Disidencia institucionalizada

 

¿Cuál es el límite de esta tendencia artística? La pregunta parece absurda si consideramos que la performance se propone transgredir todos los límites. En ella se refleja inquietantemente aquella máxima que Adorno escribió en su Minima Moralia: “toda obra de arte es un delito no cometido”. La naturaleza y sentido de las transgresiones ha sido objeto de largas discusiones antropológicas. Por un lado, la tesis de Marcel Mauss propone que la trasgresión simplemente es eso: trasgresión de normas. Desde esta perspectiva, existiría un irrefrenable impulso en los individuos de todas las culturas por violar en algún un momento las normas y los tabúes sociales. Por otro lado, mucho más sugerente, tenemos la tesis de Bataille (él mismo trasgresor del pensamiento) que propone que la trasgresión tiene como última finalidad el reforzar las normas trasgredidas. En cierta medida el espíritu de trasgresión es permitido culturalmente en la medida que asienta las estructuras que aparentemente intenta disolver.

Esto explicaría una paradoja. Hoy por hoy, buena parte del arte trasgresor subsiste gracias a las subvenciones públicas. Los Estados modernos, a través de sus diversas administraciones, subvencionan y contratan “arte disidente”. Los juegos simbólicos del arte son demasiado potentes como para no tenerlos controlados. De hecho -y siguiendo la tesis de Bataille- la representación simbólica de un mundo caótico, sin normas y profundamente trasgresor, conlleva el efecto contrario: la adhesión a la estructura, la conformidad y la necesidad de una realidad superior que sea capaz de generar “objetividad”. Con otras palabras, el arte disidente promueve sutilmente la adhesión al Estado y a las estructuras de poder. En cierta media Orwell había intuido algo cuando afirmó que aquellas de sus obras literarias sin propósito político carecían de vida.

Por eso, es muy frecuente la aparición de performancers que representan acciones reivindicativas en el ámbito político. La costarricense Priscilla Monge concibió una permormance en la que se ve una chica andando por la calle, a veces hablando desde una cabina de teléfonos, a veces esperando en una parada de autobús. Todo parece normal hasta que el público observa las manchas rojas en las caderas. No se trata de tinte ni de pintura. Resulta que el pantalón está hecho con compresas usadas. Esta performance pretendía un discurso feminista clamando sin palabras por la liberación de la mujer. Aunque el espectador no encuentre la ilación entre la acción y la reivindicación, la fuerza de la performance está ahí: no hace falta un discurso racional, ni se necesitan contenidos definibles. Simplemente se impone por sí misma, en la media que es capaz de generar asombro o provocación.

Los defensores de la performance justifican estas extravagancias fundamentándolas en un supuesto pensamiento disidente. Este intento de generar nihilismo artístico sigue una lógica implacable. El antes mencionado Jodorowsky evolucionó hacia lo que él denominaba los efímeros: acciones sin sentido cada vez más agresivas. Así, no sólo se conformaba con destrozar un piano, sino que además lo quemaba rustiendo unos pollos encima y, mientras tanto, lanzaba tortillas al público. El gran argumento artístico disidente era su presunta homosexualidad que sirvió para que sus acciones se consideraran revolucionarias. Así, él mismo se convirtió en un símbolo de persecución política.

Precedentes de estas actitudes los hallamos en reconocidos pintores rupturistas como Yves Klein, cuando, en «estallidos de originalidad», pedía a sus modelos desnudas que se rebozaran en pintura azul. Estos ensayos de arte efímero se aliaron en los años 50 con la vanguardia experimental euro-americana que estaba tratando de crear un arte anti-establishment. De ahí surgió la fiebre por los happenings, el fluxus o el movimiento destructivista y, actualmente la performance. En los años 60 el arte deambulaba en busca de una identidad perdida. Fue el momento de los Che Guevara y la beatlemanía. La mezcla de los ideales de izquierda y de la contracultura, fueron sintetizados en la fórmula «Lenin & Lennon». Fórmula que, por cierto, fue rechazada por los políticos soviéticos como una muestra más de la decadencia del capitalismo occidental, patentizada en su más que evidente «arte degenerado». Todavía hoy sorprende leer el discurso de Thorez, en 1947, en el Congreso del Partido Comunista francés reunido en Estrasburgo: “A las obras decadentes de la estética burguesa, partidarios del arte por el arte mismo, al pesimismo sin solución (…) hemos opuesto un arte que estará inspirado por el realismo socialista (…) un arte que ayudará a la clase obrera en su lucha por la liberación”. Si los comunistas de los años 50 vieran en qué se ha convertido el arte revolucionario, se quedarían acongojados. Lo más revolucionario hoy en día, es lo que ellos habían definido como “arte decadente y burgués”.

Un ejemplo de estas contradicciones fue el alemán Joseph Beuys, fallecido en 1986, y que defendía que cualquier persona podía ser artista. Su “acción” más famosa tenía claros tintes reivindicativos contra el capitalismo. En 1974 aterrizó en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. Desde ahí le trasladaron en camilla a una famosa galería de Manhattan, donde permaneció una semana encerrada en una jaula con un coyote. Cada día le traían 50 ejemplares del Wall Street Journal, que ni siquiera tocaba. Al cabo de una semana se volvió a Alemania. Con semejante esperpento pretendía denunciar el capitalismo. Ello no le impidió aceptar todo tipo de premios económicos por parte del siempre elitista y capitalista Guggenheim Museum de Nueva York.

Anthony Julius, en su obra Transgresiones. El arte como provocación, propone que las transgresiones políticas desde el arte, son las más ingenuas y menos contundentes. Habrían trasgresiones más profundas, como las que atentan contra los tabúes morales o metafísicos. En este sentido, la performance es la reina indiscutible de la trasgresión. Ante ella, no sólo caerán barreras culturales, morales y religiosas, sino que el arte dejará incluso de ser un instrumento de trasgresión, para convertirse en el objeto transgredido. Como, en la performance, el artista y la obra se confunden en un mismo sujeto, liquidar el arte implica liquidar también al artista y a poder ser al público. Con la performance nos acercamos al cumplimiento de los sueños de Breton expresado en su Segundo manifiesto surrealista (1930): “salir corriendo a la calle, pistola en mano, y disparar a ciegas, lo más rápido que se pueda apretar el gatillo, a la multitud”. Esta metáfora de la “acción surrealista”, será retomada por la performance.

Javier Barraycoa