartar mi fe en Dios y declarar que no existía tal entidad. Lo mejor de todo era que podía rechazar la existencia del infierno y el peligro de un castigo eterno». Educada como musulmana, añadía que «La afirmación de Bertrand Russell de que la religión se basa principalmente en el miedo me sonó especialmente bien. Había vivido demasiado tiempo aterrorizada por todos los horribles castigos que me esperaban». Además, encontró «un círculo de amigos completamente nuevo, tan diferente de los predicadores de la Hermandad Musulmana como uno pudiera imaginar. Cuanto más tiempo pasaba con ellos -gente como Christopher Hitchens y Richard Dawkins-, más segura me sentía de haber tomado la decisión correcta. Los ateos eran inteligentes».
Y sin embargo, Ayaan Hirsi Ali proclama ahora que es cristiana (y no son solo palabras, pues se ha bautizado). ¿Los motivos? En su escrito habla de la emergencia de tres amenazas: el autoritarismo, el islamismo global y la ideología woke. Ante la constatación de la impotencia de la cosmovisión atea para enfrentarse eficazmente a estos peligros, contempla el cristianismo como la única alternativa capaz de salvar nuestro modo de vida. Cristianismo cultural de libro, dirán algunos. Pero hay más: «También me he pasado al cristianismo porque, en última instancia, la vida sin ningún consuelo espiritual me resultaba insoportable, incluso casi autodestructiva. El ateísmo no supo responder a una pregunta sencilla: ¿cuál es el sentido y el propósito de la vida?». Para sus críticos, pues, una combinación de utilitarismo dirigido a salvar nuestra civilización y de un relato tranquilizador que, aunque no fuera verdad, aporta sosiego a la vida.
Fue Carl Trueman el primero en señalar algo llamativo en aquella confesión de fe pública: «El testimonio que ha publicado explicando su conversión es un tanto extraño: sólo menciona a Jesús una vez». Ahora, desde First Things, Paul Kingsnorth profundiza en la cuestión en el artículo titulado Contra la civilización cristiana. Kingsnorth, por otro lado, tiene una trayectoria vital casi tan interesante como la de Hirsi Ali: ecologista radical, activista político, abandonó su ateísmo para sumergirse en cultos neopaganos, quedar decepcionado, iniciar una búsqueda espiritual y acabar bautizándose en el seno de la Iglesia ortodoxa. Kingsnorth está de acuerdo en que «Occidente está perdiendo el sentido de sí mismo, de su cultura, de su historia» y recuerda lo que ya advirtiera Christopher Dawson: «Occidente es una construcción religiosa. Concretamente, fue una creación de la Iglesia Católica Romana… Pero esta afirmación plantea inmediatamente una pregunta. Si la fe cristiana es la base de la cultura occidental, ¿qué ocurre cuando esa fe retrocede o es rechazada? Conocemos la respuesta, porque ese rechazo o retroceso se viene produciendo quizá desde el Renacimiento. Cuando observamos el panorama del siglo XXI, al menos en Europa Occidental, vemos que la religión que nos ha fundado ha dejado de ser una fuerza rectora y un aglutinante cultural». Citando a Tom Holland, Kingsnorth afirma que «fue el cristianismo el que formó Occidente. Cuando un orden tan sagrado muere son inevitables los trastornos en todos los niveles de la sociedad, desde la política hasta lo que ocurre en el alma».
Todo esto, reconoce, no es el primero en advertirlo: «De hecho, casi todos los que prestan algo de atención ya se han dado cuenta. Algunas de esas personas, como respuesta, han llegado a una conclusión: puesto que el cristianismo fue la base de nuestra cultura occidental, y puesto que esta cultura está ahora enferma o incluso moribunda, la forma de revivirla debe ser revivir el cristianismo, no tanto como religión, sino más bien como aglutinante social o incluso como una eficaz arma para este combate. Cada vez se oye más que lo que necesitamos es volver a algo llamado «civilización cristiana», independientemente de que la fe cristiana sea, de hecho, verdadera o no». Se refiere, claro está, a los cristianos culturales.
La debilidad del cristianismo cultural resulta evidente, empezando porque quienes edificaron la civilización occidental en realidad no lo pretendían. Cuando san Benito escribe su regla, dando lugar a una increíble expansión del monacato en Occidente, de profundas consecuencias culturales, no estaba pensando en cómo salvar una civilización, sino en cómo salvar su alma y la de quienes se unían a él. Las palabras de Jesús, «Buscad el Reino de Dios y el resto se os dará por añadidura» se han hecho realidad en numerosas ocasiones que, de este modo, se han convertido en hitos civilizatorios. Cuando el foco se pone en construir algo que, por muy grande que sea, es terrenal, se corre el riesgo del que advertía Christopher Lasch: «Dios, y no la cultura, es el único objeto apropiado de recibir nuestra reverencia incondicional». Para evitar esta tentación Kingsnorth nos propone dirigir nuestra mirada a «los místicos, los ascetas, los eremitas de las cuevas y los santos salvajes del bosque y el desierto. Éstos fueron los que construyeron una verdadera cultura cristiana. También lo hicieron los sencillos y cotidianos amantes de Dios en el mundo, que atendían a los pobres y a los enfermos sin recibir recompensa alguna. Cuando los godos echaron abajo las puertas de Roma, cuando los vikingos invadieron Irlanda e Inglaterra, cuando los otomanos conquistaron Constantinopla, cuando los comunistas dinamitaron catedrales y crucificaron monjes, ellos siguieron adelante. Hicieron su trabajo. No lucharon por la civilización; lucharon por Cristo». Y sin embargo, siendo muy cierto y fundamental esto, también lo es lo que afirman los cristianos culturales: nuestra civilización, fruto del cristianismo, es portadora de una serie de rasgos (reconocimiento de la dignidad de la persona, respeto de su libertad, protección ante la arbitrariedad del poder…) únicos y muy valiosos.
Kingsnorth señala a Ayaan Hirsi Ali y a Jordan Peterson como exponentes de este cristianismo cultural (aunque Peterson protestaría: ahora que acompaña a misa a su esposa, católica desde hace poco, ya se atreve a afirmar que Jesús es Dios aunque, a día de hoy, cuando le preguntan sobre su afiliación religiosa sólo es capaz de autocalificarse como «un nuevo tipo de cristiano»). No anda desencaminado, aunque también es cierto que es perceptible una evolución, un camino. A finales de 2024 Hirsi Ali era invitada a participar en las Oakeshott Lectures en Oxford. Allí, tras pasar revisión a cuestiones «civilizacionales», expresa lo siguiente: «Anuncié mi conversión hace casi un año. Al hacerlo dejé conmocionado a mi querido amigo, Richard Dawkins. Richard se ha autodenominado «cristiano cultural». Aunque le respeto mucho, no creo que baste con disfrutar del arte y la música del cristianismo mientras se ridiculiza la creencia en sus enseñanzas… Tras el redescubrimiento de lo que somos, a través de nuestra historia, debe haber un renacimiento de la fuente de nuestra legitimidad moral: del cristianismo. Sin el cristianismo, no tenemos ninguna razón para afirmar el carácter sagrado de la vida humana. Es lo que les ocurre a muchos o a todos mis amigos ateos». No, Hirsi Ali aún no habla mucho de Jesús, pero ya se ha dado cuenta de que sin una fe viva no hay revitalización de nada.
Hacíamos referencia antes al precedente italiano, pero en el fondo la cuestión de los cristianos culturales viene de más lejos. No es difícil encontrar en esta disputa ecos del debate suscitado en torno a Maurras. La fe es un don, pero incluso quienes carecen de ella pueden ver, si son honestos, todo el bien que la fe y la Iglesia aportan a las sociedades. Será insuficiente, pero, ¿es malo reconocerlo? ¿O no puede ser el inicio de un camino de preparación para abrirse a ese don de la fe (en el caso de Maurras, aunque ese camino fue largo y accidentado, finalmente alcanzó su meta)? A lo que se podría contestar: sí, pero no podemos callar ante una posible instrumentalización de la Iglesia, cuyo fin no es crear civilizaciones, por buenas que sean, sino construir el Reino de Dios y llevar a los hombres al cielo. Un debate apasionante que, como demuestran la popularidad de Hirsi Ali, Peterson o Kingsnorth, sigue teniendo pleno vigor.
Jorge Soley
Publicado en El Debate