2.    DE QUIÉN HAY QUE SALVAR ESPAÑA

«La nueva aristocracia estaba compuesta sobre todo por burócratas, científicos, técnicos, organizadores de sindicatos, expertos en publicidad, sociólogos, profesores, periodistas y políticos profesionales».

George Orwell, ‘1984’.

 

Vistos ya los males que postran a España en la más absoluta irrelevancia internacional y que la abocan, tarde o temprano, a su desaparición, es preciso saber también de quién hay que salvarla, quiénes son los enemigos de España, tanto los explícitos como los que lo son sólo implícitamente, es decir, aquellos que, no siendo contrarios a la existencia de España —incluso siendo «patriotas» o nacionalistas españoles—, acaban siendo lo que en la guerra se llamaría fuego amigo. Algunos de ellos son externos, otros son internos y otros son, en cierto modo, ambas cosas a la vez.

Enemigos externos

Algunos de los enemigos externos de España pueden serlo de manera manifiesta y otros serlo de manera más velada y, por tanto, más peligrosa para nuestros intereses.

De entre los primeros, el más obvio es, sin duda alguna, Marruecos. Este país no duda ni por un momento en hacernos tanto daño como pueda, y lo hace, especialmente, porque nos sabe débiles. Si el propio Gobierno español odia a su país y se vende a los separatistas, ¿cómo nos van a tomar en serio nuestros enemigos? Desde Marruecos se utiliza el flujo migratorio como arma de presión política. Desde Marruecos llega la mayor parte de la droga que entra en España. Allí se hace competencia desleal a nuestros agricultores; y lo que es peor, se hace con la connivencia de la Unión Europea y de socialistas y populares, que apoyan las políticas agrarias de Bruselas. El rey moro humilla a Sánchez y a nuestros símbolos ante la pasividad del presidente porque, en el fondo, a éste le importan un carajo. El rey moro dice que Ceuta y Melilla son marroquís —aunque nunca lo han sido— sin respuesta de España porque nos desgobierna una cuadrilla de pérfidos traidores, y sólo es cuestión de tiempo que pasen a estar bajo soberanía marroquí; no es descartable que, para mayor humillación, sea un futuro gobierno español el que «ceda» las dos ciudades a nuestro molesto vecino. Las viñetas que publica la prensa marroquí hacen escarnio de la debilidad española, y lo malo no es eso, sino que no se puede decir que no tengan razón. No contentos con todo esto, encima tenemos que soportar la delincuencia que exporta Marruecos y a un sinfín de sus ciudadanos viviendo aquí de las paguitas que salen de los impuestos de los españoles mientras su rey se pega la vida padre viajando de aquí para allá con toda clase de lujos. Por si fuera poco, Marruecos se ha convertido en el principal aliado en la zona de EE.UU., con lo que supone eso de cara a conseguir armamento. Mientras aquí, según una encuesta1 publicada hace unos meses, sólo alrededor de un 30% de los españoles estaría dispuesto a defender España con las armas en caso de guerra, nuestro hostil vecino aumenta cada vez su capacidad militar y cuenta con una quinta columna nada despreciable en nuestra propia casa. No es para estar tranquilos, precisamente. Y mientras, el cómplice de la Moncloa no para de darle millones a Marruecos. No es que no haya nadie al volante, es que conduce un conductor suicida. Y no podemos cerrar esta parte sin mencionar que, si Dios quiere, algún día sabremos la verdad sobre el 11-M.

Uno de esos enemigos velados que decíamos anteriormente es —y esto puede sorprender a muchos y no estar de acuerdo— Estados Unidos. ¿Es un país directamente hostil hacia España? Ciertamente, no lo es. ¿Es un país cuya actuación, a día de hoy, sea decididamente contraria a nuestros intereses? Tampoco. ¿Entonces? Bien; no lo es porque EE.UU. ya consiguió, respecto de nosotros, lo que quería: acabar con nuestra independencia política y matar a Carrero Blanco para que no tuviéramos armamento nuclear, y al tiempo hacer una «transición» pacífica del franquismo hacia una democracia liberal. Para esto se sirvieron, entre otros, del rey emérito, gran traidor a la Patria. La tan manida Transición fue una operación pilotada por el Tío Sam y por Alemania porque a ninguna potencia occidental le interesaba una España fuerte. Hoy, 45 años después de aprobarse la Constitución, no pintamos nada a nivel internacional, España está en descomposición y no somos más que un pelele en manos de los burócratas de Bruselas. Justo como quería EE.UU., que sólo quiere siervos. El principal aliado de los EE.UU. en la zona es, además, Marruecos, el país más explícitamente hostil al nuestro, como hemos visto.

La Unión Europea es, a criterio nuestro, otro de los enemigos velados de España; al menos esta Unión Europea, así concebida, y esto admitiendo que la UE ha invertido millones y millones en España en fondos de ayuda y desarrollo. La cuestión es, ¿a qué precio?, ¿a cambio de qué? A cambio de ser modernos y europeos, o sea, de alejarnos de nuestra tradición y sumarnos al tren del progreso. En sí mismo, que una serie de países se pongan de acuerdo en diversos temas no tiene nada de malo, ni tampoco que tengan políticas comunes en determinadas áreas. Lo malo es que esta Unión Europea está hecha con y para el liderazgo de Francia y Alemania. Lo malo es que la Unión Europea nos dice lo que tenemos que hacer en nuestra propio país: lo que podemos plantar y cultivar, lo que podemos producir, cómo debemos hacerlo… Lo malo es que la UE es uno más de los engendros globalistas desnacionalizadores. Lo malo es que, aunque se disfrace de democrática, es totalitaria; prueba de ello es la dichosa Agenda 2030; prueba de ello es la capacidad que tienen los lobbies de influir en las políticas europeas; y prueba de ello es ver que, en realidad, la UE aplica políticas contra los intereses de los propios europeos, como por ejemplo el descontrol con la inmigración, que va camino de la sustitución étnica, por mucho que digan los progres, las políticas agrarias, que han levantado a los agricultores europeos contra Bruselas, o las políticas ambientales. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos que, en realidad, la democracia, así concebida, es totalitaria. Es una farsa; nadie ha elegido a los políticos para esto. Y como no podía ser de otra manera, la UE supedita sus políticas a los deseos de la plutocracia globalista, esto es, impulsa el falso feminismo, el falso ecologismo, el homosexualismo, el aborto, el mantra del cambio climático… La Unión Europea, en suma, no está hecha para mirar por los intereses de los nativos europeos y, es por lo tanto, contraria a los intereses de los españoles, y por ende de España, excepción hecha de sus élites, que tienen, claro, sus propios intereses.

Otro a sumar a la lista sería el vecino del norte. Nuestros desencuentros con Francia vienen de siglos atrás, aunque no es cuestión de hacer aquí memoria de agravios mutuos. Basta con apuntar que la España actual no se puede concebir sin la Guerra de la Independencia y la entrada, con las tropas de Napoleón, de las ideas liberales, asumidas por las tan frecuentemente traidoras élites propias. El liberalismo, sin lugar a dudas, cambió el rumbo de España. Además, a Francia, porque nos conoce, no le ha interesado, no le interesa ni le interesará jamás una España fuerte que pueda hacerle sombra y disputarle su protagonismo. El gallo es demasiado altivo y demasiado engreído como para permitir otro gallo en «su zona». Pero no hace falta mirar al siglo XIX para ver que Francia sigue mirándonos con desdén. Durante muchos, muchos años, dio cobijo en su territorio a los criminales de ETA y, peor todavía, es muy probable que los servicios secretos franceses, de la mano de los marroquís, sean los que planearon los atentados del 11-M para truncar el peso específico que a nivel internacional iba adquiriendo España. Ni uno ni otro podían permitirse, como ya hemos dicho, una España fuerte. En realidad, como vemos, nadie la quiere, ni siquiera las élites españolas, vendidas y traidoras.

Y qué decir de la Pérfida Albión, otro de nuestros enemigos históricos, diríase que el principal, junto con los gabachos. Gibraltar, que evidentemente en nada preocupa al español medio, demasiado ocupado con el fútbol y sus quehaceres cotidianos, es en realidad una espina clavada en el corazón de España. El asunto, al contrario de lo que pueda parecer, no es baladí. Gibraltar es España. Punto. Los ingleses se quedaron con algo que no era suyo y llevan décadas incumpliendo varias resoluciones de la ONU2 sobre descolonización de territorios; sí, Gibraltar sigue siendo, en pleno siglo XXI, una colonia. Fueron unos piratas y lo siguen siendo, esa es la realidad. Y mientras los hijos de la Gran Bretaña hacen lo que les da la gana, trayendo submarinos nucleares a nuestras costas cuando les parece, hostigando a los pescadores españoles o a la Guardia Civil, el gobierno de España y eso que llaman la «comunidad internacional» callan cobardemente porque, en el fondo, es el mundo anglosajón principalmente el que manda en Occidente.

Otro de los peligros que nos acecha, juntamente con el resto de países europeos, es la inmigración masiva, especialmente la islámica. Es preciso puntualizar que nos referimos aquí a la inmigración entendida como fenómeno. Bien, estos movimientos poblacionales masivos no son, ni mucho menos, una casualidad, y el resultado es que Europa, demográficamente hablando, está cambiando, y la cosa es mucho peor de lo que parece dada la alta natalidad de los inmigrantes y la muy baja natalidad europea nativa. Según datos publicados por Javier Barraycoa3, la población europea es en 1950 el 15.5% respecto de la población mundial; el 12.4% en 1970 y el 9.5% en 1989. Hoy, la UE, con 448 millones de habitantes respecto a los aproximadamente 8.000 millones de habitantes en todo el mundo, supone un ínfimo 5.6%, y lo que es peor, la tendencia no hará sino bajar mientras los inmigrantes africanos llegan sin cesar. Si esto no es una sustitución étnica, ¿entonces qué es? Las políticas de los distintos gobiernos europeos y de la propia Unión Europea están pensadas simple y llanamente para eso. Por eso fomentan el aborto, el feminismo —que no trata de defender la justicia para con las mujeres, sino fomentar la confrontación entre éstas y los hombres— y la homosexualidad, para acabar con los europeos, porque en el fondo odian lo que Europa representa, o mejor dicho, lo que representaba: la Cristiandad. No, no es que Europa se esté suicidando, es que está siendo exterminada a manos de la mentalidad anticristiana; esa es la realidad. Mientras tanto, vemos como nuestras ciudades se degradan y como aumenta la inseguridad ciudadana, realidad palpable que la progresía indignada trata de ocultar y califica como racismo el simple hecho de denunciarlo. Pero la verdad es la que es, les guste o no. ¿Son delincuentes todos los inmigrantes africanos, principalmente los musulmanes? Evidentemente no. ¿Lo son en una tasa bastante más alta a los nativos europeos? Evidentemente sí. Como se suele decir, ¡disfruten de lo votado! Y esto por no mencionar a todos aquellos que, sin ser delincuentes, viven a costa de las arcas del Estado, arcas que nutrimos nosotros, claro está. ¿Cuando no queden europeos, de qué vivirán?

Parece, eso sí, que el europeo medio vive en un estado catatónico, que se niega a ver que el futuro que les espera a sus pocos hijos es desolador. Las iglesias, cada vez más vacías; las mezquitas, creciendo en número y cada vez más llenas. Los templos cristianos son ya más una atracción turística4 que un templo religioso. Las agresiones sexuales a manos de extranjeros se multiplican, igual que los robos y las agresiones, y encima el problema es que —dicen los progres—, los que denunciamos esto somos racistas. Pero no, no es una cuestión de raza: es una cuestión de simple observación de la realidad. Esta mentalidad buenista del supuesto progresismo es la que está cavando nuestra tumba, y en el pecado lleva la penitencia. Seamos claros: el islam no es que sea una religión especialmente progresista; el progre que piense que el gayxample y Chueca seguirán siendo arcoíris en una hipotética Europa mahometana, se equivoca. Y mientras, el feliz europeo medio se va de vacaciones y agoniza chapoteando en la charca del placer. Morirá dulcemente, ¡disfrutando de la vida!

Para concluir con esto: Europa —y España con ella, evidentemente— pagará su apostasía. Si no queremos a Cristo, tendremos a Alá.

Foto tomada de El Mundo.

Acabaremos este apartado de los enemigos externos de España con las organizaciones globalistas. Habrá quien se refiera a ellas como «la masonería». Efectivamente, algunas de ellas pueden serlo, otras no. En realidad, tanto da: vivimos ya en un mundo «masónico», cuando menos en Occidente. La cuestión es que estas organizaciones son las que dirigen las políticas que se acaban aplicando en nuestros países, les guste a sus ciudadanos o no: la ONU, la OMS, el FMI, el FEM (Foro Económico Mundial) y otras menos conocidas, potentes organizaciones estadounidenses de actuación exterior como la Council of Foreign Relations o fundaciones privadas como The Open Society de George Soros o la Fundación Bill y Melinda Gates. Estos burócratas y plutócratas, a quienes nadie ha elegido a pesar de que vivimos supuestamente en una democracia, son los responsables últimos de la implantación de la agenda política progre en Occidente: aborto, homosexualismo, feminismo, ecologismo, ideología de género, cambio climático, ideología de la salud5, destrucción de la familia, hedonismo, laicismo.

Por último, consideramos necesario puntualizar, al señalar los diferentes enemigos exteriores que tiene España —compartidos algunos con otros países occidentales—, que nos referimos evidentemente a sus gobiernos o Estados. Por ejemplo, al decir que Gran Bretaña es un país enemigo o, si lo prefieren los más susceptibles, un país que tiene intereses opuestos a los nuestros, no significa que consideremos enemigos a todos los ingleses o británicos en general, por supuesto, razonamiento que hacemos extensivo a los demás aludidos aquí.

Enemigos internos

España, en lo que se refiere a la propia autopercepción negativa, es probablemente un caso único a nivel mundial. Vamos a analizar, pues, quiénes y por qué rechazan la idea misma de España, los dos principales por no extendernos demasiado. Algunos rechazan la idea histórica de España, lo que ha sido a lo largo de su historia y lo que la hizo grande y protagonista indeleble de la misma; éstos, además, en el mejor de los casos defienden otra idea de España, la que fuere. Por otra parte, están los que rechazan la simple existencia de España, reduciéndola, a lo sumo, a mero Estado.

Entre los primeros podemos contar a los partidos generalistas «de izquierdas», principalmente al PSOE, y Podemos y sus derivados —Sumar o como se llamen a esta hora—. Ambos, por su propia idiosincrasia, es imposible que se sientan cómodos — por decirlo de alguna manera— con la historia de España, un país forjado con un aglutinante muy claro: el catolicismo. Esto provoca un rechazo que no se da en otros países porque en su constitución existen otros factores nucleares diferentes. A esto, además, hay que añadir otro elemento que consideramos capital: el rechazo del nacionalismo español por identificarlo, con razón o sin ella, con Franco y la ideología fascista. Da igual que Franco lleve muerto casi cincuenta años, que la identificación continúa. Así, el PSOE defiende, teóricamente, una España republicana y federal, aunque acepta la actual monarquía parlamentaria porque sabe que, realmente, no es una monarquía. ¿Hay un rey? Formalmente sí. ¿El «rey» reina? No. Por lo tanto no es rey. Es lo que se ha dado en llamar una república coronada, una monarquía sólo formalmente. El único momento en que Felipe VI mostró cierta autoridad fue en el discurso del 3 de octubre de 2017, tras la celebración del referéndum secesionista en Cataluña. A 16 de marzo de 2024, cuatro días después de aprobada la ley de Amnistía en el Parlamento, don Felipe esquiaba tranquilamente en los Pirineos sin decir esta boca es mía.

No hace falta ser un agudo observador de la actualidad política para ver que España está en proceso de derribo. Vamos camino, ya lo hemos dicho otras veces, de la III República, paso previo, con mucha probabilidad, a la desaparición de España como sujeto político-histórico y su conversión en pequeñas taifas nacionalistas. Y todo esto, como no, con la inestimable colaboración del PSOE. La mayoría de los socialistas actuales odia a España, hablando claro. Y la odian porque, en el fondo, han entendido mejor que las «derechas» —mejor que la mayoría de los nacionalistas españoles, si lo prefieren— el ser profundo de la vieja Hispania. Desde la conversión de Recaredo a la Cruzada de 1936, pasando por la política de la Monarquía Hispánica en América, la Contrarreforma o las guerras del siglo XIX, la religión católica ha sido siempre el eje de nuestro obrar histórico. No se puede entender España, ni lo bueno, ni lo malo, ni la opinión que los demás han tenido y tienen de nuestro país, y los enemigos que hemos tenido y que tenemos, sin comprender el peso específico de la religión en ella. Ni siquiera una corriente que defiende que España «nace» en 1812 con la Constitución de Cádiz, es decir, que niega la España histórica, les hace sentir el más elemental amor por la patria. Aun así, no se comprendería el odio antiespañol de las izquierdas sin el complemento de la identificación entre España y el fascismo, al punto de que, como todos ustedes saben, cualquiera que muestre sin complejos cierto nacionalismo español es tachado al momento de fascista, de facha. Y dan igual los argumentos: no es una cuestión racional sino una cuestión visceral. Creen en ello como los terraplanistas que la Tierra es plana.

Por otra parte se debe tener en cuenta la concepción totalitaria de la política por parte de las izquierdas, y esto ya viene de lejos: en la II República fueron izquierdistas y nacionalistas catalanes, también de izquierdas, los que protagonizaron la Revolución de 1934, incapaces de aceptar que las derechas pudieran gobernar. Esto sigue pasando hoy en día. Si Sánchez sigue en la Moncloa es única y exclusivamente porque la masa progre cree estúpidamente que si gobierna la supuesta derecha van a perder no se sabe qué derechos y porque funcionan, psicológicamente, como una secta. Sólo el miedo agitado por los altavoces progres al fantasma derechista movilizó a un electorado gregario y sumiso que sabe sobradamente que sus propios líderes políticos les mienten cada vez que hablan. ¡Y les da igual! ¿Y qué subyace en esta creencia, consciente o no, de que sólo es legítimo que gobierne la izquierda? La asquerosa pretensión de ser moralmente superiores a la «derecha», intrínsecamente perversa, al contrario que la izquierda buena y noble, defensora de las minorías y oprimidos —falsamente oprimidos, claro— del mundo.

Por lo que se refiere a los partidos situados más explícitamente en la extrema izquierda, como Podemos o Sumar, no se aprecian muchas diferencias para con el PSOE en lo relativo a su patriotismo. Son, sencillamente, más descarados, menos sutiles. Por poner un ejemplo: mientras el PSOE se ve obligado, ante su electorado, a decir que nunca pactaría con Bildu —aunque lo haga y luego tenga el valor de negarlo—, la extrema izquierda no tiene tantos remilgos —en realidad no tiene ninguno— en ir de la mano de los de Otegi o de cualquier otro partido separatista, sobre todo mientras sea de su supuesto espectro ideológico. Es más una cuestión de intensidad que de diferencia sustancial; en la práctica, ya hemos visto como esta legislatura con gobierno socialista no se sostiene sin el apoyo de los separatistas catalanes. Por lo tanto, no es necesario extenderse más.

Por otra parte, el PSOE, al igual que el PP, es un peón del globalismo plutocrático. Ambos asumen a pies juntillas, sin apenas diferencia, los nuevos dogmas de la élite progre: cambio climático, ideología de género, homosexualismo, destrucción de la familia, aborto, laicismo… Es decir, en sustancia, en el fondo, no son tan diferentes. Más bien son iguales; sus diferencias no son sino superficiales. Ambos son firmes defensores de la Agenda 2030. De hecho, casi siempre votan lo mismo en Europa6. Su propio vicesecretario de acción institucional, Esteban González Pons, declaró hace unos meses que en Europa forman coalición con el Partido Socialista y con Los Verdes, como se puede leer en el enlace anterior. La supuesta alternativa, pues, es más bien complemento y muleta.

González Pons (PP) y Bolaños (PSOE). Imagen tomada de rtve.es

Dejando ya de lado al PSOE, aunque van de la manita, tenemos al otro elemento disgregador más dañino para España: los nacionalistas catalanes y vascos, principalmente, y otros de menor pujanza, al menos por ahora. Los nacionalistas catalanes no eran separatistas originalmente, a diferencia de los vascos, cuyo principal teórico y fundador del PNV, Sabino Arana, era un iluminado lleno de odio. Pero convendría entrar un poco más en detalle.

El considerado como «padre» del nacionalismo catalán es Enric Prat de la Riba. En realidad, más que un teórico del nacionalismo catalán, Prat fue un compilador. Hombre bien capacitado intelectualmente, escribió varias obras, de entre ellas la más conocida ‘La nacionalitat catalana’; pero hay una obrita anterior, menos conocida pero significativa y de mucha influencia en su tiempo, que escribió con otro nacionalista, Pere Muntanyola: ‘Compendi de la doctrina nacionalista’. Escrita a modo de catecismo, con preguntas simples y respuestas contundentes, nos muestra a un todavía joven Prat con ciertas ideas muy claras, a saber: que la patria de los catalanes es Cataluña y que España es sólo el Estado del que Cataluña forma parte. Esta idea, como todos saben, es de plena vigencia para los nacionalistas, separatistas o no. ¿Era separatista Prat de la Riba? No, aunque a este respecto era ciertamente ambiguo. «(…) creemos que las nacionalidades, una vez constituidas en Estado, han de juntarse federativamente hasta constituir verdadera sociedad internacional, que sea para el proceso de las naciones lo que fue el establecimiento de sociedad civil para el progreso de los individuos. Por eso hoy no somos españolistas ni francesistas, ni tampoco separatistas. Por eso no sabemos si lo seremos otro día7», escribió. En realidad, Prat culpaba a los castellanos de que entre los nacionalistas catalanes hubiera separatistas. Era, eso sí, un anticastellano furibundo. Cambó, otro de los nacionalistas catalanes prominentes en los inicios de este movimiento político, era mucho más claro respecto al separatismo, al que repudió siempre. Pero hay una cosa que no se puede negar: de aquellos polvos vienen estos lodos. Sembrada la discordia, a nadie debería extrañarle que surgiera al poco tiempo el nacionalismo netamente separatista. Aun así, es de justicia señalar que Almirall, Prat de la Riba o Cambó defendían, sobre todo, otra idea de España. Es más, la idea de la salvación de España es una constante en el nacionalismo catalán no separatista.

Ya en nuestros días, el nacionalismo catalán jamás hubiera llegado adonde lo ha hecho sin la colaboración inestimable de las élites políticas «de Madrid», es decir, sin la complicidad del PP y del PSOE. A modo de ejemplo, Aznar hizo rodar la cabeza de su jefe de filas en Cataluña, Aleix Vidal-Quadras, como condición para que Pujol aceptara investirle como Presidente del Gobierno. Ni qué decir tiene que Pujol puso esta condición para quitarse de en medio en Cataluña a un rival político competente. El otrora capitoste nacionalista es un personaje fundamental en la forja del nacionalismo catalán moderno, hasta el punto de que no se puede entender sin él.

Desde la misma redacción de la Constitución con sus ambiguas nacionalidades, pasando por esta bajada de pantalones pepera hasta la claudicación y postración absoluta del traidor Sánchez y su partido ante los separatistas catalanes, para mayor humillación de España, todos han ido haciendo una labor de zapa, palada a palada, hasta llevarnos a esta situación en la que España está cerca de desaparecer formalmente, al menos como ente político. Aunque no conviene engañarse: lo que vemos no son sino los últimos coletazos del pez que agoniza en el fango, pero el lago no se ha secado de repente. Siendo sinceros, España lleva al menos doscientos años intentando autodestruirse; en concreto, desde la entrada de las ideas de la Revolución con la invasión gabacha y el afrancesamiento de nuestras élites. Cuando una parte nada desdeñable del país le dio la espalda a su ser, a su historia y a su identidad empezamos a caer, sin pretender, evidentemente, que hasta entonces todo era perfecto.

Pero demos un pequeño paso atrás y volvamos a Prat de la Riba y esa idea de que, en realidad, España no es una nación —entendida en el sentido moderno, el revolucionario— sino un Estado, es decir, un mero ente administrativo, una «agrupación política» en sus propias palabras. Esta idea es compartida hoy por todas las fuerzas políticas separatistas. Ahora bien, si los primeros nacionalistas, pese a negar a España la condición de nación, cualidad que ellos atribuían a Cataluña, no deseaban la separación sino autonomía política y otra organización territorial —federal—, con la huida hacia adelante del procés se vuelan todos los puentes. Ya hemos señalado a los nacionalistas como enemigos internos, diríase que no sólo de España, sino también de la propia Cataluña o de Vasconia —por los efectos internos de la propia ideología y el actuar de sus políticos—, pero es preciso entender que para que el procés llegara al punto que llegó de declarar la independencia de Cataluña, aunque fuera para suspenderla a los pocos segundos, debían darse una serie de condiciones previas. La primera, la concepción misma de la política por parte de las élites, donde no prima el bien común sino el interés propio. Pero, por encima de cualquier otra, la desaparición de lo que Castellani llama la «idea nacional»: «La causa final de la decadencia [de las naciones] es la ausencia de la “directriz tradicional”, como lo llama Mahieu; o sea, la pérdida o la falta de conciencia, o la indiferencia a lo que vulgarmente llamamos “ideal nacional”. De acuerdo a la natura de dinámica de los organismos nacionales (tan repetidamente recalcada por Mahieu) una nación es como una “empresa”: como diría Saavedra Fajardo; y una empresa cesa de ser cuando no sabe adónde va. Una nación no puede menos que decaer cuando no sabe lo que tiene que hacer en este mundo8». Dicho de otro modo: No sabemos adónde vamos y España no tiene prácticamente quien la defienda. Ese, y no otro, es el problema. Si no hubiéramos perdido el norte, no habría nacionalistas vascos, catalanes, gallegos o lo que fuere. Lo que no quita para que definamos a los nacionalistas como lo que son: unos sectarios egoístas, miopes políticamente, incapaces de ver el perjuicio que causan a su propio objeto de adoración, mentirosos, manipuladores, totalitarios, vividores, hipócritas y corruptos. El hecho diferencial no les aparta tanto de un político de Madrid, ¿verdad?

Para acabar de arreglarlo, incluso estos nacionalistas que dicen defender su «nación» son firmes partidarios de la Agenda 2030 y de la ideología progre globalista. O sea, que quieren la secesión para ser, ni más ni menos,  como el resto de España. Un absurdo absoluto. En catalán, eso sí, que al parecer es lo único que les importa. Les da igual ser un desierto moral: lo importante es serlo en catalán. Hemos perdido la perspectiva de lo importante, es evidente.

Por último, hemos de referirnos al constitucionalismo, a la Constitución y, con ella, si quieren, a los constitucionalistas, aunque estamos convencidos de la buena fe de muchos —de la mayoría— de ellos. El constitucionalismo, entendiendo como doctrina política propia de la Revolución, es una estafa intelectual. Es, en primer lugar, la pretensión de establecer un poder sin límites; algunos podrán objetar que, precisamente, será la constitución de turno la que establezca esos límites. Sin embargo, esto es un error, porque esos límites y contrapoderes pueden ser mayores o menores en función de la propia redacción del texto constitucional. En segundo lugar, lleva consigo el concepto de soberanía, es decir, la pretensión de que, en última instancia, no hay poder por encima de la nación; o sea, que la nación, en realidad, no está sujeta ni a la ley de Dios, ni siquiera a la ley natural, y por tanto carece de brújula moral más allá de la propia y personal de las élites promotoras del texto constitucional, con lo cual no tiene por qué estar sujeta ni a verdades ni bienes objetivos, ni siquiera orientada al bien común. Por esa razón tenemos normas y leyes para todo; porque, en ausencia de freno moral, se pierden las nociones de bien y de mal, viéndose afectada la conducta individual y social. Así, se legista para corregir las consecuencias sin comprender por qué se producen. Y en tercer lugar, la historia, al menos la de España, demuestra que el constitucionalismo ha sido del todo ineficaz; desde la Pepa de 1812 hasta la de 1978 llevamos nada más y nada menos que ocho constituciones. Y lo que es peor, está más que claro que, en última instancia, ni siquiera la Constitución es un contrapoder efectivo en defensa de la propia nación. No hace falta sino ver cómo el gobierno de Pedro Sánchez hace, literalmente, lo que le da la gana: los mismos que decían que la amnistía a los separatistas catalanes no cabía en la Constitución dicen ahora que sí. En realidad, ya lo dijo en su día uno de los llamados «padres de la Constitución» de 1978, Gregorio Peces-Barba, discutiendo en el Congreso sobre la redacción del texto: «Desengáñense sus señorías. Todo depende de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación de las leyes. Si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría política proabortista, «todos» permitirá una ley del aborto; y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, «personas» impedirá una ley del aborto». O sea que, al final, se hace lo que le da la gana al poder ejecutivo y sanseacabó. Pues para eso, ustedes nos perdonarán, no hace falta constitución.

Lamentamos la candidez de los que no sólo no alcanzan a ver que la Constitución no puede por sí misma solucionar los problemas de España sino que, peor aún, es responsable de muchos de ellos. Por si fuera poco, los llamados «constitucionalistas» pretenden articular la tan manida unidad nacional alrededor de un texto legal que, obviamente, prácticamente nadie se ha leído. Argumento, además, muy débil frente a los nacionalismos separatistas de carácter etnolingüístico, que apelan a cosas mucho más elementales como la etnia o la lengua y, por tanto, más fáciles de asumir y más capaces de proporcionar un vínculo social, aunque sea superficial.

Pobre España, ¡quién te ha visto y quién te ve! Como se suele decir, entre todos la mataron y ella sola se murió.

 

Lo Rondinaire


NOTAS:

 

  1. https://www.20minutos.es/noticia/5021854/0/solo-el-31-de-los-espanoles-lucharia-por-su-pais-si-se-involucra-en-una-guerra/
  2. https://www.exteriores.gob.es/es/PoliticaExterior/Paginas/Gibraltar.aspx
  3. BARRAYCOA, Javier (1998). ‘La ruptura demográfica’, p. 80. Editorial Balmes.
  4. «La última degradación de un edificio es su conservación para el turista», escribió Nicolás Gómez Dávila.
  5. NEGRO PAVÓN, Dalmacio, 2009. ‘El mito del hombre nuevo’, p. 265. Ediciones Encuentro. El autor define a la de salud como una «bioideología total (…) que busca la salvación en este mundo».
  6. https://gaceta.es/europa/coalicion-bipartidista-en-bruselas-pp-y-psoe-votaron-lo-mismo-casi-el-90-de-las-veces-en-los-ultimos-cinco-anos-20240202-0005/
  7. ‘El que som’ (lo que somos), La Veu de Catalunya, 25 de julio de 1899.
  8. Op. cit., p. 29.

Lo Rondinaire