Eric Idle y John Cleese, miembros del famoso conjunto humorístico Monty Python, recordaron hace algunos años en una larga conversación televisiva sus orígenes profesionales y la gran influencia que en ellos tuvo Beyond the Fringe, revista satírica teatral de 1962 que marcó un antes y un después en la crítica política de su país. Porque hasta aquel momento a nadie se le había ocurrido burlarse de un gobernante o de cualquier persona respetable, por no hablar de la familia real. Se habría considerado intolerablemente irrespetuoso. Pero los jóvenes comediantes de Beyond the Fringe, retoños de la primera generación de posguerra, se reían de todo y de todos, menospreciaban la autoridad en materia política, académica, cultural o religiosa e incluso satirizaban a quienes habían luchado en la Segunda Guerra Mundial.

Según resumió Cleese, la sociedad británica cambió radicalmente en tan sólo seis meses: de estar caracterizada por lo que definió como «estrechez de miras», a verse metida de lleno en los que después se conocieron como los transgresores años sesenta. Además, coincidió que en aquel mismo momento aparecieron los Beatles con sus revolucionarios efectos en la música, la ideología, la moral, los modales e incluso el vestido y el peinado.

Pero una de las consecuencias más llamativas para los veteranos miembros de Monty Python fue la de que también cambiaron las personas a las que se pedía opinión. Pues los entrevistados hasta entonces en los medios de comunicación eran escritores, pensadores, profesores, políticos, militares, altos funcionarios del Estado y similares. Pero de repente se les dio la espalda y se empezaron a poner los focos sobre actores, cantantes, cómicos y otros integrantes del veterano gremio de los tañedores, danzarines y bufones. Las autoridades morales e intelectuales habían cambiado.

A partir de aquel momento, el fenómeno se universalizó hasta el punto de que no hay país que se precie de moderno en el que no se considere que la opinión política —o moral, o religiosa, o de casi cualquier otro tipo— de los miembros del gremio antedicho es más digna de ser tenida en cuenta que la de filósofos, cirujanos, arquitectos, campesinos o marineros. Novedosa modalidad de clasismo que, sin embargo, no arranca ninguna queja de la progresía. No sólo eso, sino que precisamente la progresía, tanto la de izquierdas como la derechas, es la más aficionada a conferir prestigio a sus ideas —o más bien a la ausencia de ellas— mediante el apoyo de unos cuantos famosillos que no suelen necesitar ni abrir la boca, pues sólo con su imagen o a lo sumo con un gesto —recuérdese el club de la ceja en apoyo de Zapatero— cumplen con su función aleccionadora.

Pero en todas partes cuecen habas, y en el centro del imperio a calderadas. En estas semanas finales de la campaña electoral estadounidense quizá merezca la pena recordar la oferta chupadora que lanzó Madonna en 2016: a todo el que votara a Hillary Clinton la celebérrima reina del pop le prometió una felación. Y con todo tipo de detalles que no sería caballeroso reproducir aquí. Es de suponer que, para el bien tanto de ella como de los votantes demócratas, la voluntariosa cantante incumplió su promesa.

Han pasado ocho años y ahora le ha tocado a la nueva estrella del pop, Taylor Swift, bendecir urbi et orbi a Kamala Harris en su contienda contra Donald Trump, sucesor de Fantomas en el trono del mal. Aunque parece que esta vez han quedado al margen los asuntos succionatorios.

¡Qué le vamos a hacer! Vivimos en la era de las masas soberanas, por lo que no queda más remedio que resignarse a que los creadores de opinión y referentes morales sean los miembros de las profesiones que durante siglos se encargaron de hacer reír a los demás.

 

Jesús Laínz

Jesús Laínz