Fenecido el Imperio romano de Occidente con la deposición de Rómulo Augústulo en 476, quedó en pie durante otro milenio el Imperio de Oriente con capital en la segunda Roma, Constantinopla. Pero el 29 de mayo de 1453, tras varios siglos de avance, los turcos otomanos saltaron los muros, mataron al último emperador y convirtieron la gran capital cristiana en la gran capital musulmana.

Tras la caída de Constantinopla en manos turcas, el título de tercera Roma fue reclamado para la Rusia ortodoxa a partir del matrimonio en 1472 de Iván III el Grande con Sofía Paleólogo, sobrina del último emperador bizantino, a través de cuya unión se consideró heredada la legitimidad imperial. Desde entonces los turcos lanzaron numerosas campañas militares para someter a la cristiandad, pero, para resumir, fueron parados en Viena por tierra y en Lepanto por mar. La segunda y la tercera Roma se enfrentaron durante siglos por el dominio de los Balcanes, el Mar Negro y los estrechos, vitales para una Rusia siempre necesitada de acceso a los mares cálidos.

Llegados al siglo XX, la tercera Roma, bajo el ropaje del comunismo, fue la gran enemiga de un Occidente capitalista que pareció vencer definitivamente con el hundimiento de aquél en torno a 1990. La nueva Rusia de Gorbachov, Yeltsin y Putin intentó acercarse a sus antiguos enemigos repentinamente convertidos en amigos y modelos, para lo cual esos tres gobernantes llegaron a proponer su ingreso en la OTAN, lo que fue rechazado por los dirigentes políticos y militares atlánticos.

La actitud de éstos y de la Unión Europea con la segunda Roma, islámica pero relativamente occidentalizada desde Atatürk, ha sido muy distinta. Turquía es miembro de la OTAN desde 1952 y candidato a ingresar en la Unión Europea desde 1999. Los partidos tanto de derechas como de izquierdas de todos los países de Europa consideran que hacer de Turquía un miembro más de la UE sería, en primer lugar, la mejor manera de demostrar que ésta no es un club cristiano. No por casualidad los inelegidos redactores de la fallida constitución europea, con el derechista Chirac en posición destacada, se negaron a incluir en ella mención alguna a las raíces cristianas de Europa. Y en segundo lugar, se daría a un país de tradición musulmana la posibilidad de saborear las mieles de la democracia occidental, lo que creen que sería un magnífico ejemplo para el resto del mundo islámico.

Sin embargo, hacer lo mismo con la tercera Roma, aunque ésta sí sea plenamente europea tanto en lo cultural como en lo religioso, no entra en los planes de unos dirigentes occidentales que consideran que Rusia es demasiado grande, diferente e inasimilable. A lo que hay que añadir la existencia irreversible de las armas nucleares, ese invento infernal que ha eliminado para siempre la equidad en la política internacional.

Echando un vistazo al mundo de hoy, con una Europa incurablemente senil, unos Estados Unidos en notorio encogimiento, un mundo islámico en perpetua agitación, una China gigantesca a poco de convertirse en primera potencia mundial y unos retos demográficos, energéticos y políticos de alcance planetario, probablemente no haya sido darse mutuamente la espalda la apuesta más sabia tanto de la UE y la OTAN como de Rusia. Y mucho menos aún, el paulatino corrimiento hacia el este de las fronteras de la OTAN, a lo que Rusia se plegó, a pesar de las promesas occidentales desde la caída del muro, hasta que llegó el anuncio de la admisión de Georgia y Ucrania. Porque casi nadie recuerda, o ni siquiera conoce, un dato esencial sobre el conflicto ruso-ucraniano, especialmente esos gobernantes y opinadores de la muy antimilitarista Europa que de repente se han vuelto atronadoramente militaristas. Menos para ir ellos mismos o enviar a sus hijos a morir en las trincheras, naturalmente. Y ese dato consiste en que en febrero de 1990 el entonces secretario de Estado de Bush padre, James Baker, aseguró a Gorbachov que, a cambio de su aceptación de la pertenencia a la OTAN de la Alemania reunificada, “la OTAN no se expandirá hacia el este ni una pulgada”. Las consecuencias del cambio de rumbo, pagadas de momento por los infortunados soldados ucranianos y rusos, las podemos ver todos los días en el telediario.

Quizá la ignorancia, las inercias históricas y la visión a corto plazo pesen más de lo que podemos imaginar los pobres ciudadanos que nada podemos influir y que, de torcerse las cosas, acabaremos pagando el pato de muy mala manera.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz