El “kit ONU” ha resultado, de nuevo, ineficaz, es más, contraproducente. El imperio puritano hegemónico a nivel mundial lleva más de un siglo imponiendo a sangre y fuego la misma receta para todos los problemas, para todos los conflictos sociales y políticos, de forma ubicua y ucrónica.

La concepción de la democracia liberal parlamentaria de representación individual mayoritaria o voluntad general como panacea universal ha sido, es y será un embeleco, un paralogismo mendaz.

La falsa Pax Americana dio sus primeros pasos creando una serie de estados artificiales (Checoslovaquia, Yugoslavia,…), construidos à la Frankenstein, esto es, a partir de los materiales de derribo obtenidos como subproducto de la demolición de las antiguas monarquías europeas. Los famosos principios del presidente Wilson han estado siempre ahí, de un modo más o menos explícito, y los resultados de su aplicación también son bien conocidos, aunque probablemente no se han asumido de modo reflexivo.

Después vino la descolonización, y en ese momento histórico el fundamentalismo democrático presentaba una faceta más “cientista”. La democracia liberal se ha postulado siempre como el régimen político avanzado, acorde con el estado de la técnica, y la mayoría de las veces ha acabado siendo la coartada para una oligarquía infame, un statu quo que no resiste el más mínimo análisis o contraste racional. Pero el hecho es que el no demócrata, en el sentido lato de esta expresión, es considerado a nivel global como el “bárbaro”, el “infiel”, y es tratado como tal.

Frente a esta constatación, la réplica habitual no es sino un ejemplo paradigmático de sofisma de falso dilema, como tempranamente advirtió, entre otros, George Bernanos: “Estoy cansado, señor Roosevelt, de oírlo decir, incluso por boca de M. Maritain, que las democracias son lo contrario de las dictaduras. La democracia no ofrece defensa frente a los dictadores, esa es la verdad. Toda democracia puede, en cualquier momento, sufrir un ataque agudo de dictadura, y la constitución nacional no puede hacer nada al respecto” (Lettre aux Anglais).

Los problemas de Afganistán no se han podido afrontar con solvencia aplicando el “kit ONU”. Es injusto e inútil tratar de resolver los conflictos que existen en Afganistán limitándose a establecer un régimen de partidos, totalmente artificial, ajeno a la tradición histórica nacional, convocando unas elecciones y… ¡hala¡ ¡ya está¡ El sistema, la estructura prefabricada, no ha cuajado, y no ha cuajado porque no pega ni con cola. Esta es la realidad, les guste o no al establishment globalitario. El pueblo afgano es valiente y se ha enfrentado a los invasores una y otra vez, saliendo airoso de múltiples envites. Pero hoy en día, con harta frecuencia, las conflagraciones bélicas no son sino la última ratio a la que se recurre como consecuencia de conflictos económicos derivados de la voluntad de grandes potencias de hacerse con el control de recursos muy valiosos, pero escasos, a nivel mundial. Contra estos enemigos tan sutiles es muy difícil luchar.

El presidente Biden parece estar negando ahora esa conciencia puritana de pueblo elegido para la propagación de la democracia en el mundo, afirmando que la misión de Estados Unidos en Afganistán “no se suponía que era la de construir un país, o crear una democracia centralizada y unida. Nuestro único interés vital en Afganistán sigue siendo hoy el mismo de siempre: prevenir un ataque terrorista en suelo estadounidense”. Puede que este mensaje halague los oídos de la población norteamericana, poniendo fin a la guerra y las víctimas, pero en el marco de la política internacional, con respecto a la “coalición internacional” y a quienes han colaborado con Estados Unidos en Afganistán, que también han tenido sus víctimas y también han tomado parte en el sacrificio, la sensación no puede ser más escalofriante.

Y como suele suceder, ya sucedió en otras ocasiones (Congo, Iraq,…), al final lo que se acaba imponiendo es una dictadura, una tiranía sin paliativos, revestida eso sí de las formas políticas al uso. En definitiva, una “democracia” que se revela como un puro régimen de fuerza, un despotismo donde acaba imperando el que demuestra ser el más fuerte, por disponer de mayores recursos y, a la postre, de más nutridos contingentes armados. Se impone el que tiene determinación y no necesita disimular sus propósitos, aunque estos propósitos nos puedan parecer abominables. Occidente ha pretendido construir una democracia absoluta sobre la base de un relativismo intolerante, que rechaza todo valor tradicional o referido a la naturaleza de las cosas. Partiendo de estas premisas, resulta cínico y patético pretender convencer a los talibanes para que asuman los valores de una democracia mefítica con el anexo de un singular elenco de derechos humanos igualmente corrompidos. Porque una cosa es que las mujeres, en Afganistán, no se vean privadas del acceso a la enseñanza primaria, secundaria, técnica y superior, de la posibilidad de ejercer cualquier profesión u oficio honrado en las mismas condiciones jurídicas que cualquier varón, y otra muy distinta que, de rondón, el «pack ONU» incorpore otros «derechos» de la nueva ola, de ideología de género, de salud reproductiva (aborto y anticoncepción), de eutanasia y eugenesia, etc.

Todo esto nos hace pensar también, salvando las enormes diferencias históricas y culturales, en la tortuosa peripecia de nuestra querida España a partir de la Guerra de Independencia, en los múltiples pronunciamientos y las guerras civiles del siglo XIX, en las convulsiones del siglo XX, en la República y la guerra abierta en que desembocó en los años 30, y de nuevo, en el último cuarto de siglo, en la “transición” política diseñada y tutelada por la CIA y el BND alemán. Menéndez Pelayo hablaba de “dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución aquí donde nunca podía ser orgánica” (Historia de los heterodoxos españoles). Históricamente se constataba una resistencia indomable de lo español ante esas ideas extrañas que trataban de imponerse por la fuerza. “Ortega y Gasset hablaba de una España «invertebrada», pero se olvidaba de que la tradición española no era en absoluto «invertebrada». Lo que sí ha ocurrido es que las nuevas formas que le fueron impuestas por Europa han ido «desmedulando» al pueblo español: no se trata de inmadurez, sino de patológico deterioro de la esencia de lo español” (Álvaro D’Ors, La violencia y el orden).

En todo caso, conviene recordar a este respecto el criterio que nos transmitieron nuestros mayores: no se hicieron los pueblos para los reyes – entiéndase por extensión de toda forma de gobierno -, sino los reyes para los pueblos.

 

 

Javier Amo Prieto