El precio de nada

Cuando en una sociedad se pierde el sentido común cualquier embauco es posible y la gente puede llegar a pagar por simplemente nada. Un verdadero genio de las tomaduras de pelo a que nos tiene acostumbrados el arte contemporáneo fue Yves Klein. En 1958 montó una exposición en la galería Iris Clert de París titulada Le vide (El vacío). La galería, custodiada por un agente de la Guardia republicana en la entrada, ofrecía al público nada. Las salas estaban completamente vacías. Un año antes de su prematura muerte, en 1962, Klein consiguió vender “el vacío” -esto es, nada- al curioso precio de unas pepitas de oro. Obligó además al comprador a quemar el recibo, mientras él tiraba  las pepitas de oro al Sena. Así no quedaba “nada” de la transacción comercial. Esta es una de las gestas artísticas más aplaudidas por los embobados periodistas. Klein se había dado a conocer en el mundo artístico en 1957 con sus Propositions Monochromes, una serie de telas pintadas exclusivamente de azul. Cuando la serie se transformó en algo demasiado aburrido inventó las Anthropométries. Esta vez eran unas modelos desnudas las que revolcándose por el lienzo, embadurnadas con pintura azul, “creaban” los cuadros. Cada nueva originalidad, para este tipo de artistas, supone nuevos ingresos ya que siempre hay alguien dispuesto a pagar por ello.

Una vez se ha perdido el sentido común, el arte sólo puede estar dominado por un principio: es arte aquello que se cotiza como arte. Mientras haya compradores habrá “arte”. Joseph Beuys, autodenominado artista, que no modisto, logró vender en la prestigiosa casa de subastas Christie´s un vulgar traje, colgado de una percha, por más de 3 millones de pesetas. En la misma subasta, Simon Patterson consiguió vender un simple mapa de metro por más de 4 millones de pesetas. El mérito del «artista» consistía en haber puesto un título al mapa: «The Great Bear» (El gran oso). La originalidad -denominación de origen del artista contemporáneo- se paga cara. Un año en Arco, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo que se celebra en Madrid, se pudo contemplar la obra de Chiharu Shiota. El artista exponía 300 muñecas salpicadas en barro y sujetas con hebras de lana y clavos. Las obras de este artista se cotizan actualmente entre 1.000 y 20.000 euros. Pero, ¿quién quiere 300 muñecas manchadas de barro para decorar su casa? Posiblemente nadie, pero da igual, esta obra como tantas otras, encontrará comprador.

Estos ejemplos, parecen dar la razón a la denuncia del pintor Antonio de Felipe: «El arte es el juguete de los ricos y su vanidad no conoce límites». El sociólogo René Köning creía que el capitalismo relegaba el arte y al artista la marginalidad; que el arte no tendría lugar en una sociedad burguesa. Pero el arte moderno, que se presentó como una trasgresión a la moral burguesa, épateur le bourgeois, encuentra hoy sus mejores valedores en los burgueses capitalistas. Hoy en día, ser poseedor de “arte” sigue generando distinción social. Despilfarrar dinero es algo que muy pocos se pueden permitir. Por eso, no es extraño que algunos paguen mucho dinero por las cosas más absurdas. En un breve pero interesante ensayo titulado ¿El arte a la deriva?, Marie-Claire Uberquoi denuncia que la culpa del actual estado del arte es la excesiva cantidad de dinero que fluye desde la alta burguesía.

Los marchantes de arte buscan desesperadamente nuevos artistas pues los cortos ciclos de la moda y la excesiva demanda solicitan constantemente nuevos artistas. Así, se buscan afanosamente novedades y cualquiera que sea un poco original y provocador puede convertirse por una temporada en un reconocido artista de las galerías neoyorkinas. Este es el caso de Julian Schnabel que antes de saltar a la fama en los años 80, su única experiencia era la de cocinero. Se puso de moda por crear cuadros realizados a partir de platos rotos, al estilo de Gaudí. Dos galeristas neoyorkinos consiguieron catapultarle a la fama gracias a una buena campaña de marketing. Como señalaba el crítico de arte Robert Hughes, en los años 80: “si alguien se levantaba para afirmar a viva voz y repetir hasta la saciedad que era un genio, había una posibilidad de que lo creyeran”. Los pocos artistas que se intentaron distanciar de esta vorágine de éxito, pronto acabaron fagocitados por el sistema. Este es el caso del Art Land, una corriente que quiso llevar el arte fuera de las galerías y de las ciudades. Se caracterizaron por desarrollar sus obras en montañas y desiertos lejanos. En cierta medida querían matar el consumismo artístico. Pero los galeristas pronto descubrieron que las fotos de esas obras podían exhibirse en las galerías y ser vendidas con gran éxito. Revoltosos anticapitalistas como Marcel Duchamp hoy son altamente cotizados y se lo disputan los ricos coleccionistas.

En la década de los 80 y de los 90 triunfaron en Nueva York, y por ende en todo el mundo, los bad boys (chicos malos). Los marchantes llenaron las galerías con obras de jóvenes artistas, provocadores, cínicos, obscenos y con ciertos aires “pasotas”, cuyo denominador común era ser artistas mediocres. Pero el mercado mandaba. El “mundo artístico” ante la carencia real de artistas y movimientos artísticos ha tenido que inventar artificialmente nuevas corrientes. Esta es la causa por la que hemos visto aparecer cada año “nuevos” estilos, al mismo ritmo que las temporadas de las galerías: neo-expresionismo, neo-pop, neo-geo. El crítico de arte Yves Micheaud en su obra La crisis del arte contemporáneo propone que: “en el mundo del arte reina una gran confusión de criterios, que dan fe de la descomposición de la vanguardia”. Pero estas críticas, mientras siga fluyendo el dinero, poco importan a los galeristas. Igualmente, los periodistas especializados deben velar por sus secciones. Reconocer que buena parte del arte contemporáneo es una tomadura de pelo, les dejaría sin trabajo.

Javier Barraycoa