Algunos pensadores contemporáneos preocupados por el profundo malestar que experimenta nuestra sociedad, que ellos denominan “postmoderna”, y que se caracteriza, esencialmente, por la carencia de puntos de referencia comunes, por su vacuidad y por su olvido de los valores tradicionales, han sugerido que si el hecho de que la velocidad con la que el mundo está cambiando hace imposible la emergencia y consolidación de nuevos mitos fundacionales que el hombre postmoderno necesitaría para construirse una nueva verdad, y ubicarse en la nueva sociedad, deberíamos facilitar la creación de estructuras u organizaciones capaces de proponer nuevas utopías con nuevas liturgias que permitan la visualización de nuevos objetivos, tanto individuales como colectivos.

Esta reflexión, unida al malestar social creciente, podría explicar la aparición de numerosas nuevas sociedades secretas, así como, la pervivencia de algunas de ellas con varios siglos de existencia como es el caso de la francmasonería, que nació a principios del siglo XVIII en Inglaterra (entre 1710 y 1720) y sigue prodigando sus enseñanzas en el S. XXI.

¿Qué motivó la aparición de la francmasonería?

La humillación de Inglaterra y el fuerte desarrollo del catolicismo

Durante todo el siglo XVI y XVII Inglaterra encajó mal las múltiples derrotas militares sufridas contra España y se le hizo cada vez más difícil vivir como segundona bajo el estandarte del imperio español, es decir, soportando ver y constatar como la ciencia, tanto la que deriva en la fabricación industrial, como la económica, fuese una emanación de la Escuela salmantina que, en aquellos momentos, era la luz de Occidente, y también le producía un profundo dolor en sus entrañas, observar, sin poder intervenir, como el crecimiento demográfico de la

España americana suponía una victoria a medio y largo plazo del catolicismo, bien implantado en América, sobre la expansión de baja intensidad de la reforma protestante y del anglicanismo. Hasta Francia, bajo la presión de Felipe II, había aceptado convertirse oficialmente al catolicismo (Paris bien vale una misa, dijo Henri IV, para poder acceder al Trono de Francia), lo que Inglaterra consideraba un peligro capital para la consolidación de su influencia comercial, pues para las élites inglesas estaba claro que mientras el catolicismo fuese la argamasa de unión de las Españas (la lengua española y la moneda única que era el Real de a Ocho, aun siendo esenciales, dependían en última instancia de la unidad religiosa, la única capaz de aportar una identidad espiritual común a muchos pueblos de culturas y lenguas diferentes) el imperio sería invencible, lo que representaba demasiado poder en manos de España para que el orgullo inglés lo soportase.

Primera crisis del catolicismo, una oportunidad para el despegue francmasón

No obstante, el diablo no descansa nunca, y una parte de la intelectualidad inglesa observó como la unidad católica española desarrollaba en su interior una dialéctica, cada vez más inflexible y con posiciones ya casi irreconciliables entre tradicionalistas y humanistas liberales, cuyo último representante fue Juan de Mariana.

Esta tendencia de la sociedad española, bien marcada en la segunda mitad del S XVII, y que bajo su influencia dio lugar en Francia al Siglo “des Lumières » – coincidiendo con el cambio, en España, de la dinastía de los Habsburgo por la de los Borbones -, empujó a los ingleses a crear un movimiento sincrético inspirado del antiguo judaísmo y de la tradición católica, un movimiento que pudiese superponerse al catolicismo humanista y liberal del que, estaban convencidos, ganaría la partida al catolicismo tradicionalista.

Si las previsiones inglesas se cumplían, a medio plazo habrían encontrado la brecha para apoderarse de los territorios americanos,

unidos esencialmente por la religión, pero sabiendo que era el primer paso para atacarse más tarde a la eliminación de la lengua española, a la eliminación de la unidad financiera del Real de a Ocho y a la balcanización de los territorios, suplantando la identidad común hispánica de más de dos siglos de desarrollo conjunto, en paz, por una identidad inventada y mitificada, en cada uno de los territorios cercenados, véase indigenismo y leyenda negra.

Este nuevo movimiento definió los ejes de una nueva filosofía, al estructurarse en torno a mitos tomados de los arquetipos del humanismo introducido en el “chip” cultural europeo por los representantes de la Escuela de Salamanca, y también al organizarse en torno a prácticas rituales derivadas de la Tradición.

De esta manera, acabaría creando su propia sacralidad, basada ésta en el mito de la eternidad y de la trascendencia del hombre, por lo que sus discursos debían transpirar la nostalgia del retorno al paraíso perdido, pero con una nueva configuración en la que el Hombre y Dios se confundían en un solo ser, y para ello, su ritual exigía una secuencia de muerte y de renacimiento, como en el mito masón de Hiram. Esta compleja configuración, tenía gancho para los nuevos adeptos que se encontrarían así ante el mito de la trascendencia y la aspiración sagrada del hombre, tal y como anhelaba Nietzsche cuando gritaba “Dios ha muerto, viva el Dios-Hombre o el Superhombre”, no obstante, para el sociólogo francés Barthes, esta configuración de las aspiraciones espirituales de la Europa “des Lumières” nos conduciría a una nueva forma de poder controlado por una aristocracia secreta donde la libertad individual perdería todo su sentido, significando, in fine, la muerte definitiva de la Escuela de Salamanca, atrapada por su propio éxito y, al mismo tiempo, por un factor coyuntural como fue el cambio de dinastía en España.

(Continuará)

 

José Francisco Rodríguez Queiruga

José Francisco Rodríguez Queiruga