No hace tantos años todos éramos vascólogos. Desde el cabo de Gata hasta Finisterre, todos los españoles conocíamos a los protagonistas de la política regional vasca: el lendakari, sus consejeros, los dirigentes de los partidos de la oposición, etc. A los de nuestras propias regiones no los conocíamos tan bien, ni siquiera de nombre.

La razón era evidente: el terrorismo etarra y la perpetua tensión separatista nos metían la cosa vasca hasta en la sopa. Todos los días. Pero hubo un momento en el que los separatistas catalanes recogieron el testigo y dejaron a los vascos en segundo plano. Manifestaciones, referendos, golpes de Estado y salvajismo callejero casi hicieron pasar al brazo político de ETA por gente formal. Pero el separatismo vasco no se había extinguido. Simplemente estaba acechante, latente, observando con atención lo que se cocía en Cataluña y tomando buena nota para el futuro.

El nacionalismo vasco, como las sepias, ha demostrado una notable capacidad de adaptación a los colores y formas del paisaje político de cada época: desde el integrismo católico del primer tercio del siglo pasado hasta la agenda 2030 y el wokismo de nuestros días, pasando por la democracia cristiana en su versión peneuvera o el marxismo en la etarra. Lo mismo acogía burguesotes meapilas que imitadores de Castro, del IRA y de los guerrilleros argelinos. Por eso una de sus encarnaciones más ejemplares fueron, en los heroicos tiempos de la llamada lucha armada, los que escondieron las ametralladoras bajo la sotana. Fructífera simbiosis.

Cuando comprendieron que seguir asesinando ya no daba buenos resultados, cambiaron las armas por las urnas. Y así pasaron a recoger a manos llenas las nueces que habían sembrado durante medio siglo de eliminación de la oposición antiseparatista. «La democracia ha vencido a ETA» es el lema triunfante que todos los autoengañados corean desde entonces sin haber comprendido que la realidad es exactamente la contraria: nunca ha sido tan aplastante la hegemonía separatista. La prueba de ello es que ya no necesitan matar a nadie para controlarlo todo. ETA ha vencido. Sólo les falta esperar al momento adecuado en el que, tras nuevas traiciones monclovitas a la nación española, puedan declarar la independencia sin problemas.

Para comprender adecuadamente el problema separatista vasco hay que tener en cuenta muchos factores que se entrelazan y colaboran entre sí: la ideología, la agitación victimista, la manipulación histórica, la construcción de una sociedad totalitaria, las consecuencias de medio siglo de terrorismo, la corrupción que todo lo abarca, las nuevas estrategias del separatismo posmoderno…

Sobre todo ello se ha publicado, por cierto, una obra extraordinaria salida de la pluma de Fernando Vaquero, un navarro que sabe muy bien lo que dice sobre el movimiento político que tantas desgracias ha provocado desde su fundación por el infausto Arana y que, saltando más allá de las tres provincias, aprieta los tentáculos sobre su patria chica. Al erudito análisis dedicado a desmentir las farsas históricas que tanta influencia han tenido y siguen teniendo en el envenenamiento de la gente, añade Vaquero una riada de datos sobre la realidad política y social vasconavarra de nuestros días. Es difícil imaginar que alguno de nuestros frívolos políticos vaya a leerlo, pero desde este rincón se lo recomiendo a todos los que quieran comprender la interminable pesadilla vasca.

Está dividido en tres volúmenes. El primero de ellos, Biografía no autorizada del PNV, desmenuza el pasado y el presente del partido hegemónico. El segundo, De ETA a EH Bildu, está dedicado a hacer lo propio con la escisión izquierdista que a partir de los años cincuenta combinó la lucha ideológica con la terrorista. Y el tercero y último, Emboscada a Navarra, Mitos, falsedades y otras tácticas del panvasquismo, denuncia la estrategia de implantación del nacionalismo en una región tradicionalmente hostil a él pero sin la cual el sueño sabiniano quedaría gravemente mutilado. De su lento pero creciente éxito es prueba la diferencia entre los 28.244 votos (el 12%) logrados por Herri Batasuna en 1979 y los 100.195 (el 30%) que recoge hoy la suma de EH Bildu y Geroa Bai.

El último disfraz bajo el que se esconden los separatistas de todas las ramas es la asunción de la ideología dominante con todos sus elementos: feminismo, ideología de género, religión calentológica, etc. Pero probablemente sea la promoción de la inmigración descontrolada, a la que se han apuntado tanto el nacionalismo vasco como sobre todo el catalán –recuérdense sus mimados Nous catalans–, lo que acabe destruyéndolos por incoherencia irreparable. Ante la natalidad por los suelos y la inmigración extraeuropea desatada, hasta Arnaldo Otegi ha tenido que admitir su preocupación por la que considera amenaza a la identidad nacional, aparte del insignificante detalle de que los mismos que aplaudieron y colaboraron con novecientos asesinatos de españoles, hoy consideran intolerable la violencia desplegada por los inmigrantes en las calles vascas.

Pero ya es tarde: el río nunca regresa corriente arriba. Nos esperan tiempos agitados a los vascos, los catalanes y todos los españoles, pues todos viajamos en el mismo vehículo. Abrochémonos el cinturón de seguridad.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz