Basta con abrir los ojos y mirar alrededor: calles sin niños, colegios cerrados, columpios vacíos… El desierto avanza a gran velocidad. En sólo unos pocos años la natalidad se ha desplomado con estruendo. En España, por ejemplo, los nacimientos han caído un 24,7% en los últimos diez años.
Hay explicaciones y excusas para todos los gustos, astuta y persistentemente sugeridas por todo tipo de propagandistas de la eliminación infantil. Mención especial merece, por orden cronológico y por su eminencia, Margaret Sanger, fundadora de Planned Parenthood, que escribió hace ya algunas décadas que «lo más piadoso que puede hacer una familia numerosa a uno de sus miembros infantiles es matarlo».
Muy celebrada últimamente, la economista francesa Corinne Maier explica en su libro No Kid las ventajas de no tener hijos. Madre de dos, confiesa que «de haberlo sabido, no habría concebido». No son pocas sus razones contra la maternidad: el parto es una tortura, los hijos implican la muerte del deseo, convierten a la madre en un biberón andante, criarlos es una carga pesada y es difícil deshacerse de ellos cuando crecen. Además, para que el lote ideológico esté completo, «cada niño nacido en un país desarrollado es un desastre ecológico para el planeta entero«, por lo que un mundo con menos niños significa menos consumo, menos producción, menos competencia, más espacio, más recursos naturales, más biodiversidad y más futuro.
La economía desaconseja tener hijos, lo que en parte es cierto dado el precio de la vivienda, la creciente presión fiscal y la necesidad de dos sueldos para mantener una familia que hace unas pocas décadas sólo precisaba uno, con lo que la mujer podía cuidar y educar a los niños en casa en vez de enviarlos a la guardería. Hasta se acuñó una sigla para designar la nueva tendencia: DINKS, double income, no kids (doble ganancia, sin hijos). Pero el argumento no se sostiene del todo puesto que los países con menos hijos por madre son precisamente los más ricos. Los pobres siguen teniendo hijos aunque no puedan disfrutar de tres coches por familia, televisor en cada habitación y vacaciones en la otra punta del globo. O quizá precisamente por eso.
También influyen las modas, por supuesto, ya que queda menos chic tener hijos que ser una exitosa profesional de trompas ligadas; y son mucho más modernas las uniones provisionales y sin compromiso que casarse para testimoniar la vocación de estabilidad. Por no hablar de los dálmatas con pedigrí, que tan bien combinan con la tapicería del descapotable. Lo resumió insuperablemente Oprah Winfrey, celebérrima presentadora e icono progre de enorme influencia: «No hubiese podido tener la vida que tengo o la carrera que tengo si hubiera escogido tener hijos».
Sorprende, por otro lado, el peso que han adquirido los terrores climáticos, ya que parecen ser la principal preocupación de quienes dicen no atreverse a pasar el testigo a otra generación. Por ejemplo, la alemana Verena Brunschweiger, escritora y activista feminista que publicó en 2019 Kinderfrei statt kinderlos (Libre de hijos, no sin hijos), sostiene que «los niños son lo peor que se le puede hacer al medio ambiente (…) Son los mayores asesinos climáticos de todos y, por lo tanto, una vida sin niños es la única forma racional, ética y moralmente justificable de salir de la miseria climática hacia la que se dirige el mundo». En su siguiente libro, Die Childfree-Rebellion (La rebelión sin hijos), da un dato concreto en apoyo de su tesis: «Con cada niño que no damos a luz ahorramos 58,6 toneladas de CO2 al año».
Varias miembras de la aristocracia de nuestros días nos señalan el camino. Una cantante británica que responde al poético nombre de Blythe Pepino, vegana que ha decidido no volver a subir a un avión y dejar de conducir para lograr un nivel de residuos cero, encabeza el movimiento Birth Strike for Climate (huelga de partos por el clima) para responder eficazmente a la «amenaza existencial de la crisis ecológica». Más conocida es Miley Cyrus, que ha declarado que «no pienso traer a ninguna persona a este mundo hasta que no sienta que van a poder crecer en un lugar donde todavía haya peces en el agua». El mundo de la empresa ayuda mucho, como demuestran esos anuncios de preservativos en los que aparecen niños berreando o ancianos abandonados en un asilo acompañados por este argumento de venta: «Piénselo dos veces antes de tener hijos«.
Pero esto no es nuevo. Uno de los precursores fue el biólogo Paul R. Ehrlich, autor en 1968 de The population bomb (La bomba demográfica), que profetizó malthusianamente que en la siguiente década cientos de millones de personas morirían de hambre debido a la contaminación y la superpoblación: «Sobra gente en el planeta y quien tiene más de dos hijos debería ser visto como un peligro«. Su enorme influencia en la ola anticonceptiva no es difícil de imaginar a pesar de que esos cientos de millones de personas no murieron.
Además, hace ya bastantes años empezaron a surgir sobre todo en los Estados Unidos, terreno fértil para estas cosas, asociaciones promotoras de la extinción humana en pro de la conservación de la vida en la Tierra. Por ejemplo, el Voluntary Human Extinction Movement promueve no reproducirse para conseguir la extinción paulatina de los seres humanos por considerarlos «incompatibles con la biosfera». Y también está la Church of Euthanasia, organización antinatalista cuyo lema reza «Salva el planeta: suicídate«. Los ejes de su propuesta son no tener hijos, suicidarse, abortar, practicar el canibalismo para no dañar a otras especies animales y, en asuntos sexuales, realizar sólo actos sodomíticos con el fin de no procrear. Es cierto que no parece que todos nuestros antinatalistas climáticos lleguen a tanto, pero son compañeros en buena parte del camino.
Aclaración final: todo esto no es incompatible con la superpoblación, ya que esta locura sólo se da en Europa y Norteamérica. Los africanos y los asiáticos observan en silencio el suicidio occidental y se vuelven sonrientes a la cama.
Jesús Laínz