Por el Prof. Javier Barraycoa

 

Voluntarios cobrando e ineficacia probada.

Al analizar estas organizaciones descubrimos un conjunto de colaboradores que contribuyen económicamente de forma más o menos regular al mantenimiento de las mismas. En España unos 4,5 millones de personas constituyen esta categoría. Luego encontramos los voluntarios, un millón de personas, que participan con su actividad en la vida de estas asociaciones. Por último, hallamos el verdadero núcleo duro de las ONGs: los liberados. El directorio ONGD de 1997 calculaba en unos 10.000 los voluntarios a sueldo en las ONGs. Los datos de 2003 acercaban esta cifra a 200.000 liberados. Esta “profesionalización” ha dado lugar a situaciones a veces escandalosas. Mientras se vende solidaridad, algunos responsables pueden cobrar un millón de pesetas al mes (Cfr. El País, 25-1-98). Frente a los humildes sueldos de los misioneros podemos encontrar minutas de altos ejecutivos. Los mejores contratos los encontramos en los organismos humanitarios dependientes de la ONU a los que hay que sumar dietas por desarrollar su labor fuera del país de origen. Otros, sin embargo, como Consuelo Lobo, la que fuera presidenta de Manos Unidas y colaboradora en el Cottolengo del Padre Alegre, no cobran sueldos y realizan su actividad de forma completamente gratuita y desinteresada.

Los defensores de la profesionalización proponen un argumento de eficacia y desconfían de organizaciones excesivamente altruistas e inestables. Pero no por tener ejecutivos y burocracia queda garantizado su buen funcionamiento. En el mundo de las ONGs, las eclesiales tienen fama de rentabilizar al máximo los donativos conseguidos. Otras, por contra, gastan buena parte de lo recaudado en mantener su propia estructura y las campañas de promoción. Se puede llegar así al absurdo de organizaciones que realizan campañas simplemente para mantener a sus liberados. Greenpeace, por ejemplo, gasta un 20% de su presupuesto a “desarrollo”, esto es a “fundraising” o consolidación de la organización. Según denunciaba un periódico, ante el último conflicto en Ruanda, las ayudas enviadas representaron sólo un 40% de lo recaudado por las asociaciones solidarias. El informe El tercer sector social en España, antes citado, deduce que las organizaciones dedican sólo un 47%  de su gasto a las actividades que señalan sus fines fundacionales. Este dato es una media e -insistimos- no podemos juzgar por igual a todas. Por ejemplo, los institutos religiosos suelen contar con misioneros y parroquias en los lugares donde se reciben las ayudas. Ello permite optimizar los recursos. Otras ONGs, por el contrario, tienen que construir infraestructuras temporales e improvisadas para la recepción de ayudas. Muchas veces la logística devora económicamente las ayudas y, lo que es peor, una vez acabada la campaña humanitaria, se desecha aquello que tanto ha costado montar.

El problema de muchas asociaciones solidarias, y que denuncian frecuentemente los misioneros, es su amateurismo. Suele suceder que la prensa occidental descubre al público una grave y urgente crisis. Se organizan campañas de apoyo y se recogen fondos. Pero el envío de los las ayudas no se corresponde con la capacidad de distribuirlas correctamente. Algunos consideran que la mala gestión de ONGs amateurs contribuyen a la perpetuación de los conflictos en muchos países africanos. Un claro ejemplo fue el conflicto de los Grandes Lagos (1994-1996). Con las ayudas internacionales se crearon campos de refugiados al este del Zaire, donde llegaba el material humanitario. Estos campos estaban controlados por los hutus que acopiaron las ayudas. La mitad de las mismas fue repartida, pero el resto sirvió para comprar armamento a los países donantes y perpetrar la matanza de un millón de tutsis.

En Ruanda, durante los últimos conflictos, se dieron cita más de 120 organizaciones. Muchas de ellas portaban proyectos inaplicables o condenados al fracaso. Se construyeron pozos pero no se formaron ingenieros, o se crearon hospitales pero no se garantizaron los suministros. Incluso se llegó a presentar una ONG con un proyecto, financiado con 10 millones de pesetas, para estudiar los partidos políticos en un país donde no hay asomo de democracia. Esta falta de control tiene su explicación: algunas organizaciones tienen una mentalidad burocrática y aprueban proyectos sin apenas conocer la realidad que van a socorrer. Finalizada la campaña humanitaria, se liquida el proyecto y no se tiene en cuenta  el elemental “principio de continuidad” que garantice la efectividad de las ayudas.

Por eso se ha criticado también que la precariedad temporal de los voluntarios, y la falta de compromisos a largo plazo, pone en jaque la eficacia de muchas ONGs. En los últimos años se ha producido un extraño maridaje entre los deseos de muchos jóvenes en participar en proyectos humanitarios y su dificultad por incorporarse al mundo del trabajo. La colaboración con las organizaciones humanitarias satisface ambos anhelos, pues los proyectos de cooperantes se convierten en lugares ideales para “hacer curriculum”. Algunos países que reciben ayudas empiezan a desconfiar de estos jóvenes inexpertos. En Kigali, el gobierno ruandés, exigió a las ONGs un detallado curriculum de sus colaboradores: «No queremos aquí jóvenes para que realicen prácticas con nuestra gente».

 

Javier Barraycoa